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Domingo, 14 de noviembre de 2004

PLáSTICA 1

¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?

Andrés Sobrino o cómo llegar al hueso de la pintura con planos de color, pintura vial y cintas de embalar

 Por María Gainza

Una tarde de 1897 Stéphane Mallarmé le leyó su último poema a Paul Valéry. Más tarde, Valéry describiría aquella experiencia como una obra de arte: “Leyó casi para sí mismo, en una voz muy baja y pareja, sin el menor efecto ni artificio. La voz humana puede llegar a ser tan hermosa cuando se encuentra cerca de su origen”. Fue una lectura cercana al silencio y lo que Valéry entendió desde entonces debía ser el piso de toda gran obra.
Cuando Andrés Sobrino trabaja sobre sus pinturas, pareciera buscar algunas de esas cualidades. Tan así que la suya no es una búsqueda donde menos termina siendo más, sino –y antes que nada– el concentrarse en “lo mínimo imprescindible” como base de una experiencia artística. Porque más que exponer el fin de la pintura o su agotamiento, Sobrino intenta llevar la pintura lo más cerca posible al hueso y para eso elige materiales industriales –cintas de embalar, pintura vial, asfáltica, vinilos– con las que compone, sobre tablas, rigurosas bandas geométricas. Y es curioso, pero con el tiempo, presentar sus elementos así, tan poco preparados, tan indefensos, tan lejos de toda ilusión, le ha permitido encontrar algo como su verdadero ritmo interno.
Hay dos zonas calientes en una pintura: una son los límites; la otra, la superficie. La obra de Sobrino se juega en esta última. Planos de color disonantes, en combinaciones difíciles: amarillo, negro, verde y marrón; azul, blanco, negro y verde; marrón, azul y negro. Él habla de vomitar lo que le sale, comentario que frente a una obra de tal rigor geométrico nos sobresalta, más cuando uno se empeña –torpemente– en equiparar rigor con frío antes que con emoción. Es que las categorías de Sobrino siempre se embarran, sugieren sistemas y teorías donde no las hay, básicamente porque al artista no le interesan. Y es mediante su privada antiexpresividad, allí donde algo termina expresándose: las raíces profundas que echa la pintura en nuestra mente, su concordancia con una gramática de nuestra imaginación.
Sobrino dice que todas sus decisiones son previas, metódicamente llevadas a cabo, y que generalmente cuando termina, se aleja para ver qué pasa. Algo pasa. Todos los dictados del modernismo están ahí: en esas pinturas planas donde el color es idéntico al soporte, al punto de trasmitir una sensación de unidad. Y además está la cinta de embalar que lleva en la historia de la abstracción una identidad casi mítica: de Mondrian a Newman a Robert Ryman. Pero mientras éstos trabajaban mediante planos que muchas veces sugerían un espacio exterior, una suerte de abstracción sublime, las de Sobrino llaman la atención sobre el objeto en sí: sobre las marcas que deja la pintura, sobre la textura de la cinta, sobre el choque de colores y hasta sobre la fuerza de gravedad que sostiene esas bandas ahí paraditas.
Las de Sobrino son pinturas empapadas en cultura popular que recuerdan cuando Blinky Palermo componía sus obras, por los años 60, a partir de grandes pedazos de tela monocroma que les compraba a las modistas y que luego cosía en bandas sobre los bastidores. Imágenes así, saturadas de las marcas de su tiempo, llevan el pulso de una era. Al punto de que Sobrino ha aprendido a dejar que sus pinturas actúen por sí solas. Pero que esa geometría no engañe. Porque la distancia que elige el artista habla más sobre respeto que sobre desapego: es el tacto que uno exhibiría al evitar hacer ruido frente a un sonámbulo que camina por el borde de un precipicio.

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