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Domingo, 30 de mayo de 2004

CINE

El fin del mundo ya fue

El día después de mañana llegó para darle una vuelta de tuerca más que oportuna al fin del mundo en el cine: una catástrofe natural azota al gran país que le dio la espalda al ecológico Protocolo de Kyoto. Pero José Pablo Feinmann sale del cine con una hipótesis nueva: si quiere ver el fin del mundo, mire hacia atrás.

Por José Pablo Feinmann

1. Al borde del abismo
Hay varias maneras de manipular al “villano” en una novela, una película o en un simple texto como este que usted lee. Se lo suele revelar al final, sobre todo en las novelas policiales de “enigma”, las clásicas, pura racionalidad, muerte y ajedrez, positivismo y empirismo británicos, Conan Doyle, Dickson Carr, Lady Agatha, Dorothy Sayers y otros almirantes flotantes. O se lo suele revelar al principio. Y hasta a veces al autor le importa poco quién es el culpable. Todos lo saben: Chandler les dijo a Faulkner y Howard Hawks que él no sabía quién era el asesino en The Big Sleep (Al borde del abismo) y que se arreglaran como pudieran y no lo molestaran más. (Surge inmediata la lectura “marxista” de Chandler: “el asesino es la sociedad capitalista”. Lectura que divertía a tan áspero y desencantado autor: “Yo no soy comunista, soy un individualista, tengo el espíritu solitario y aristocrático de los gatos. Y en cuanto a Marlowe podría afirmar con total certeza que tiene la conciencia social de un caballo”.) Aquí voy a optar por la segunda posibilidad. Hay un asesino. Y su identidad no será revelada (en medio de los encandilamientos de la lógica-sorpresa) al final sino ya mismo. Nuestro tema es el fin del mundo. De la Tierra. La pregunta clásica (“¿Quién lo hizo?” o el breve y hitchcockiano “Whodunit?”) tiene su respuesta de largada. La Historia de la Destrucción del Mundo es la Historia de la Humanidad. Brevemente dicho: el asesino de la Tierra es el hombre.
Tal vez esta hipótesis le parezca un poco loca, arriesgada, infundada o lo que sea. (Aclaro: “lo que sea” es posible, pero “infundada” no. Es una de las teorías más “fundadas” que existen.) Pero no la rechace. Leonard Maltin, al comentar el mejor (para mí) de todos los films sobre el “fin del mundo” (Cuando los mundos chocan, 1951), explica ligeramente el gran tema de la película: un sol (Bellum) y su satélite (Zyra) chocarán contra la Tierra en unos pocos meses. Maltin, bastante tontamente, dice: “Si usted se cree esto, se va a entretener viendo esta película”. Frase de increíble torpeza teórica. Si voy al cine es con mi credibilidad abierta. Voy, digamos, en “estado de abierto”. Más si la peli se llama Cuando los mundos chocan. Si yo pago la entrada, entro, me siento y me pongo a ver lo que veo con una certeza cálida e hiperracional que me susurra: “Los mundos no pueden chocar. ¿Cómo va a producirse tal desajuste en un universo definido por su perfección? ¿Cómo van a aparecer, así nomás, de un día para otro, Bellum y Zyra para chocar contra nosotros? ¿Quiénes son? ¿Quién los conoce? ¿Qué les hicimos?”. Esto impide ver cine. ¿Cómo la Muerte va a jugar al ajedrez con Max von Sydow? (¡Y es Bergman!) ¿Cómo Renato Salvattori, en esa tanada de Rocco y sus hermanos, va a gritar como un piantado total: “¡L’ amassato, mama, l’ amassato”? ¿Cómo el Demonio se va a meter en el cuerpo de una niñita tan adorable como Linda Blair? ¿De dónde sacó esta chica Lucrecia Martel a esos salteños que parecen zombis, por qué metió a esa vaca en esa ciénaga? Vea, así no hay cine que valga. El cine es la antítesis de la frase de Maltin: “Si usted se cree esto, se va a entretener”. Usted entra al cine para creer. Después verá. ¿Dónde está el secreto? Uno, señores, cree todo: no hay cosa que –en algún lugar secreto de la conciencia, y que no es necesariamente el maltratado “inconsciente”– no seamos capaces de creer. ¿Todos, en la Tierra, están tan seguros de la “perfección” del Universo como para no creer que, “en una de ésas”, Bellum y Zyra se nos vienen encima? Si se hacen estas películas es porque expresan terrores ocultos, fantasías tenebrosas. (Cierta vez, un veterano con el que jugaba –mal, yo– al billar en un venerable bar de Federico Lacroze y Alvarez Thomas me dijo algo revelador: “No me gusta el cine. Fui dos o tres veces en mi vida. Nunca más. Uno adivina todo. Mire, vi una película sobre una diligencia. Todo el tiempo, mientras rajaban de los indios, mostraban una de las ruedas, y uno, claro, la miraba, no podía hacer otra cosa, estaba ahí, sentado, y miraba la rueda. Y entonces adiviné todo: esa rueda se sale, por eso la muestran tanto. ¡Y se salió! En serio, igualito como yo lo había anticipado. Me levanté y me fui. Nunca más vi una película. ¿Para qué? Si uno adivina todo”. Con espectadores así, el cine se hunde. Años después me enteré de que el veterano se había pegado un tiro. Los otros veteranos del bar me contaron lo que solía decir durante sus últimos días: “Me aburro. Adivino todo. Nunca una sorpresa. La vida es un bodrio”. Lástima que se fue cuando la diligencia perdió esa rueda. ¡Quedaba tanto para ver! ¿Se defendían los pasajeros? ¿Los indios los rodeaban? ¿Llegaba a tiempo la Caballería? En el pueblo, después, ¿John Wayne mataba al villano? ¿Se iba con la mujer buena pero de vida turbia, con Claire Trevor? Es así, si la curiosidad y el asombro te abandonan, te abandona la vida, te pegás un tiro, y ahí sí, se acaba el mundo. Sólo algo más: si usted quiere ubicar esta larga digresión en el rubro “filosofía barata”, no se prive. La “b” de barata es la “b” de la Clase B. Filosofía barata es filosofía de Clase B y a esa gloriosa categoría pertenecen films como Cuando los mundos chocan o Los usurpadores de cuerpos o La noche de los muertos vivientes que expresan diversos y siempre espantosos finales del mundo.)

