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Domingo, 30 de mayo de 2004

MúSICA

Jaimito

Jamie Cullum tiene 24 años. Canta y compone canciones que podrían esperarse de sus abuelos. Y vende en pocos meses más que Enrique Iglesias, Britney Spears o Kylie Minogue en todo un año. Algunos dicen que por eso –su juventud y su éxito–, y otros que a pesar. Pero nadie deja de reconocer que es uno de los mejores intérpretes posibles para esas canciones siempre un poco tristes, siempre un poco antiguas y, claro, siempre vigentes.

POR DIEGO FISCHERMAN

En abril del año pasado, un cantante y pianista inglés de 23 años, con algo de Leonardo DiCaprio en versión retacona, firmó un contrato bastante inusual para un desconocido. Universal, una de las compañías discográficas más poderosas del mundo, se comprometía a gastar en él un millón de libras. Mientras tanto, tenía que cumplir sus compromisos de actuación en las sucursales de Soho Pizza Express y en fiestas de casamiento, como venía haciéndolo desde que tenía dieciséis años. En octubre salió su primer disco, Twentysomething, y en los últimos cuatro meses del 2003 vendió 650 mil unidades. Más que Kylie Minogue, The Strokes, Britney Spears, Radiohead, Pink y Enrique Iglesias en todo el año. Nada que no hubiera podido suceder –como de vez en cuando sucede– con algún nuevo experimento de la industria. Salvo por un detalle: Jamie Cullum canta –y a veces compone– temas de jazz a la vieja usanza; a la manera de Cole Porter, podría decirse.
Twentysomething, que acaba de editarse en la Argentina, es el disco de jazz de venta más rápida en toda la historia de la industria musical inglesa. De eso no hay dudas. Las preguntas, en cambio, tienen que ver con dos cuestiones. De qué clase de jazz se está hablando y, por supuesto, si se trata de un buen disco de jazz o no. Una parte la contesta el propio Cullum: “Los medios empiezan a decir cosas como que yo soy el más grande artista inglés vivo, por ejemplo, y supongo que eso le tiene que molestar a cualquiera que ame el jazz”, decía al diario The Independent. “Yo hago jazz, no tengo dudas, pero exploro los límites en un sentido distinto del habitual. Mi pregunta es cuán atractivo y accesible puedo hacerlo sin transformarlo en otra cosa, sin maquillarlo y sin hacerle cirugía estética. Estoy tratando de que los que tienen 16 y escuchan The Strokes y los que tienen 20 y escuchan house, cuando escuchen jazz piensen: ‘Realmente esto es más cool de lo que pensaba’. Estoy feliz de estar en un sello grande y de tener éxito. Eso me hace capaz de llevar el jazz a una nueva audiencia”. El disco, con baladas clásicas como Old Devil Moon o I Could Have Danced All Night, de Lerner y Loewe (de la comedia musical My Fair Lady), alguna sorpresa como Wind Cries Mary, de Jimi Hendrix, y canciones propias, que juegan con la presunción de lo autobiográfico, a la manera del cabaret (o del hombre del piano à la Billy Joel), como la que le da título, tiene arreglos ajustados y precisos, en los que Cullum toca piano y teclados junto a un grupo que incluye trompeta y flugelhorn y saxos alto y tenor (el exacto Ben Castle), además de un ocasional cuarteto de cuerdas. Y Cullum, además, canta magníficamente. Una voz cálida, situada en el punto exacto entre el tenor y el barítono lírico, con un fraseo muy bien delineado y una relación con los textos que nunca cae en el automatismo o el lugar común, lo convierten en uno de los mejores intérpretes posibles para este tipo de repertorio.
Existen, por supuesto, las reacciones. En el campo del jazz más duro, por ejemplo en la excelente revista Jazzman, que publica Le Monde de la Musique –y que acaba de destruir sin piedad a la ultrapromocionada Norah Jones–, se aprovecha una reseña de un disco del clarinetista Louis Sclavis para disparar por elevación (“la prueba de que el jazz no es sólo Jamie Cullum y puede seguir siendo el terreno de la experimentación y la aventura...”). Sin embargo, ni allí, ni en las norteamericanas Down Beat y JazzTimes, se deja de reconocer que Cullum es un intérprete notable. Curiosamente, allí se invierten los argumentos. Lo que para el mercado discográfico es un atractivo, los especialistas lo ponen en el lado de lo que debe ser disculpado. Para unos es el joven maravilla que vende millones haciendo canciones que uno hubiera esperado de sus abuelos –como la niña Sole antes de que la edad se le viniera encima. Para otros es el nuevo cantante de jazz al que hay que prestarle atención, “a pesar de” las ventas y de las operaciones de marketing. El otro dato significativo lo aportan las pequeñas grietas de esa superficie aparentemente pulida: el tema de Hendrix en el disco, sus versiones de canciones de Radiohead como High and Dry –que grabó en vivo en el Festival de Jazz de Brecon–, su admiración por The Cure, Pharrell Williams y The Neptunes. “Cuando canta Blame it on my Youth, su edad (sólo 24) y su enérgica personalidad le dan a esa melancólica balada una inmediatez desesperada que un intérprete más maduro jamás podría evocar”, escribió el New York Times sobre su debut en esa ciudad –fue el primer blanco europeo en actuar en un reducto legendario del jazz, el Oak Room del hotel The Algonquin. “Cullum es un showman natural”, concluía. Si en Estados Unidos es más o menos habitual que, cada tanto, aparezca alguien –incluso alguien joven– a tratar de remedar las viejas glorias de Frank Sinatra, Tony Bennett o Johnny Hartman, en esa zona limítrofe entre el show de hotel, el artista convertido en obra de arte –o por lo menos en mercancía– e idolatrado por su público, y el jazz en su costado más cercano a la industria del entretenimiento, en este caso la excepcionalidad está reforzada por el hecho de que Jamie Cullum es inglés. Algunos lo comparan con Harry Connick Jr. en sus comienzos. Otros no pueden obviar la escapada crooner de Robbie Williams o, incluso, la pasión por viejos standards de notorios ingleses como Sting o Peter Gabriel. Lo cierto es que Cullum pone en escena, además de sus propios méritos como pianista, compositor y cantante, la sorpresiva actualidad de esas canciones –o esa manera de hacer canciones–, en que la tristeza, los amores resignados y las desesperaciones módicas están en primer plano, y donde las músicas proyectan, siempre, cinematográficas sombras en blanco y negro.

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