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Domingo, 12 de diciembre de 2004

Los inevitables: Salí a comer

Country house
Todo tortas, de Maschwitz a Belgrano


Por Laura Palmer
Llegó diciembre; lástima que no sepamos si eso implica ponerse la malla o dejar la bufanda a mano. Por las dudas, habrá que estar preparado cual todo terreno y saber dónde hacer un alto para el apropiado refrigerio. En pleno Belgrano, La Casa de Maschwitz es ideal para enfrentar las esquizofrénicas temperaturas que nos azotan día a día. Surgida como un atrevimiento personal en la zona que le da su nombre, La Casa es idea de Juan Manuel, alguna vez administrador de empresas y hoy satisfecho dueño de un sobrio lugarcito de manteles amarillos, cuadros de amigos que se renuevan mes a mes y dispar vajilla antigua comprada en ferias y/o tomada prestada de familiares también antiguos.
Si recala en un día lluvioso, pruebe asomarse a la vitrina en busca de una torta casera (o cuadradito, como se estila ahora para los más tímidos o culposos): primero tire abajo el mito de que el brownie es sólo con dulce de leche; después siga con alguno de los indescriptibles de frutas (manzana y canela, ciruelas al rhum con chocolate, ¡peras al borgoña!), y remate como pueda con el bombón de mousse de chocolate con corazón de limón. Si hace calor –cosa que podría ocurrir en plena ingesta del segundo cuadradito– la vitrina sabrá adaptarse y ofrecer la innovación de la casa: tortas heladas, que no son de helado así nomás, sino de mousses heladas hechas por tías, primas y hermanas del dueño. Y si es atérmico, anímesele al licor de naranjas casero en versión líquida o de crema helada con trocitos de chocolate y naranjas glaceadas. El dueño garantiza que se olvidará en qué estación estamos.

La Casa de Maschwitz abre todos los días de 8.30 a 20.30, en Arcos 2023, 5786-9898.


Los jóvenes viejos
Pizzas a la antigua en lo que queda del viejo Palermo.

Por L.P.
“Atendido por sus dueños” no siempre es sinónimo de familia entrada en años que ofrece platos caseros a quienes no quieren cocinar pero sí comer como en casa. En La Peca, al menos, es sinónimo de tres jóvenes hermanos (los Rodríguez Gras: Martín, Alejo y Leandro –vaya y adivine quién es quién) que en lugar de ser incómodos meseros o fastidiados ayudantes de sus padres, ofician de simpáticos anfitriones y fatales introductores al vicio del pan de pizza caliente (se aconseja, en lo posible, resistirse; es un abundante camino de ida) como precalentamiento (lo avisamos, es un vicio) para lo central: las pizzas, lomitos, calzones, picadas y todo eso que uno espera encontrar en esas buenas pizzerías de barrio que supimos conseguir y perder a manos de las muzzarellas de franquicia.
En la esquina exacta de Gascón y El Salvador, ahí donde el Palermo barrial todavía no sucumbió a las veleidades de nombre, los tres hermanos se turnan para acercar la carta con 32 variedades de pizzas repartidas entre tradicionales, raras y de la casa: La Peca I y II, repletas de muzzarella y jamón (o panceta) retozando bajo una gran manta amarilla de papas fritas. Por el lado de los lomitos, 17 especialidades compiten a la hora de elegir entre un buen sanguchazo y un más refinado omelette. Y a la hora de los postres, sólo se trata de recordar cuál era el preferido de la infancia y pedirlo sin temor a decepciones.Se recomienda ir con hambre, pocos pruritos con los tamaños y muchas ganas de hacerse amigo de los Rodríguez Gras.

La Peca está abierta de lunes a viernes de 9 a 24, sábados de 9 a 16, y de 20 a 24; y domingos de 20 a 24, en Gascón y El Salvador, 4867-4280.


La fábrica de comer
Una cocina muy rara escondida al otro lado de una cortina de hierro.