2. La Tierra se hace polvo
Cuando los mundos chocan tiene efectos especiales de George Pal, el genio que habría de hacer luego La guerra de los mundos, con esas naves marcianas con cuerpo de raya y cabeza de cobra ultravenenosa. Zyra, que es el satélite, no embestirá la Tierra, pasará muy cerca y esta cercanía desatará todo tipo de catástrofes climáticas. Luego, Bellum completará la obra. ¿Hay una salvación? Sí, pero para pocos. Un supermillonario paralítico y muy perverso ofrece su fortuna para fabricar una nave espacial y llegar a Zyra que, conjeturan, tal vez sea habitable. Se salvarán muy pocos, y todos norteamericanos, claro. Pero algo es algo. Fabrican la nave. Zyra pasa cerquita de la Tierra, rozándola casi y George Pal se luce con los efectos: una gran ola invade Manhattan (¡era 1951 y los yankis ya adoraban destruir Manhattan!) y estallan los volcanes, proliferan los terremotos, no queda nada en pie. La esperanza existe y es la nave que se arrojará hacia Zyra. Suben unas cuarenta personas, algo así. Pero (¡oh, terrible situación!) la cosa es por sorteo y una parejita adorable (un boy y una girl deliciosos) obtienen una suerte, por decirlo así, no simétrica: él gana y viajará, pero ella no. Todo se arregla. Al final el sabio bueno los hace subir porque... retiene en tierra al millonario perverso, viejo, feo, merecedor de la ira de Bellum. El viejo sabio tampoco sube a la nave y dice una frase postrera y profética y, en rigor, bastante biologista: “¡El nuevo mundo es de los jóvenes!” (“¡El nuevo cine argentino también!”, me dice un amigo péndex que tengo, cineasta, y al que intento convencer, no tan vanamente, eh, no tan vanamente, de la importancia que tiene un buen guión para hacer una buena película. Furioso, a veces, dice: “Godard, cuando iba a filmación, llevaba el guión escrito en el boleto del colectivo”. Y uno, que le tiene afecto, que le desea lo mejor, dice: “Pero era Godard. Vos, todavía, no”.) Y el “nuevo mundo” (Zyra) es un paraíso, vea. Es más lindo que la Tierra. Y ahí crecerán los hijitos de la pareja enamorada que felizmente se salvó. Y esos hijitos y sus hijitos y los hijitos de los hijitos se encargarán, minuciosamente, de aniquilar Zyra, de llenarla de industrias químicas, smog y explosiones atómicas. Pero esto no se dice en el film. Lo dice uno, de torcido y agreta que es.
Cuando los mundos chocan tuvo una aceptable remake en 1998, con una protagonista tan exquisita como exquisita es Téa Leoni, con Vanessa Redgrave dándose el lujo de actuar al puro shakesperean style, con Morgan Freeman como presidente (negro, sí, Freeman es un actor que, en general, hace de negro) de los Estados Unidos y con Maximilian Schell como papá de la muy edípica Téa, que elige morir con él, no salvarse y, abrazada a papi, verse venir una ola de –pongamos– trescientos metros y, ahí, amorosamente, decirle: “I love you, daddy”. Corresponde aquí (aunque el hombre no haya siquiera conocido ni sospechado el cine) el célebre comentario de don Cornelio Saavedra: “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”.

