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Domingo, 23 de enero de 2005

HOMENAJES - ADIóS A VIRGINIA MAYO

Siempre te amaré, Virginia Mayo

La llamaban cuando una película en preparación se hundía: ella aparecía y la cosa salía a flote. Así, se convirtió en la chica de Burt Lancaster, Gregory Peck, Danny Kaye, Kirk Douglas, Robert Ryan y James Cagney, entre muchos, muchos otros. Y filmó con Raoul Walsh, Jacques Tourneur y Billy Wilder. Y actúa en dos películas memorables como Lo mejor de nuestra vida y Alma negra. Sin embargo, su muerte a los 84 años fue anunciada la semana pasada sin la pompa ni la circunstancia que su carrera merecía. Por eso, José Pablo Feinmann le rinde homenaje amplio a la mujer con la que fantasea desde los siete (¡siete!) años.

 Por José Pablo Feinmann

El papel del Capitán Horatio Hornblower era para Errol Flynn. Pero Flynn –gran hombre de mar, gran pirata y caballero, hombre de espadas, abordajes, duelos con Basil Rathbone o George Sanders, Isla de Tortuga, tesoros recónditos, amores para siempre con Olivia de Havilland y hasta con Maureen O’Hara y, por fin, irredento admirador del comandante Fidel Castro– se había hundido, tocado fondo en las aguas borrascosas del alcohol. Empezaban los ‘50. El alcohol era, a la vez, su leyenda y su desdicha. También su imposibilidad. En el show de Sid Caesar deciden hacerle un gran homenaje. Lo esperan, ya viene; ha llegado al aeropuerto y en pocos minutos, le dicen al impaciente, áspero Sid, estará aquí. Se lo dice un hombre pequeñito, judío, movedizo, que se devora el arte del show business porque lo ama, quiere ser parte de él y añadirle su talento. “¡Búsquenlo!”, ordena Sid, que lo necesita para el show y el show ya empieza y si Flynn no viene no sólo no empieza: no hay show. El jovencito pequeño corre hacia el aeropuerto. Ahí encuentra a Flynn y lo lleva, como puede, al estudio. Flynn llega y se desploma sobre una larga mesa, perdidamente embriagado, recitando textos inverosímiles de sus films, espadeando contra la nada, y duerme durante un par de días. No sólo no hay show. Flynn pierde su próximo, importante papel. La noticia corre como la sangre del Capitán Levasseur (Rathbone en Capitán Blood): Flynn es irrecuperable, hay que olvidarlo. Sólo resta aclarar algo: el pequeño, movedizo, carismático judío que fue a buscar al ídolo al aeropuerto era Mel Brooks. Y años después, con este material, se hizo una película inteligente, emotiva, diseñada para el gran actor que se puso en la piel de Flynn: Peter O’Toole. Estoy hablando de Mi año predilecto.
¿Qué tiene que ver todo esto con la hermosa y ciertamente dotada actriz a quien declaro mi amor eterno en el título de este texto? Calma, ya llegamos. El Ulises era más largo y muchos dicen que lo han leído todo. Rayuela era interminable y atravesamos, a los saltos, toda su extensión árida como el desierto de Gobi y helada como los Polos cuando todavía no se derretían. Ya entramos en el espacio glamoroso de la Mayo.
Flynn, decía, perdió el papel. Horatio Hornblower, capitán de la marina británica, héroe de las guerras contra Napoleón. Se lo dieron a otro. Se lo dieron a Gregory Peck. En resumen: Flynn era un gran borracho, le arruinó un show a Sid Caesar y casi le hace perder el trabajo a Mel Brooks. Pero le dio a Gregory Peck un excelente papel y, años más tarde, a Peter O’Toole la parte de su vida, ya que O’Toole, en Mi año predilecto, hace eso, el papel de su vida, supera a su Lawrence, emociona a todos, nos hace reír a carcajadas, lloramos cuando ve, de lejos, a su hija, no se anima a ir hacia ella y sus ojos, con esa sutil lentitud que sólo un grande puede extraerles, se humedecen, se cubren de tonalidades rojizas, de dolores lejanos, acaso irrestañables.
El film, con Peck en lugar de Flynn, se llamó Captain Horatio Hornblower. Entre nosotros fue El conquistador de los mares. Y la “chica”, la heroína, era una actriz dúctil, algo estrábica, rubia, despierta, aventurera, de hermosas piernas, cara llenita, con más cachetitos que pómulos, labios muy rojos y sonrisa para enamorarse. Era Virginia Mayo, de quien, durante estos infaustos días en que el glamour agoniza, se dice que ha muerto, que tenía ochenta y cuatro años y que muchos (siempre agobiados por la omnipresencia de Marilyn o Hayworth o Gardner) no la recuerdan. Todas mentiras, infames patrañas. La Mayo no se murió. No está olvidada. (Yo, al menos, la recuerdo tanto que podría describirla como si la dibujara.) Y, sobre todo, a nadie permitiré decir que tiene ¡ochenta y cuatro años! La vi en la señal Retro hace una semana y se levantaba a Gregory Peck como pocas fueron capaces de hacerlo. ¡Tanto se miente! ¿Cómo una mina de ochenta y cuatro años se va a levantar a Peck, a Burt Lancaster, a Danny Kaye, a Kirk Douglas, a Robert Ryan o a James Cagney, por citar apenas algunos de sus trofeos?