Por Cecilia Sosa
Frente a la tiranía del Palermo, reino del diseño, la comida exótica y la magia del flirteo entre iguales, un viejo galpón en Cabrera y Arévalo propone una operación culinaria impensada: la experiencia del calor, la incomodidad y el encierro. Casi un viaje súbito al garaje de Chacarita o el taller mecánico de Villa Ortuzar. A la hipnótica comodidad posmoderna, Providencia (el nombre es provisorio como todo en el lugar) le opone lo rústico, el eterno taller fabril premoderno que exhibe sin tapujos la intimidad de su proceso productivo. Aunque todavía no inauguró oficialmente, Providencia ofrece algunos “ensayos generales”: mesas de caballete, manteles de papel y banquitos de madera y una inmensa ingeniería culinaria a la vista donde conviven hornos fabriles, cámaras frigoríficas y una enorme cortina metálica a media asta, cosa de que sólo entre la brizna necesaria para seguir respirando. ¿El menú? Siempre mutante pero fuerte en panes, conservas, pastas, verduras y cereales. A modo de manifiesto, Providencia no exalta el sabor del ingrediente individual, más bien se entrega a la textura pastosa, a la fusión superadora de las partes que se resuelve en masacotes ambiguos, casi orgiásticos. Entre tanta mezcla, destella el “chutney”, una extraña conserva indígena a base de manzana, jengibre y pasas de uva, que se sirve escondida entre panes y pastas de lentejas y picantes. Nada de gaseosas: agua, vino o a lo sumo alguna limonada. Combatiendo en el corazón del diseño y con lo perfectamente acabado, en Providencia reina lo improvisado, el aquí y ahora y la máxima exaltación del presente de toda aventura. Sentados en rígidos banquitos de madera, frente a un plato de inexplicables pastas y conservas, es casi imposible no sentirse aventureros, sobrevivientes elegidos para celebrar la proximidad del otro en comunión con su piel sudada.

Providencia abre lunes, martes y miércoles de 12.30 a 15.30 y jueves y viernes de 20.30 a 0.30. En Cabrera 5995 (y Arévalo), 4772-8507.


Todo mezclado
Ensaladas pero en serio.

Por C.S.
¿Qué más fresco, liviano y saludable que una ensaladita para el almuerzo de verano? En pie de guerra contra la monotonía de la “criolla”, gropius bar-restó le pone garra a la lechuguita y no sólo para conquistar a chicas en plan diet; tiene todo para seducir a un público amplio, incluso a quienes enarbolan alguna (suave) inclinación carnívora. Con sólo pispiar la carta se puede convenir que el arte de la ensalada ha renunciado ya a cualquier tutelaje, ha hecho caso omiso a su tradicional condición de “acompañante” y que ostenta una autonomía fresca, emancipada y libertaria. Jamón crudo, melón, rúcula y escamas de queso parmesano. O bien... camarones, manzana verde, apio, lechuga criolla y morada. Y qué tal tomates secos, queso cuartirolo, lechuga rosada, corazón de alcauciles y aceitunas verdes. Atún, palmitos, champiñones... las combinaciones son infinitas, no le temen a la mezcla insensata, y se acomodan al capricho de cada comensal. La casa se especializa en conchiglieta (pasta seca fría italiana) que le pone a lo verde la porción justa de hidratos para no tener que hincarle el tenedor a cualquier muslo que desfile de camino a la oficina. En gropius, las ensaladas se sirven en amplios fuentones tipo bañadera antigua, ideales para darse el gusto y burlar el grito destemplado de la madre “¡de la fuente no!”. Y si nadie mira también se puede mojar el pancito y no perderse el juguito del fondo. Lo bueno es que tanta sofisticación no se paga en euros. Todos los días hay promociones que incluyen ensalada, bebida y café (italiano y del mejor) a no más de 10 pesos. Por las dudas, la casa también ofrece pastas, carnes o pescados. A los madrugadores, gropius los recibe con desayunos con pan y mermelada caseros; y para la vuelta a casa, happy hours, tablas de fiambres raros y música ambiente. Administrado por un joven arquitecto, el local se inspira libremente en Walter Gropius, el célebre arquitecto alemán, fundador de la Bauhaus. De allí tal vez la suave y elegante economía que tanto bien le hace a la digestión de la rúcula.

gropius está en Cabello 3352, 4807-0795. Abre de lunes a sábados de 7.30 a 22.

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