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Domingo, 12 de mayo de 2002

RESCATES

El corte inglés

¿Qué relación había entre los recurrentes viajes de James Bond al Caribe y el nacimiento de la política exterior norteamericana? ¿Cuáles eran las relaciones entre Ian Fleming y Kennedy? ¿Por qué 007 despreciaba por igual a la CIA y a la KGB? Para acompañar la reedición inglesa de las novelas de Bond, el periodista Cristopher Hitchens publicó el siguiente ensayo sobre la ignorada actualidad de Fleming, su capacidad para recrear como nadie la atmósfera mental y moral de la Guerra Fría y el ojo que tenía para anticipar hitos como los carteles colombianos, la mafia rusa y el mundo de Osama Bin Laden.

Por Cristopher Hitchens
Hay muchas razones que explican la inmensa popularidad de los clásicos de 007. Una de ellas es sin duda la amorosa preocupación que muestran por lo que ahora llamamos la cultura “de diseño”: las marcas, los logos y la exhibición de productos que, por persuasivos y deseables que hoy puedan resultarnos, en la post-austeridad de los años ‘50 eran atrevidos y refrescantes.
Y así como Q soñó todo tipo de artefactos para 007, el propio Bond, a su vez, fue “diseñado” para ser el héroe solitario de Occidente. Fleming no la iba con las ambigüedades morales ni con las oscuras transacciones de los agentes de Graham Greene o John Le Carré: Occidente era el Mundo Libre y punto (aunque a veces hubiera algunos momentos de caballerosa duda). Cada línea que escribió sirvió de propaganda, abierta o subliminal, para la gran contienda con el comunismo, y a eso se subordinaron todos los otros temas, del racismo al sadismo.
Fleming escribió (y a veces emplazó) las novelas en el Caribe. El nombre James Bond, de hecho, se lo robó al autor de una guía de ornitología caribeña. Incluso invitó a su vecino, Sir Noël Coward, que pasaba sus veranos en una mansión propia en Jamaica, a que interpretara al Dr. No en el primer film de Saltzman-Broccoli: la fría negativa de Coward debió ser algo digno de ver, casi tanto como su actuación –en caso de que hubiera accedido.
Si el archipiélago de las Indias Occidentales tiene aquí alguna importancia es porque entonces era una de las pocas regiones del globo donde el imperialismo británico todavía rivalizaba con los emergentes Estados Unidos. Ian Fleming se había dedicado a las “relaciones especiales” por necesidad, debido a los imperativos del anticomunismo. (Durante la Segunda Guerra Mundial fue a Washington enviado por la inteligencia de la Marina británica y redactó un largo memorándum sobre las maneras en que Londres podía ayudar a los norteamericanos a instalar sus propias agencias secretas.)
Pero, como mucha otra gente relacionada con “los servicios”, Fleming no era un especialista en relaciones especiales desde el punto de vista cultural. Bond reacciona con airado disgusto cuando Tatiana Romanova compara su apostura con la de una estrella de cine norteamericana (“¡Por Dios, ése es el peor insulto que se le puede asestar a un hombre!”), y en un cuento algo olvidado, “The Quantum of Solace”, no tiene mejor idea que simpatizar con la causa de los rebeldes cubanos que debía sabotear.
A veces Bond hace concesiones en virtud de su afecto por Felix Leiter, temerario hombre de la CIA, pero está claro que la determinación, la integridad y el coraje de los británicos superan holgadamente sus equivalentes en dinero y tecnología yanquis. (La misma opinión profesa el General Vozdvishenky durante la gran conferencia de conspiradores que abre De Rusia con amor.) Cuando al final de Goldfinger Bond salva de la contaminación las bóvedas subterráneas repletas de lingotes de Fort Knox, lo que hace es derrotar a los norteamericanos no sólo en su propio juego sino también en su propio terreno.
Accidentalmente, o tal vez coincidentemente, la millonaria norteamericana que se casó con Lord Curzon –encumbrándose en la escala formada por las alianzas matrimoniales entre dinastías inglesas como los Churchill y familias norteamericanas como los Vanderbilt y los Astor– se llamaba Mary Leiter. De modo que es bastante oportuno que Sir Anthony Eden eligiera para recuperarse la casa jamaiquina de Fleming en Goldeneye, después de que Washington le bajara el pulgar al imperialismo británico en Suez, en 1956.