Ahí viene lady barbara
Raoul Walsh la dirigió varias veces. Entre ellas en El conquistador de los mares. Siempre que Mayo aparece en esta peli se me desboca el corazón. Aparece de a poco. Se la anuncia mucho, y no se la ve. Además (¡maldito guionista!) aparece como a la media hora de película. Virginia Mayo era así: con frecuencia la llamaban cuando el film se caía y hacía falta una chica para sacarlo a flote. Conjeturo que algo semejante pasaba con El conquistador de los mares. Porque Peck anda –me duele decir esto– un poco errático al comienzo. Claro, no sabe si hacer de Peck o de Errol Flynn. Inventa una tosecita muy suya, un “¡uhum!” que Mayo le parodia, buscando derruir esa muralla que el hombre le ha hecho a su corazón. Mayo, decía, aparece y aparece viniendo de otro barco. ¡San Cine, lo que era para mí ese momento! “¿Quién viene en ese bote?”, pregunta Hornblower. “Lady Barbara”, le responden. ¿Quién si no Virginia Mayo podía ser Lady Barbara? La suben, al barco, en una sillita primorosa y ella se dirige a Hornblower con una elegancia y una gracia devastadoras, sobre todo para él, que está ahí, en la peli, con ella. Nos enteramos de algo perturbador: Lady Barbara está casada con eso que en las películas llaman “un Lord del Almirantazgo” y uno supone que debe ser algo muy importante. No importa.
Horatio Hornblower y Lady Barbara juegan a las cartas y dialogan sobre todo tipo de tonterías. De pronto, epidemia a bordo. Mayo, heroína para todo servicio, ayuda a destajo. ¡Hasta pierde el maquillaje! Se la ve pálida, perlada la frente por gotitas de sudor generoso. Ahí descubrí algo que desconocía: Virginia Mayo SIN maquillaje también era hermosa, y hasta más. Todo sacrificio tiene su costo. Nuestra heroína contrae una fiebre que la lleva al delirio y a la cama, sin Peck por supuesto. (Jamás, desde luego, la veremos retozar en un lugar tan inconveniente. Eso queda para las chicas de hoy, todas de costumbres ligeras y moral liviana. Que quede bien claro: Virginia Mayo jamás se acostaba con nadie. Apretar apretaba, y muy bien, y daba unos besos que los pibes del Edén Palace o del 25 de Mayo o del General Belgrano festejaban, insolentemente, con chiflidos y sugerencias soeces que me disgustaban. Sólo –y me arriesgo a esta desmedida confesión– se acostó con alguien, pero ese alguien supo respetarla, no excesivamente.)
Sigamos. Lady Barbara tiene fiebre y Horatio la cuida y pasan y pasan los días y Lady Barbara –sí, adivinaron– se cura y se enamora como loca de Horatio y Horatio de Lady Barbara. ¡Están por llegar a puerto, el viaje termina! Entonces... ¡Ah, entonces! Interior barco. Noche. Lady Barbara sale de su camarote y atraviesa un pasillo penumbroso. La escena (esto me volvía loco) no tiene música. Un brazo se interpone entre Lady Barbara y su destino. Es Peck. Ni mu le dice. Ni “esta boca es mía”. Ella lo mira, entreabre su boca roja technicolor y le dice: “Esta boca es tuya”. Peck le parte los labios. Lo juro: es una muy buena escena de franela. Chapan como locos. Cuando, en los ‘50, una mina y un tipo se entreveraban, a “eso” se le decía “chapar”. ¡Cómo chapan Mayo y Peck en ese pasillo naval, en sombras, sin música, entre suspiros y jadeos! Yo me moría de celos.
Porque hay algo que no dije: yo tenía siete años, ocho a lo sumo, y ella, lo supiera o no, era mi novia. Para entendernos: a los siete años yo dormía solo en mi cuarto de la casa de Belgrano R. Dormía solo y tenía dos almohadas. Una de las almohadas se llamaba Virginia Mayo. Y más todavía: ERA Virginia Mayo. Ciertas noches, entre sueños maravillosos, agitados y llenos de colores, yo era Peck o Lancaster o Cagney. Al despertar, la almohada era un descalabro, un estropicio. En mis sueños no había FADE OUT. Raoul Walsh no decía “¡Cut!”. Virginia Mayo tampoco. El único límite lo ponía la candidez de mis siete años. Por más pasión que el sueño me permitiera, sólo sabía, yo, llegar hasta donde llegaban los héroes del cine. Pero no creo que deseara más. No creo, sobre todo, que me hubiera hecho feliz ofender a una chica tan glamorosa como ella, la Mayo. Lady Barbara.

