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Domingo, 23 de enero de 2005

PERFILES - JOSEPH MITCHELL, EL GRAN PERIODISTA QUE CAMBIó LAS NOTAS POR LOS ESCOMBROS

El encontrador de tesoros

Joseph Mitchell probablemente sea uno de esos escasos periodistas de quienes –casi por unanimidad– se puede decir que han elevado su oficio hasta alcanzar las cumbres de la literatura. Como prueba, ahí están sus retratos de personas anónimas pero únicas, como domadores de pulgas, obreros de rascacielos, predicadores callejeros y hasta el rey de los gitanos. Pero hasta ahora, nadie sabía muy bien qué hizo durante los 32 años en que no firmó una sola nota: desde el día de 1964 en que entregó su obra maestra (“El secreto de Joe Gould”) hasta su muerte en 1996. Ahora, finalmente, sus hijas han revelado el misterio: recorría baldíos y edificios en demolición, donde recogía fragmentos y objetos que investigaba y catalogaba como reliquias de una ciudad que había conocido y ahora se extinguía irremediablemente frente a sus ojos.

 Por Rodrigo Fresán

En la foto, Joseph Mitchell aparece escalando una montaña de escombros en el Bajo Manhattan. Es el año 1970, pero Mitchell tiene el look de un añejo detective de la Pinkerton o de uno de los curtidos intocables de Elliot Ness: traje y sombrero y un aire entre implacable y hermético. Está claro que se trata de la foto de un hombre que sabe a la perfección lo que está buscando y que no se quedará tranquilo hasta encontrarlo. Por entonces, Mitchell ya es una indiscutible leyenda de la crónica periodística. Uno de los más poderosos titanes de The New Yorker pero que –aunque acude casi todos los días a su espartana oficina particular en la redacción del semanario– no firmaba un artículo desde 1964. Y nadie –ni sus superiores ni sus compañeros– le decía nada al respecto. De ciertas cosas no se habla y unos y otros –cuenta Brendan Gill en Here at The New Yorker– aguardaban con paciencia la iluminación de una nueva obra maestra. Después de todo, se oía claramente el sonido de su máquina de escribir al otro lado de la puerta cerrada. Y hacían apuestas sobre cuál sería su tema: ¿La biografía de un viejo amigo? ¿Una autobiografía? ¿Una enciclopedia secreta de la ciudad?
El novelista William Maxwell –su editor en esa revista– definió a Mitchell como “alguien que tenía algo de ángel”. De ser así, una de las características distintivas de los ángeles estaría en su alada lentitud: durante los primeros tiempos en The New Yorker –desde siempre a la búsqueda y el hallazgo de la palabra justa– Mitchell demoraba meses en escribir un artículo. Para cuando ya se sintió en confianza y comprendido, llegó a tomarse dos o tres años para cada una de sus piezas. La espera era larga, pero siempre valía la pena.

Uno
A Mitchell le gustaba decir que sus principales influencias eran el Finnegan’s Wake de James Joyce y los esqueléticos dibujos del mexicano José Guadalupe Posada (Frida Kahlo se lo había hecho conocer durante una entrevista por los días en que Diego Rivera pintaba ese problemático mural para el joven Rockefeller). A Mitchell le enorgullecía encontrar en sus propios escritos –como en los siniestros pero graciosos sketches de Posada– “cierto humor al que sólo puedo definir como ‘humor de cementerio’, en el que a veces la anécdota es la protagonista y otras es algo más secreto y que apenas se intuye en las conversaciones que reproduzco o en un pequeño detalle al fondo de una determinada escena... Lo primero que leí y disfruté leyendo en mi vida fueron los textos de las lápidas en los camposantos de mi infancia, junto a los pantanos de North Carolina. Piedra y mármol a los que no les faltaba ni le sobraba una palabra. Para decirlo de otra manera: exactamente así es como yo veo el mundo”.

Dos
Y la historia es conocida –llegó a convertirse en una buena película en el 2000; Stanley Tucci dirigió y fue un lacónico Joseph Mitchell– pero no por eso menos perturbadora. En 1964, Mitchell entregó al jefe de redacción de The New Yorkersu obra maestra –”El secreto de Joe Gould”, segunda parte de “Profesor Gaviota”, un breve artículo de 1942– y ya no firmó una sola línea más durante los treinta y un años y medio que siguió ligado a la revista.
En “Profesor Gaviota”, Mitchell investigaba el hipotético genio y la certera figura de Joseph Ferdinand Gould (Ian Holm en el film de Tucci): un mendigo mítico apreciado y padecido por la colonia bohemia del Greenwich Village que decía estar entregado a la escritura de un libro colosal titulado Una Historia Oral de Nuestro Tiempo.
Aproximadamente nueve millones doscientos cincuenta y cinco mil palabras (9.255.000) repartidas en cuadernos y libretas que Gould –egresado de Harvard– iba dejando en casas de amigos o ex amigos a los que atormentaba hasta arrancarles un puñado de dólares.En “El secreto de Joe Gould”, Mitchell revelaba el engaño del sujeto –la inexistencia de su magnum opus– a la vez que lo transformaba en una suerte de mesías extraviado en la épica de una apasionada mentira mucho más auténtica que cualquier verdad. Ambos textos fueron recogidos en 1992 en la admirada antología total de Mitchell Up in the Old Hotel (Pantheon), que recuperaba sus cuatro libros escritos entre 1943 y 1965 y descatalogados hacía mucho tiempo. Más tarde –con la coartada de la inminente película–, los dos perfiles sobre Gould fueron reeditados de forma independiente en Joe Gould’s Secret (Vintage, 1999; Anagrama lo tradujo a nuestro idioma en el 2000), ganándose las reverencias de Ian McEwan, Salman Rushdie, Doris Lessing, Julian Barnes, Beryl Bainbridge, John Fowles y Martin Amis, entre muchos otros.
Desde afuera, la moraleja del asunto ya era terrible y recordaba un poco a Kafka y un poco a Borges. Mejor ni pensar cómo se la sentiría desde adentro: Mitchell –quien alguna vez había fantaseado con ser novelista, quien siempre despreció todo eso del Nuevo Periodismo y la Novela No-Ficción, y a quien nunca le cayó bien Truman Capote mientras fue office-boy en The New Yorker– denunció en su mejor y última y definitiva crónica a un hombre que mintió la escritura de un libro formidable. Y después de eso Mitchell ya no pudo, o no se atrevió, o no quiso escribir más. O tal vez Mitchell sintió que luego de contar el secreto de Joe Gould ya no había nada interesante que contar.