Fleming sobrevivió a la debacle y en 1960 volvió de visita a Washington, donde conoció al presidenciable John F. Kennedy y le propuso varios planes para eliminar a Fidel Castro. En marzo de 1961, la revista Life informabaque De Rusia con amor ocupaba el noveno puesto en el decálogo de libros favoritos del nuevo presidente.
Sin embargo, el poder persistente de estos libros –especialmente de los tres clásicos mencionados– se debe, parcial y paradójicamente, al modo en que se apartan de la típica imaginería de la Guerra Fría. Bond no se enfrenta sólo con el insomne y malvado comunismo moscovita sino también con subespecies metastásicas de monstruos con forma humana que, en cierto sentido, trabajan por su cuenta. Los ejemplos más obvios son el Dr. No y Goldfinger, pero ése es el caso también del asesino psicótico Donovan Grant en De Rusia con amor. Grant es una suerte de ex militante del Sinn Feinn que desaprueba todos los exámenes ideológicos del partido hasta obtener la siguiente calificación: “Valor Político: Nulo. Valor Operativo: Excelente”. Gracias a alguna intuición latente, Fleming fue capaz de trascender las limitaciones de la ficción de espionaje y anticipó el ambiente de los carteles colombianos, de Osama Bin Laden y hasta de la Mafia Rusa, así como la idea pesadillesca de que algún fanático megalomaníaco pudiera apoderarse de un puñado de armas nucleares.
Desde entonces, la Guerra Fría se ha convertido en un cliché maniqueo, pero para los lectores más jóvenes, capaces de comprender mejor el cliché que la realidad, no hay forma más segura de recrear la atmósfera mental y moral de ese período que pegarse una británica zambullida en las aguas que Bond infestó. ¿Quién recuerda hoy el odio que la oficialidad angloamericana sentía por la Francia de De Gaulle, ese factor débil y traicionero alojado en el interior de la alianza occidental? En Goldfinger y De Rusia con amor, el vecino del otro lado del Canal de la Mancha aparecía representado como la encarnación de la perfidia, atravesada de medio a medio por simpatías comunistas.
De aquí derivan al menos dos grandes inverosimilitudes: insólitamente, la espectral Rosa Klebb corre el riesgo de presentarse en París para enfrentar a su némesis, y Goldfinger entierra un lingote de oro a orillas de un río de la campiña francesa –seguramente una forma bastante engorrosa de subsidio– para financiar la subversión local.
Pero contrariando estas digresiones improbables, Fleming describe a la Klebb como una mujer distinguida en la Guerra Civil Española y agrega incluso que fue amante del líder del POUM Andrés Nin, a quien traicionó. Lo que demuestra que Fleming tenía un conocimiento detallado de las maquinaciones estalinistas, mucho más del que podría haberle exigido la mayoría de sus lectores. Su sutileza de infiltrado, tan visible en detalles como el uso que los rusos daban a sus subordinados búlgaros, era un elemento determinante para su credibilidad y contribuía a enmascarar las debilidades de la trama. (¿O alguien puede jactarse de entender cómo hace Bond para colocar esa cigarrera entre su pecho y el arma de Donovan?)
De Rusia con amor, Dr. No y Goldfinger muestran a Fleming en su mejor forma: los mejores villanos, los mejores asesinos y las mejores chicas. (Recuerdo a Kingsley Amis diciendo que Crab Key era la ambientación de ficción más excitante con la que jamás se hubiera cruzado.)
El secreto de estos tres éxitos se basa en una rareza personal: Fleming logra efectos grotescos haciendo que los malvados no sean física sino sexualmente repelentes. Con mucha inteligencia, tanto en Goldfinger como en Donovan y el Dr. No, lo que eriza la piel es la insinuación de una cierta asexualidad. En otros casos, como el de Rosa Klebb, Fleming hace hincapié en la perversidad y la inversión. Y hay que notar que bautizar a un personaje Pussy Galore (“Muy Marica”) le valió Fleming la acusación de homofobia.
Hay que decir que en asuntos de androginia Fleming era bastante ambiguo. Coward, de hecho, le escribió una carta burlona después de leer un pasaje donde dice que el trasero de Honeychile Ryder es “tentador y varonil”: “Séque en estos días todos estamos abriendo un poco nuestras mentes, pero francamente, querido amigo, ¿en qué estabas pensando?”.
Sólo podemos imaginar la reacción del viejo pícaro si hemos prestado atención al modo en que describe el trasero de Tatiana Romanova: “Mirándola de atrás, un purista la habría desaprobado. Sus músculos estaban tan endurecidos por el ejercicio que había perdido la suave curva femenina, y ahora, redondeado por atrás y chato y duro a los costados, su trasero sobresalía como el de un hombre”. (Quizá por buenos y suficientes motivos, Fleming nunca aborda a Miss Pussy Galore desde esta perspectiva.)
