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Domingo, 6 de junio de 2004

PLáSTICA

El último suspiro

Inspirada en las revistas norteamericanas de ciencia ficción y literatura fantástica de los años veinte y treinta, Historias asombrosas, la nueva muestra de Sebastián Gordín, reversiona ese legendario sensacionalismo gráfico en una colección de acuarelas burlonas y frágiles donde destella, acaso por última vez, un mundo que pudo ser y no fue.

POR MARIA GAINZA

Los sacudones metafísicos no avisan: Alicia se cayó del otro lado del espejo, un tornado arrastró a Dorothy con casa y todo por los aires y Jim Morrison, para probar, se tragó un peyote, y el viaje fue tal que le dio material para varias canciones. A Sebastián Gordín no le pasó nada tremendo. O si le pasó, no llegó a enterarse. Sus imágenes de un mundo reducido como cabeza de jíbaro se le aparecieron de a poco, pero, a diferencia de otros viajes, éstas llegaron para quedarse. Entre ellas instaló entonces su vida, como quien arma una carpa en terreno descampado –porque la vista es buena y hay pocos turistas–, y por ahí anda hoy todavía. Pueden dar fe quienes lo visiten.
La serie de acuarelas sobre papel tamaño oficio –las Historias asombrosas– son de una melancolía penetrante, ésa que no aplasta sino que invade, igual que invade las pistas de baile en las películas norteamericanas al final de la canción, cuando la mitad de los globos yace desinflada en el suelo y la otra mitad rebota al roce de los tacos y mocasines de parejas que vuelven a sus mesas en busca del whisky, donde el hielo ya se derritió. Es curioso –o no tanto– que semejante desolación proceda de unas imágenes burlonas y disparatadas inspiradas por tapas de revistas norteamericanas de ciencia ficción y literatura fantástica de las décadas del veinte y del treinta. Pero Gordín, que nunca es grandilocuente y mucho menos acá, logra disfrazar con humor las tragedias más desesperanzadoras. Vean ese personaje que almuerza una flor mustia bajo el título alarmante de “Amazing Stories”; ese ejemplar de “Wonder Stories” donde un adolescente enervado raya con un cuchillo su vinilo de Sgt. Pepper; ese hombre atado al caparazón de una tortuga gigante y el anuncio de “Famous Fantastic Mysteries” –todas siluetas trazadas con la fragilidad de las acuarelas, con esa seducción que tiene el color cuando se diluye y desaparece, casi, en el agua–, y después digan si no dan ganas de correr a abrazarse fuerte del primero que pase. Lo que más atemoriza no son los zombies venidos de Marte ni la venganza de la araña pollito sino esa extraña cotidianidad.
Aunque Gordín parece apenas notarlo, hay en sus obras un talento para crear climas que a veces hace pensar en el cine, inevitablemente. Su acuarela de un hombre y un piano sobre un carrito tirado por un burro tiene algo de Una historia sencilla de David Lynch, con su granjero sobre su cortadora de pasto en medio de la ruta: la posibilidad de hacer irrumpir el disparate en medio de la rutina diaria como si nada, al punto de que uno termina dándolo por posible. Lynch, que, como Gordín, también tiene un fuerte vínculo con el comic, imaginó una historieta, El perro más enojado del mundo, donde tres viñetas retratan en anamorfosis a un perro atado y aturdido que parece aplastado sobre el piso. Son siempre las mismas tres viñetas; lo único que cambia son los diálogos que el perro mantiene consigo mismo. A veces Gordín, haga lo que haga, parece estar girando una y otra vez sobre los mismos climas, pero siempre, invariablemente, busca otra forma de decirlo.
La nostalgia de Gordín apunta a un pasado concreto que podría fecharse entre 1920 y 1960, años en que la fe helada en el progreso del hombre se derrite y sobreviene el desencanto. Como esa anécdota –contada por el artista– sobre el extravagante proyecto de Tatlin para la Tercera Internacional Socialista: una torre espiralada y grandilocuente, del tamaño del Empire State, que se suponía albergaría salas de reunión, oficinas y un centro de información, todo rotando a distintas velocidades, mientras las noticias del día y los slogans revolucionarios se proyectarían contra las nubes. Todo tan pretencioso como imposible de construir. De hecho, el mismo día en que se exhibió la maqueta hizo falta un niño que accionara la manivela para que la torre girara: se había roto el motor.
Así, sus imágenes retienen algo del mundo que pudo ser y no fue: como la cadena inglesa de cines Odeon, que en su momento de gloria llegó a inaugurar una sala por semana y que Gordín decidió inmortalizar en unasconstrucciones a escala que recuerdan a gigantes abandonados, o en su reconstrucción de 2001, Odisea del espacio, con esos tipitos fantasmales de poxilina manejando máquinas que ya sabemos ingobernables.