3. Otros modos de acabar con todo
Durante la Guerra Fría el cine encara el posible “fin” de dos modos: ideológico y nuclear. El ideológico se expresa por medio de los films de alienígenas o, más específicamente, marcianos, a los que se identifica con los comunistas. La obra maestra de esta modalidad es el film de Don Siegel Los usurpadores de cuerpos. Ya se ha dicho casi todo sobre esta gran película. En el final, el protagonista, Kevin McCarthy (que se llamaba como el temible senador paranoico y cazazurdos), se enfrenta a los autos de una autopista y a todos les grita: “¡Están aquí! ¡El próximo puede ser usted!”. El film es de 1956.
Pero el fin del mundo por la demencia nuclear es un subgénero valioso. Ahí está Doctor Insólito de Kubrick y la gran escena apocalíptica final con Slim Pickens galopando una atómica en el último rodeo de su vida y de la vida de todos. El mundo, sí, se acaba en Doctor Insólito. Luego, en 1964, Sidney Lumet hace Fail Safe con Henry Fonda y, en 1965, Richard Widmark produce y protagoniza, James B. Harris (el productor de las dos primeras grandes, enormes películas de Kubrick: Casta de malditos y La patrulla infernal) dirige (dirigió poco Harris, aunque luego haría una joya con el gran James Woods: Cop) y James Poe (un guionista genial) escribe una joya total: The Bedford Incident (traducida aquí torpemente como Al borde del abismo). Está en DVD, la vi otra vez hace apenas unos días con Diego Curubeto y quedamos pasmados: formidable película. Para algunos es la mejor que hizo Widmark. Al margen de esto es una bofetada feroz a la paranoia militarista yanki, un “Navy Captain” alucinado (indudable relectura de Ahab) persigue a un submarino soviético en las aguas heladas de Groenlandia, enloquece a su tripulación, ¡lo asesora un nazi que se ampara diciendo que sirvió sólo con el Almirante Canaris!, lo cuestiona un periodista negro (anotación de Curubeto: jamás se dice en el film que el periodista es “negro”, nadie lo menciona, ni lo ataca, ni es tema de nada, o sea, el film es verdaderamente antirracista) y, al fin, un joven teniente, aterrorizado, hundido en la demencia que el “Navy Captain” del Occidente libre introdujo en todos, presiona el botón equivocado. La última imagen es un hongo nuclear escalofriante, final.