También nos preguntamos cómo habrá reaccionado el hombre que escribió y cantó “Matelot, matelot” al leer esto: “Bond se sentó y recorrió el tranquilo rostro del marinero que amaba, honraba y obedecía”. A fines de los años ‘50, los lazos entre hombres en el Servicio Secreto Británico no se habían convertido todavía en el recurso simpático que quedó como marca de la no-ficción ulterior.
Fleming se tomaba su sadismo en serio y se demoraba con voluptuosidad ensayando elaboradas torturas mortales. Una y otra vez, cuando podrían liberarse de su némesis con un tiro en la cabeza, los antagonistas de Bond prefieren sentarlo (o atarlo) y hablarle con lascivia del espantoso destino que les espera, nunca sin revelar sus planes en el camino. Este ingrediente es esencial para la receta; también apuntala oscuras debilidades de la intriga e ilustra lo que yo llamo “el principio de indiferencia temeraria” que potencia a tantos thrillers cinematográficos y literarios. Así como los villanos muestran poca preocupación por su propia seguridad, Bond a menudo se pone en peligro y olvida todas sus destrezas. (¿Por qué se queda en el tren después de eludir a sus perseguidores y escapar de Estambul? Sólo por el bien de la trama.)
He hablado antes del contraste que ofrece Fleming entre galantería e iniciativa, y el peso de la organización y la burocracia. Es una acusación de la que ha hecho víctimas tanto a norteamericanos como a soviéticos. La encantadora figura de Darko Kerim, uno de los mejores maquinadores desde Greenmantle, proporciona otra ocasión para hacer comparaciones: “Bond se alejó. Reflexionó brevemente acerca de la forma en que los rusos administraban sus centros, con todo el dinero y equipamiento del mundo, mientras el Servicio Secreto les oponía un puñado de aventureros mal pagos como él, con su Rolls de segunda mano y la sola ayuda de sus hijos. Y sin embargo había logrado echar a Kerim de Turquía. Quizá, después de todo, el hombre adecuado fuera mejor que la máquina adecuada”. (El Rolls de segunda mano es un detalle especialmente revelador.)
Alguien dijo alguna vez que los ingleses se pueden dividir en Puritanos y Caballeros (los dos bandos que libraron la Guerra Civil inglesa). Bond es eminentemente un Caballero, como espadachín, como animal político y, sobre todo, como monárquico convencido (y tan monárquica como él es su ama de llaves May, ese tesoro de mujer escocesa que quizás haya escondido a Bonnie Prince Charlie entre unos arbustos). Pero –también como May y como su adorada M–, Bond posee muchas características puritanas. Es antimoderno por naturaleza, sospecha del hedonismo y la decadencia, y aun su galantería presenta aspectos misóginos. Entonces, y para volver al principio, su identificación con las chucherías y la afectación es sólo una de las pequeñas ironías del conflicto entre él y su creador.
“Adolescente” es el término que suelen desplegar los adversarios de Bond y de Fleming para atacarlos. Y, por supuesto, “esnobismo”. Esnobismo y violencia, en realidad. Paul Johnson, que denunció al Dr. No por su suprema maldad, también sostenía que los libros de Fleming eran “esnobismo de segunda mano” –ni siquiera un esnobismo digno–: “el esnobismo de un empleado”.
Pocas veces la incomodidad social se ha revelado de manera tan evidente, disfrazada como afirmación social. Es cierto que los clásicos de Bondatraen a los varones adolescentes. En mi escuela (yo fui alumno pupilo) eran las únicas novelas que todo el mundo leía. Pero, para Fleming, semejante logro significa haber capturado una audiencia y pulsado una cuerda y haberse convertido en el Buchan de su tiempo (una posición en la que probablemente haya permanecido más).
La nostalgia, sin embargo, no está entre las características principales del adolescente ni del snob. Por eso los libros pueden disfrutar hoy de una segunda vida, regodeándose con las épocas en que una libra valía una libra (es decir, casi cuatro dólares), el Times no publicaba noticias en la portada, el Canal no tenía túnel, y Gran Bretaña, gracias a los servicios de un voluntario dedicado y mal pago, todavía era capaz de pegar trompadas.

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