Tres
¿A qué se dedicó este maestro de periodistas hasta su muerte en 1996? El último número de la revista inglesa Granta revela, por fin, el secreto de Joseph Mitchell. Puede decirse –a partir de la evidencia presentada en un insert fotográfico– que Mitchell se lanzó de lleno a la escritura fantasma de algo que bien podría titularse Una Historia Material de Nuestra Ciudad. Una suerte de biografía-rompecabezas de Nueva York a partir de fragmentos y objetos que recogía en edificios en demolición o en baldíos y que luego procedía a catalogar con letra sinuosa y síntesis clínica. Picaportes, clavos, tornillos, contadores de luz, cerraduras, carteles, botellas, canillas, instrumental quirúrgico, postales, fotografías: todo era útil y digno de ser preservado. En estos safaris por las ruinas, Mitchell era a menudo acompañado por su mujer –la fotógrafa Therese Mitchell, quien se encargaba de documentar la travesía– y por sus hijas, Nora y Liz, que a la muerte del explorador se repartieron las reliquias y quienes recientemente invitaron al escritor Paul Maliszewski y al periodista gráfico Steve Featherstone a registrarlas y describirlas para Granta.
Allí, las hijas de Mitchell cuentan que esta compulsión coleccionista ya había comenzado en los campos y granjas de North Carolina, antes de su llegada a Manhattan; pero que fue en la gran ciudad donde su padre se hizo verdaderamente adicto al escombro; y es de eso que trata “Up in the Old Hotel”, otro de sus artículos más citados. Tim Costello –dueño de Costello’s, bar de la Tercera Avenida alguna vez muy frecuentado por el staff de The New Yorker– dijo: “Si Mitchell desaparece uno de estos días, búsquenlo bajo una pila de ladrillos y lo encontrarán con una oxidada escalera de incendios sobre su pecho y una sonrisa en su rostro”.

Cuatro
Esta es la historia: Joseph Mitchell nació en North Carolina en 1908. A los veintiún años supo dos cosas: que nunca comprendería el mundo abstracto de la aritmética (por lo que jamás podría complacer a su dominante padre, figura importante en el comercio local de algodón y tabaco) y que, luego de leer Madame Bovary y Winesburg, Ohio, sólo quería ser escritor. Y los escritores se forman en las grandes ciudades. Mitchell llegó a Nueva York para quedarse el viernes 25 de octubre de 1929, día que suele marcarse en el almanaque como aquel del disparo de largada –el Crac– para la Gran Depresión. No demoró en conseguir trabajo en sucesivos periódicos como The World, The Herald Tribune y The World-Telegram. Pasó en ellos ocho años, con un breve paréntesis en que se subió a un barco rumbo a Leningrado. Sus despachos fueron reunidos en su primer libro de 1938, My Ears Are Bent: excluido de Up in the Old Hotel y recién reeditado en el 2001 en Pantheon porque a Mitchell le parecía que se trataba de “un tipo diferente de escritura”. Y tenía razón: era escritura veloz pero, sin embargo, magistral. Tribunales, noticias policiales como la cobertura del secuestro del hijo de Lindbergh, perfiles de Eleanor Roosevelt y Noël Coward y Emma Goldman y Bernard Shaw, actualidad deportiva, pero también sus primeras incursiones en los lugares secretos de la metrópolis y los avistamientos iniciales de sus habitantes más secretos todavía. Mitchell no demoró en convertirse en uno de los mejores y más respetados reporteros. En 1937 lo llamaron de The New Yorker y le sugirieron que escribiera sobre gente anónima pero formidable: domadores de circos de pulgas, mohawks trabajando en la construcción de puentes y rascacielos, el rey de los gitanos, predicadores callejeros, una pareja que vivía en una cueva del Central Park... Era normal verlo en sus lugares favoritos: el Metropolitan Museum, el Oyster Bar de la Grand Central Station, la librería Gotham, el ferry a Staten Island, las orillas de Manhattan y, muy especialmente, el Fulton Fish Market. Mitchell pasaba buena parte del día caminando y buscando y encontrando. Mirando a través de prismáticos las fachadas de sus edificios más amados, mudándose de departamento cada mes –durante su primera década en N.Y.– para así poder vivir en toda la ciudad y comprenderla mejor.
Y una luminosa mañana de 1942, Joseph Mitchell encontró a Joe Gould y Joe Gould encontró a Joseph Mitchell.

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Mitchell en una demolición del bajo manhattan, en 1970.
 
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