“Mi trabajo refleja un renovado último intento por dominar el mundo. La pretensión o facultad de inventar un mundo tal como lo imagino”, comentó el artista en una entrevista con Roberto Jacoby. La idea de espacio encerrado y contenido hace de la obra de Gordín una cosmología autosuficiente. Alguna vez hizo una reconstrucción del ICI, con instalaciones y todo, en una caja de zapatos, y después se colgó la caja del cuello y salió a la calle con una linterna de minero en la frente a ofrecer a los transeúntes una visita guiada por las salas de exhibición de su mini ICI. Esa necesidad de estar en control de espacios acotados –la misma que empuja a los niños a esconderse en roperos o en casitas montadas en las ramas de los árboles– se reinventa en el universo Gordín.
Sus cajas de madera con mirillas se apropian de un mundo que no se expande, infinito en aventuras, sino que se cierra bajo su mano. Pocas imágenes más seductoras que esos interiores –que sabemos cerca, pero se muestran lejos– contemplados a través de una lente que deforma: un salón de fiestas de Lyon, la pileta de la calle Pontoise, el hall de una sala de cine, el interior del Luna Park. Y –como en Kubrick– esa sensación de encierro metafísico en un espacio gigantesco, y la noción clara de que el artista podría haber seguido así, reproduciendo el mundo entero dentro de cajitas mágicas, pero no.
El año pasado, Gordín mostró en la Fundación Telefónica un par de maquetas que surgieron de su interés por Frankenstein y terminaron un poco más lejos: Cuesta abajo mostraba a dos gendarmes arrastrando a la hoguera a un muñeco de nieve. En Justine, una plaza europea de siglo XVII presentaba el momento posterior a una ejecución. Su Carroll Borland, una actriz de cine norteamericano de los años cuarenta, rígida como koré griega y enfundada en un vestido blanco, con las crenchas negras colgándole sobre los hombros y unos ojos azules titilantes, parecía, más que una vampiresa, una novia abandonada en el altar. Pero allí, a diferencia de aquí, el lugar –con esas correntadas que entraban y dispersaban el clima– le jugaba en contra.
“Todos dicen lo mismo”, comenta Gordín, aludiendo a que las lecturas de sus obras siempre abrevan en las mismas fuentes: las reproducciones de revistas viejas, las películas de terror, el cine clase B, las historietas (esa cosa pesadillesca de seres diminutos asediados por edificios monstruosos, como en el Little Nemo de Winsor McCay). De tan tremendo cóctel podría haber surgido un artista omnívoro y exhibicionista, de chispazos tarantinescos. Pero mientras Tarantino juega al niño entusiasmado por mostrarle a la maestra todo lo que absorbió, Gordín cultiva la discreción. Su interés por el Pulp Fiction –ese género de revistas publicado en papel barato entre los años veinte y cincuenta, donde por un par de monedas los norteamericanos escapaban de las angustias de la Depresión y las guerras venidas y por venir– es menos un homenaje que un suspiro. Así, cuando ilustra el Libro de la Selva para una película en filmación de Eduardo Raspo, cuando inserta sus acuarelas de un Mowgli dark, como dice él, entre las páginas de una edición antigua, imitando el papel hasta que lo viejo se vuelve indistinguible de lo nuevo, Gordín está dejando en claro que su intención de camuflarse en el pasado es su forma más directa de entender el presente.
Un día, Gordín hizo un muñeco de nieve con un hilo de sangre que le surcaba el rostro; llevaba en brazos, al estilo Pietá, un bebé mitad pingüino mitad mutante. Le salió tan dramático que alguien, probablemente arrobado por la visión, optó por robárselo. Tiempo después, preguntándose qué sería de la vida de su muñeco, Gordín se imaginó la obra Quién mató a quién, donde el pingüino volvía, ya crecido, pero esta vez llevando él en brazos a Gordín. Un típico remate Gordín: el artista víctima de sus propias creaciones. Y a decir verdad, a veces –más que nunca en estasacuarelas– algo del humor melancólico y poco pretencioso de Gordín se acerca en su tono al clima del último bloque de Los Angeles de Charlie, en el que ese trío inverosímil de chicas de brushings perfectos se reían, despatarradas en un sillón, al término de la más alocada aventura.

Historias asombrosas, de Sebastián Gordín. Hasta el 11 de junio en la Galería Ruth Benzacar, Florida 1000.

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