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Domingo, 14 de noviembre de 2004

CINE - SARABAND, EL CONMOVEDOR REGRESO DE BERGMAN

La verdad desnuda

A los 86 años, Ingmar Bergman vuelve con los personajes de Escenas de la vida conyugal treinta años después para devolverle al cine eso que hace tiempo no tiene.

 Por Horacio Bernades

Es como si hubiera resuelto despedirse del cine mediante un concentrado de sí mismo. Una extrema condensación, no sólo de su mundo sino también de su estilo, su intransferible manera de ver. La película que Bergman filmó a los 86 años genera una intensa melancolía anticipada, un sentimiento de pérdida avant la lettre. Bergman va a morir. Cuando haya muerto, habrá desaparecido con él un modo de mirar, de escrutar a sus personajes, que llega a hacerse doloroso de tan intenso. Un compromiso con la interioridad que reconoce escasos parangones en toda la historia del cine. Y que –¡ay!– no deja ni un solo heredero. Sin Bergman, el cine se habrá empobrecido, habrá perdido una hondura que es como la de un taladro eléctrico haciendo su tarea, implacablemente, sobre el reseco terreno de lo humano.
Habrá que pedirle perdón al lector por este réquiem anticipado y sin duda inoportuno, sugerido seguramente por una melancolía fuera de lugar. Porque de lo que se trata, aquí y ahora, es más bien de festejar, de celebrar, de gozar del último Bergman. Gozar dolorosamente, claro: esto es Bergman, recuérdese, y no una comedia musical. Convendrá darle a la palabra último el sentido de más reciente, no de postrero, para poner en su lugar el impacto que produce Saraband. Un impacto que es de la más pura naturaleza cinematográfica. Esa que remite a la impresión causada por unas imágenes, unas relaciones entre personajes, unas tiradas confesionales que son, en todos los casos, todo lo descarnado que se puede ser en cine.
Como lo había hecho ya en Escenas de la vida conyugal, y antes en películas como La sed, El silencio, Gritos y susurros, el trabajo de Bergman en Saraband es de un profundo desbroce, un radical y progresivo despojamiento de todo lo que sea suntuario, para que quede sólo el hueso, la emoción pura, la herida. Ese despojamiento está ya en la base misma del proyecto, que, de modo muy semejante a Escenas de la vida conyugal (pero tal vez más matemático y riguroso) reduce todo a lo esencial. Cuatro únicos personajes en una sola casa. Una casa en medio de un bosque solitario, y el bosque en una isla, como para llevar al límite las condiciones de austeridad. Dos horas escandidas en diez escenas, que son otros tantos duetos. De escena en escena, los integrantes del dúo van rotando, pero no hay una sola en la que lo que está en juego no sea lo más denso y profundo, lo más básico y hondo.
Se reencuentran Johan y Marianne después de 30 años, y aquí el tiempo cinematográfico coincide deliberadamente con el real, ya que Bergman filmó Saraband en el 2003, y Escenas de la vida conyugal es de 1973. No es el único dato que permite vincular lo que algunos llaman intradiegético con lo que queda afuera: Johan dice tener 86 años –la edad de Bergman– y la Ullman, en el personaje de Marianne, acusa 63. Dos menos de los que tiene en realidad: pura coquetería femenina. Sin embargo, esta vez a Bergman parecen interesarle menos los protagonistas de Escenas ... que una pareja nueva, que no aparecía en aquella película. Es la integrada por Henrik, hijo de un matrimonio anterior de Johan, y su hija Karin. Un triángulo, en realidad, ya que a partir de determinado momento queda claro que lo que une a Henrik y Karin es un fantasma, cuya presencia es más poderosa que la de ellos mismos.
