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Domingo, 16 de mayo de 2004

EL CATADOR CATADO

Con la estaca, con la bala y la palabra

Parecía perfecto: el director de la divertida saga de La momia al frente de una película protagonizada por el célebre cazador de vampiros Van Helsing y una troupe de monstruos inolvidables: Frankenstein, el Hombre Lobo y el Conde Drácula. Acompañado por los espectros de Peter Cushing, Boris Karloff, Bela Lugosi y Tod Browning, nuestro héroe se tiró de cabeza al cine. Pero sólo para encontrarse con un videogame de efectos especiales en el que Drácula se queja por ser inmortal y no para de procrearse... poniendo huevos.

 Por Rodrigo Fresán

Monstruos, lo que se dice monstruos, hay más bien pocos. No son una especie en extinción sino una especie que nunca llegó a propagarse. De ahí que, supongo, les guste tanto juntarse entre ellos para hacer cosas monstruosas. Y es sobre estas dos cuestiones que trata Van Helsing, la nueva película del ya especialista en estas lides Stephen Sommers: de reunirse para ver quién tiene los colmillos más largos y las garras más afiladas, y de hacer algo por el fortalecimiento de la raza. Y también trata de un tipo llamado Gabriel van Helsing que –por órdenes del Vaticano, por obedecer a una de esas órdenes religiosas y secretas tan de moda últimamente– se propone arruinarles la fiestita a las “criaturas” sin que se entienda muy bien por qué. Porque seamos sinceros: a la hora de la verdad, los monstruos clásicos (hablo de Drácula y de Frankenstein y del Hombre Lobo; no me refiero aquí a los monstruos clásicos japoneses, a los que también les gusta juntarse, pero para destruir Tokio una y otra vez, y me pregunto cómo es que la reconstruyen tan rápido a esa ciudad) no suelen causar gran daño humano o material. De acuerdo: el castillo se incendia y matan a unas cuantas personas que –por otra parte– no parecen muy inteligentes, desobedecen las sencillas y muy bien explicitadas instrucciones a la hora de repeler al engendro, y salen a caminar de noche por los bosques o duermen con la ventana abierta. Si se lo piensa un poco, mucho más peligrosa es la soldadita Lynndie England. Esa que sale en las fotos torturando iraquíes y sonriendo a la cámara y mostrando los dientes.

LAS NOCHES DEL CAZADOR
Existen –desde los principios del cine– múltiples variaciones a la hora de retratar e interpretar al Conde, al Monstruo de F. y al Licántropo. Hay que tener en cuenta que el celuloide demoró bien poco en convocarlos: el primer Frankenstein es de 1910; el primer Hombre Lobo, de 1913; y el primer Drácula, de 1922.
Pero a la hora del eximio cazador de vampiros, la cosa fue siempre más o menos pareja. Edward van Solane, Herbert Lom, Mel Brooks, Laurence Olivier, Anthony Hopkins y (mi favorito) Peter Cushing fueron –entre otros– Abraham van Helsing: un hombre más de reflexión que de acción. Un clavadista de estacas emérito.
El Gabriel van Helsing de Hugh Jackman –también conocido como “La Mano Izquierda de Dios”– es otra cosa, es alguien muy diferente: el hombre se dedica a perseguir al monstruo que venga o que vaya (incluyendo a un efímero Mr. Hyde que cae desde las alturas de Nôtre Dame cual Quasimodo); y es parte 007 (dotado de gadgets diseñados por un escudero monje con mucho del Q de Bond, interpretado por David Wenham), parte Dirty Harry (con propensión a la frasecita ingeniosa antes de despachar a alguien), parte Hombre sin Nombre de spaghetti-western (apreciar su vestuario más propio de Tombstone que de Transilvania), parte Tarzán (se la pasa buena parte del film deslizándose por los aires y saltando de un cable a otro) y, last but not least, parte Wolverine (el personaje del propio Jackman en la saga X-Men). Y, además, lo acompaña la enconsertada princesa zíngara Anna Valerius (Kate Beckinsale, la de Pearl Harbour y la de otro reciente film licantro-chupasangre: Underworld), probablemente una pariente lejana y antigua de Buffy Cazavampiros y quien vive obsesionada porque los muertos de su familia puedan acceder al paraíso después de siglos de purgatorio.
Este terceto de héroes aparece arropado hasta la asfixia por un aluvión de efectos especiales digitalizados cada vez más cerca del videogame y más lejos del cine (entre los que cabe rescatar la transformación del Hombre Lobo arrancándose la piel a girones). Y así, a la hora de la síntesis definitoria, Van Helsing es mucho mejor que ese absurdo que fue La liga de los caballeros extraordinarios, pero también bastante peor que las muy divertidas La momia y El regreso de la momia –ambas también escritas y dirigidas por Sommers– y acaba siendo tan parecida a tantas otraspelículas de estos tiempos. Es decir: películas que empiezan muy bien; que acaban agotándonos con los extravíos en los vericuetos de un guión que no tiene sentido o lógica alguna (nunca comprenderemos si Van Helsing es inmortal o por qué Drácula es invulnerable a la estaca o qué es eso de que los Hombres Lobos mudan pelaje o qué cuernos son esos enanitos que sirven al Conde); y en las que, por el camino, alguien se gastó 150.000.000 de dólares y monedas. Y mejor no pensar demasiado en los que nos espera en la inminente Alien versus Predator.