4. Capitalismo y apocalipsis
Ahora hay una nueva versión del fin de todas las cosas. Se dice que es resultado directo de lo que Estados Unidos hizo con el Protocolo de Kyoto: mandarlo al demonio. Primero nuestras industrias, después la ecología. Primero la técnica, después el hombre o la naturaleza. El film se llama El día después de mañana, dirige Roland Emmerich y protagoniza Dennis Quaid. ¿Qué pasa aquí? Se derrite el Polo Norte. Estados Unidos paga sus culpas. Las aguas cubren su territorio y el presidente ofrece al patio trasero (la castigada América latina) perdonarle la deuda externa si recibe a los pobres yankis ateridos y, súbitamente, emigrados sin patria.
Pero no, la verdad es otra aunque se le parece y tanto se le parece que tal vez sea la misma. El artífice de la destrucción de la Tierra es el hombre. El tema es central en la filosofía y –en general– lo que se condena es la utilización de la Razón humana para someter la naturaleza por medio de la técnica. Estamos llegando al final de ese proceso. Marx admiró el poder destructivo de la burguesía. Voy a hacer algo contundente y (quién dice) si no “pedagógico”, sin duda ilustrativo. Que hablen los filósofos.
Marx (en 1848): “La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario (...) La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente las industrias de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción (...) Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización hasta a las más bárbaras (...) Las relaciones burguesas de producción y de cambio, toda esa sociedad burguesa moderna que ha hecho surgir tan potentes medios de producción se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desatado con sus conjuros”.
Marx (en 1867): “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo por todos los poros desde la cabeza a los pies”.
Adorno y Horkheimer (en 1940, California): “Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie”.
Heidegger (1935): “En una época en que el último rincón del mundo ha sido sometido a la dominación de la técnica y se ha hecho económicamente explotable (...) En una época como ésta las preguntas ‘¿con qué fin?’, ‘¿hacia dónde vamos?’, ‘¿qué vendrá después?’ estarán siempre presentes (...) La decadencia espiritual de la Tierra ha avanzado ya tanto que los pueblos corren el peligro de perder la última fuerza espiritual”.
Walter Benjamin (circa 1940): “(El ángel de la historia) ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”.
Cornelius Castoriadis (1990): “Esta destrucción irremediable sigue (...) La destrucción de los bosques tropicales en calidad de especies vivientes continúa. Las medidas tomadas para detener esa destrucción son irrisorias (...) La dominación del hombre no hace otra cosa que reproducir la vieja ilusión cartesiano-capitalista-marxista del hombre dueño y señor de la naturaleza –cuando el hombre es, en realidad, más bien como un huésped niño que se encuentra en una casa cuyas paredes son de chocolate, y que se dispuso a comerlas, sin comprender que pronto el resto de la casa se le va a caer encima”.
Volvemos al principio y ahora nuestro temprano enunciado tiene otra densidad, otra dramaticidad. Ni Bellum ni Zyra. No es necesario que ningún mundo dislocado venga a embestirnos. El hombre se embiste a sí mismo. La historia es la historia de su destrucción. “Ruina sobre ruina”, dice Benjamin. “Esta destrucción es irremediable”, dice Castoriadis. “La destrucción espiritual de la Tierra ha avanzado demasiado”, dice Heidegger. Y en el reportaje que concede a Der Spiegel, bajo condición de que se publique luego de su muerte, dramáticamente afirma: “Sólo un dios puede salvarnos”. Para él, en 1933, ese dios fue Adolf Hitler. Será deseable que si hoy nos concede la ventura de aparecer sea, al menos, otro. Otro que, en principio, logre que Bush pierda el poder escalofriante que tiene y que, si hay un nuevo Protocolo de Kyoto, Estados Unidos no falte. Si no, entre otras cosas (la Tierra, por ejemplo) se acaba el cine. Y eso, para qué negarlo, sería muy triste.

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