Ese fantasma es Anna, esposa y madre sobre cuya imagen (una única imagen, la de un retrato en blanco y negro) Bergman vuelve una y otra vez reiterada, obsesivamente. Una nueva condensación, no sólo porque el nombre de Anna es en la obra de Bergman un eco tan omnipresente como el de Karin (Anna se llamaba su madre; Karin, una de sus hijas) sino porque esa obra estuvo dominada desde muy temprano por la figura de la mujer. Ya se sabe que en el cine de Bergman los hombres fueron siempre débiles, egoístas y tiránicos, mientras que las mujeres tendieron a ser fuertes, poderosas, frecuentemente generosas. Saraband lleva al extremo, tal vez a su grado último de literalidad, esta división del trabajo sensible según Bergman. Johan y Henrik se odian visceralmente, y a su vez, su capacidad de amar se ve reducida por su infidelidad (en el caso de Johan) o por su voluntad de posesión (en el de Henrik). Contrariamente, Marianne funciona como testigo sensible de las desdichas ajenas, oído absoluto para sus confesiones. Karin, esclava de su padre (incluso en el terreno sexual, tabú que Bergman no había osado infringir hasta ahora) terminará por liberarse de él, mientras Anna todo lo preside, todo lo baña. Como una fuente de luz, infinita e incesante, aun después de muerta. Se dirá que la visión que Bergman tiene de las mujeres en Saraband está fuertemente ligada al rol materno o al de víctima, y es posible que así sea. Pero lo que aquí se juega importa menos en términos ideológicos que dramáticos, ya que este mundo de interiores cerrados y continentes es, sin duda, de naturaleza uterina. Como en Gritos y susurros, El silencio y todas esas otras fábulas igualmente cóncavas.
Lo uterino en Bergman permite contener, suavizar, limar y confrontar la pulsión contraria y masculina, expresada en esa implacable visión del mundo como valle de lágrimas. Un mundo sobre el cual parecería seguir rigiendo el severo dios del protestantismo, que todo lo pune y castiga, y que al pequeño Ingmar le impuso su padre, el pastor. Pero no es éste el legado cuya pérdida más habrá que lamentar a la muerte de Bergman. Al fin y al cabo, el cine es menos una visión del mundo que un modo de representarlo, de acercarse a él, de ponerlo en escena. Y es en ese terreno donde Saraband vuelve a funcionar, con máxima intensidad, como un revelador de aquello que al resto del cine le está faltando.
El despojamiento y la concentración de Bergman se manifiestan, tal vez con mayor fuerza que nunca, en las operaciones de puesta en escena que el realizador lleva a cabo, todas ellas conducentes a quedarse sólo con lo único que le interesa verdaderamente, y que busca en el más enterrado interior de sus personajes. De nuevo podrá atribuirse a la intensa marca que la formación protestante dejó en Bergman, esa idea de que para llegar a la verdad es necesario confesarse, hundirse a fondo en el dolor, enfrentarse con los peores pecados y expurgarlos. Otra vez, importa menos esta matriz ideológica que sus resultados dramáticos.
Los resultados están a la vista. En Bergman, la palabra es siempre profunda, esencial, reveladora. Para no hablar de la imagen, con esos planos que parecen destinados a extirparles a los personajes la última gota de verdad, la emoción más soterrada, el hueso mismo del alma. Todo lo cual adquiere su manifestación última y más decantada en esos acercamientos al rostro de sus actores. Reinvenciones del primer plano, con las que lo arranca de la perezosa gramática televisiva para devolverlo a su reino más definitivo y elocuente: el del cine. Como sucediera antes con todas sus protagonistas mujeres, los primeros planos que en Saraband Bergman le dedica al rostro de Liv Ullman no sólo son una ventana abierta a un devastador paisaje emocional sino que se inscriben, además, entre los momentos de más puro cine que se hayan visto en mucho tiempo.
Para llegar a ese resultado, Bergman procede del mismo modo que Henrik, cuando –en uno de los más intensos duetos de esta zarabanda– despeja el terreno, como quien ejecuta un ritual arcaico, para escuchar la íntima confesión que su hija está por hacerle. Corre los muebles, desplaza el cello y el arco, se acomoda en su asiento. Luego escucha, intensamente. Ultima, sencillísima lección de puesta en escena del maestro, destinada al fracaso más absoluto: no hay allí, en ninguna butaca, nadie que esté en condiciones de aprender eso y aplicarlo. Los dinosaurios mueren solos, sin dejar descendencia.

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