JUNTITOS
Aun así, los monstruos en patota –el verlos otras vez juntos como en reunión de ex alumnos, como en aquella de Abbott & Costello, como en House of Frankenstein y House of Dracula, como en las más recientes y olvidables The Drak Pack y The Monster Squad– siempre tienen lo suyo y nos seducen y nos hacen caer en la trampa. Y lo cierto es que los primeros minutos de Van Helsing presagian grandes cosas. El anuncio de que estamos a finales del siglo XIX. La secuencia en blanco y negro con guiño a las venerables monstruosidades de la Universal. La multitud de aldeanos con las infaltables antorchas. Un Dr. Frankenstein empleado de un Conde Drácula muy preocupado por la planificación familiar (una de las interpretaciones más logradas y al mismo tiempo graciosas del vampiro, mitad Lugosi y mitad Lee, a cargo de Richard Roxburg, el villanesco duque de Moulin Rouge) quien le encarga el ensamblaje del monstruo (Shuler Hensley, una mole lírica y sentimental y bastante conmovedora, pero sin llegar a las alturas de Karloff) para utilizarlo como batería humana y animar así a los miles de pichones de vampiritos que ha producido a lo largo de los años con la ayuda de sus tres voluptuosas y sanguíneas novias. Porque, sépanlo, siéntense, agárrense fuerte: Drácula es ovíparo, Drácula es el gallo del corral y sus gallinitas ponen huevos. A partir de semejante revelación ni siquiera las contraseñas para connoiseurs de La danza de los vampiros de Polanski ni las vertiginosas persecuciones de carruajes casi calcadas de Los cazadores del arca perdida conseguirán liberarnos de ese sopor que empieza a invadirnos y que nada tiene que ver con aquella sensual dejadez de Mina Harker a la hora de entregarse al hombre de sus sueños y de sus pesadillas. Es un cansancio triste y resignado que nos lleva a otros tiempos y a otras formas de hacer cine de terror: bajo presupuesto pero altísimo talento. Porque –pensar en Tod Browning y en James Whale– para hacer películas “de monstruos” hay que creer más en los monstruos que en la taquilla y, claro, ya se está hablando de una segunda parte de Van Helsing porque a quién le preocupa eso de “segundas partes nunca fueron buenas” cuando ya la primera deja mucho que desear.
Al final, en lo único que se parece este bastardo Van Helsing a sus nobles antepasados es en lo mismo de siempre. Siempre sentimos algo de pena cuando mueren los monstruos; porque los monstruos son los verdaderos héroes obligados a soportar –casi siempre– las estacas y las balas de plata de un noveau riche de safari como Stephen Sommers. Por suerte, Sommers pasará y los monstruos seguirán ahí, siempre listos como boyscouts, obligados por contrato al eterno retorno y confiando en tener mejor suerte la próxima vez.
Así –en el minuto más logrado de Van Helsing– Drácula se lamenta una vez más por aquello de “estoy condenado a vagar por toda la eternidad”. Así, una de sus sedientas y pulposas novias le responde: “Bueno, eso de no morirse nunca no está tan mal después de todo”.
O algo por el estilo.
Y la chica tiene razón. Peor la pasa ella que tiene que ocuparse de poner los huevos.

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