El amor es más fuerte
Propongo tomarla muy en serio. Todo lo que hizo lo hizo bien. Y no es fácil hacer bien casi cuarenta películas. Siguió con Walsh y filmó una remake en western del clásico High Sierra. Hizo El halcón y la flecha con Burt Lancaster, dirigidos por Jacques Tourneur. Y aquí, lo juro, mató. Hizo de imborrable “chica” de Danny Kaye en varios films. Hasta hizo un western con el gran Robert Ryan. Y un melo lleno de crímenes con Alan Ladd: Ninguna mujer vale tanto. Pero (de pie caballeros) estuvo en dos de las más grandes películas de todos los tiempos. Leyeron bien: de todos los tiempos. Cierta vez mi inolvidable amigo Arturo Maly me comentaba que Robert Mitchum había deambulado, creo, por Cannes o Venecia. Hizo una conferencia de prensa y trató al periodismo tan mal que –si bien no trompeó a nadie ni balaceó, como habría deseado, a otros– largó un par de escupitajos intempestivos. Algunos periodistas, furiosos, osaron decir: “¿Quién se cree que es?”. Arturo se agarraba la cabeza. Era así, dramático. “¿Te das cuenta?”, me dice. “¿Cómo quién se cree que es? ¡Es Robert Mitchum! ¡El protagonista de Retorno al pasado! ¡Yo daría mi vida por figurar en un solo fotograma de esa película!” Así hablaba Maly, así habla un gran actor que ama su trabajo.
Yo puedo entenderlo. Virginia Mayo no estuvo en Retorno al pasado (también de Jacques Tourneur y con una “chica mala” imborrable: Jane Greer). Pero estuvo en Lo mejor de nuestra vida y en Alma negra. La primera de William Wyler y la segunda de Raoul Walsh. En la de Wyler hacía de mala, malísima, infiel, sexuada, se daba besotes carnales con Steve Cochran, que sabía encenderla. Le metía unos cuernos impiadosos a Dana Andrews y sacaba un personaje poderoso. En la de Walsh hacía de la mina de Cagney. No hay calificativos para Alma negra. La cumbre sobre la que está instalada artísticamente es la que proclama su antihéroe en el apocalíptico final: “Top of the world! Top of the world, Mom!”. Ahí está Alma negra: en la cima del mundo del cine. La Mayo hace de mala, de rea, de mina infiel. Y lo engaña a Cagney con, sí, adivinaron: con Steve Cochran. Hay una escena erótica a matar. Ella está muy cerca, demasiado cerca de Steve, y le va a estampar un besote. De pronto gira y ¡escupe un chicle! Virginia Mayo escupe un chicle y después le clava sus labios a Cochran. Cagney la trata mal. Le patea una silla en que está parada y la tira sobre un sillón. Cierta vez la vi a la Mayo explicando cómo hicieron con Cagney esa escena. La había inventado Cagney y ella, creativamente, lo había seguido. Una joya. Una obra maestra. Como Alma negra. Si Maly, desde su alma profunda de actor, reclamaba, a cambio de todo, un fotograma en Retorno del pasado, ¿cuántos darían lo imposible por haber estado (y no en uno sino en innumerables fotogramas) en Lo mejor de nuestra vida y Alma negra? Virginia Mayo estuvo ahí.
Después, hacia fines de los ‘50, se esfumó. O yo –momentáneamente– la olvidé. Quité la almohada y otras heroínas entraron en mi vida. No muchas. Durante los ‘60 y los ‘70 dicen que trabajó en Broadway. No lo sé. Lo que sé es que esta patraña que ahora andan diciendo, que se murió, es falsa de toda falsedad. No bien me la dijeron, no bien la leí, todo el viejo amor regresó. La amo, hoy, tanto como siempre. La amo, hoy, para toda la eternidad. ¿Cómo podría morirse?

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