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Domingo, 21 de noviembre de 2004

Iúspik espánish?

Por Andrés Neuman
No sé cómo llamar a la lengua que hablo. La primera mitad de mi vida transcurrió en la Argentina, y la segunda mitad ha transcurrido en España. Con ambas orillas a cuestas, contemplo interesado los debates acerca del Congreso de la Lengua o acerca de su nombre: ¿por qué lengua “española”? ¿Por qué “la”? ¿Por qué por qué?
En un artículo publicado en este mismo diario, Alberto Ferrari Etcheberry se preguntaba por el cambio de nombre del idioma (de castellano a español) y se remitía a la Constitución española, que se refiere al “castellano” como lengua oficial del Estado. ¿Por qué los latinoamericanos han de llamar español al mismo idioma que vascos o catalanes, ciudadanos de España, denominan castellano? El artículo concluía alertando sobre la españolización del habla y pidiendo que cesasen las “pavadas” como cambiarle el nombre a una lengua “después de siglos”.
En realidad, cuando hace siglos el español Nebrija compuso la primera gramática “castellana”, lo hizo bajo un principio nada inocente: la salud de la lengua es la salud del imperio. Por entonces no existía nada parecido al Estado español y su actual estructura de autonomías. Estructura que, tras la pesadilla del centralismo franquista, aloja un conflicto: ¿cómo articular un Estado que habla cinco lenguas (contando el asturiano) y cuyo origen se remonta a una federación de reinos distintos? Mientras argentinos o colombianos no necesitan discutir acerca de cuál es su lengua oficial, la España democrática se topa con un borde caliente: si decimos “español”, muchos catalanes bilingües se sentirán molestos porque, estando su Autonomía tan incluida en España como cualquier otra, su lengua materna y oficial no es necesariamente la española. Pero si decimos “castellano”, una legión de canarios, murcianos o andaluces manifestarán su hartazgo sureño: ¿por qué seguir identificando el idioma español (así llamado por ser el único presente en todas las Autonomías del país) con el habla castiza de Castilla?
Se trata de un problema de centralismos históricos y de tendencia opuesta. El franquismo recurrió a la épica castellana para perpetrar su iconografía imperial e inventar esencias nacionales; por eso hoy un español progresista recela de la idea de Castilla como semilla de identidad común. España se debate entre su identidad nacional y su identidad lingüística. Muchos vascos, catalanes y gallegos son bilingües, de modo que oficializar una diferencia entre “español” y “gallego” generaría contradicciones. De ahí que la Constitución eligiese, por política interna, el término “castellano”. Y de ahí que sea inexacto trasladar este dilema al contexto latinoamericano.
Podría pensarse que el afianzamiento del “spanish” responde al auge económico de España, algunas de cuyas empresas se han convertido en inversoras (y esquilmadoras) globales. Carabelas y teléfonos al margen, el fenómeno es anterior a todo eso. De hecho, el “boom” latinoamericano de los ‘60 influyó decisivamente en el auge del “spanish” en todo el mundo, haciendo que muchos estudiantes aprendieran la lengua en el continente americano o con profesores latinoamericanos. Desde entonces, la Real Academia se ha esforzado en descentralizar sus conceptos. Esta evolución se percibe en el ingente número de americanismos incorporados a las últimas ediciones del diccionario, y en el diálogo con las demás academias.
Mucho han cambiado las cosas desde que Américo Castro recibiese la genial reprimenda de Borges, cuyo artículo “Las alarmas del doctor Castro” refutaba hasta el ridículo el estudio “La peculiaridad lingüística rioplatense” y su Primer Mundo Lingüístico. No casualmente, la última gramática académica se publicó por la misma época que aquel libro de Castro; para el próximo año se anuncia una nueva versión de esa gramática. Cabe añadir que en la Argentina, mientras se recela del léxico español, se emplean infinidad de anglicismos del imperio USA: flash, transfer, check-in, down... A veces uno huye de Guatemala y se va a Guatepeor. Entonces, ¿en qué corno hablamos? En mi escuela argentina había una materia denominada “Castellano” y, sin embargo, nos enseñaban a conjugar el “tú” y el “vosotros” tan españolamente. Ya en España, en mi colegio alguien sagaz prefirió eludir el dilema: esa materia se llamaba “Lengua” a secas. Quizá debamos conformarnos aceptando que la diversidad de la lengua empieza en su nombre. Y celebrar que, por encima de dialectos y nomenclaturas, 400 millones de perplejos podemos entendernos (y debatir, y hasta enojarnos) en una hermosa lengua común. ¿Iúspik espánish? Más o menos.

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Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) vive en Granada y ha publicado, entre otros, el libro de cuentos El que espera y las novelas Bariloche y Una vez Argentina, ambas finalistas del Premio Herralde y editadas por Anagrama.
 
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