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Domingo, 26 de mayo de 2002

CACHORRA

Es sobrina-nieta de Alfredo Palacios y creció en el seno de la más rancia aristocracia. Fue la extraña de las botas rosas y tapa de Gente, Siete Días y Para Ti. Se enamoró de un traficante de armas paraguayo que abastecía a la UOM y a la Triple A. Comía con Licio Gelli y jugaba al póker con Galimberti. Hizo las relaciones públicas de Mau Mau y de New York City, y conoció la oscura noche menemista en Trumps con Poli Armentano. Se patinó hasta el último centavo de la herencia familiar. Tiene un hijo esquizofrénico. Se contagió de VIH. Y ahora, Isabel Palacios Costa da esta nota para que alguno de sus viejos conocidos la reconozca y le devuelva uno de los tantos favores prestados.

 Por Marta Dillon

Hay una sola cosa de la que se arrepiente. Es una conversación que recuerda con vergüenza y algo de compasión por sí misma, como si no hubiera sido su voluntad la soberbia sino el precio de su cuna. Ya queda poco de esa marca en el orillo de la oligarquía, los restos de su omnipotencia se van con el agua del balde que hay que echar en su baño, porque ahora no puede ni arreglar el mecanismo del water. Igual no extraña demasiado su fortuna: no es de haber dilapidado su herencia de familia patricia de lo que se arrepiente. Ni siquiera de haber participado en el contrabando de armas que recibieron tanto Montoneros como la Triple A, gracias a los buenos contactos que también le heredó su padre. Sobre eso tiene una mirada complaciente, al fin y al cabo en el ‘73 ella era una joven intrépida y algo desorientada, que olía a pólvora y pensaba en papá. O en el campo en el que fue feliz: Las Balas. Hasta reivindica algún sentido de la equidad en ese reparto de influencias y amistades íntimas que hacía circular los fierros. Tampoco se clava puñales por haber abandonado a su hijo cuando tenía meses, de haber tomado distintas drogas según las épocas o de haberse infectado con vih a los cincuenta, cuando otras mujeres empiezan a cuidar a sus nietos. No. Ella se arrepiente de haberle hecho un desplante a Leonardo Favio cuando le entregó el guión del Romance del Aniceto y la Francisca. De haber dicho que sí, imagina, tal vez hubiera encontrado un oficio que la conforme, que le ocupe el tiempo, que tuviera sentido. Pero las cosas son como son. “Nos encontramos en La Biela, yo ni siquiera había leído el guión. Pero también porque tenía un poco de susto. Leonardo era muy peronista y yo pensaba que me iba a poner en la película como una rubia caca, como una estúpida. Le pregunté, así, medio patotera, por qué me había elegido. Me dijo que por la manera en que daba en cámara, por la cara, pero ahí se dio cuenta que yo ni había leído el guión. Es verdad, le contesté, pero en este país se filma con muy pocos metros. No me bancaría ni en pedo que por falta de película saliera una escena mal filmada, que yo saliera mal, qué sé yo. Lo último que dijo Leonardo fue: Cómo subestimás el trabajo de un director. En ese momento no supe que él podía hacer de mí más de lo que yo me imaginaba. De eso me arrepiento: él era un genio y yo una soberbia.”
Isabel Palacios Costa necesitó tres décadas para hacer su autocrítica, aunque ésta sea menos rimbombante que la que esperaba Chiche Gelblung cuando a principios de año arregló una nota en Memoria por dos mil pesos convertibles para que la extraña de las botas rosas, la encarnación del mítico tema de La Joven Guardia –versión femenina de “El extraño de pelo largo”–, la modelo top de los ‘60, contara la dramática historia de su bancarrota y su enfermedad. Isabel hizo lo que pudo, la necesidad es hereje y para algo le tenía que servir su pasado de luces, al menos para tirar unos días. ¿Qué más se puede hacer con dos mil pesos cuando se han gastado millones?

Hay un hecho iniciático en su persistente deseo de aventura. Fue cuando tenía más o menos nueve años y ya se rumoreaba en la familia que su padre, Lalo Palacios, un heredero que, según la revista Gente de aquella época, recibía en su campo al Sha de Persia y su hermano o al famoso torero Dominguín, se había quedado prendado de una vedette del Maipo. “Papá era mujeriego, eso ya lo sabíamos, era un playboy. Pero que se divorciara ya era mucho.” Por eso Isabel y sus dos hermanas decidieron intervenir. Con sus uniformes de colegio privado y ese modo de hablar con la boca apenas abierta de las señoritas bien, fueron a increpar a Egle Martin, la vedette en cuestión. “Pero imaginate, abre la puerta y aparece con una bikini de leopardo, divina, probando vestuario. A los dos minutos nos queríamos quedar a vivir con ella. Porque mamá, mamá no podía llevarse bien ni con una mucama. No nos crió muy bien, era una oligarca un poco cruel. Teníamos buenas gobernantas, pero ella no se ocupaba de nada, no existía que fuera a la escuela o que te preguntara algo de tu vida.” Si Carlos Menem la hubiera conocido entonces hubiera dicho que Isabel era una niña rica contristeza. Cada viernes recibía de Lucía Debroin de Palacios Costa, su abuela mamama –”porque era más que mamá”–, un sobre blanco con su semanal, un monto de dinero más que digno para una niña, que le permitía moverse, “comprarme algún disco, darme los gustos. Mamama se ponía guantes blancos para darnos eso, porque el dinero no se debía tocar”. Pero ya sabemos que el dinero no hace la felicidad y ella y sus hermanas padecían el estigma de ser hijas de divorciados. “En el colegio me hacían jugar en un patio distinto al de María Amuchástegui, siempre nos marginaron mucho por eso las monjas.” La gimnasta mediática que se hizo humo después de haber dejado escapar un gas al aire –su programa estaba en el aire– merece un recordatorio de Isabel, no sólo por sus privilegios de la infancia, sino porque además se quedó con su novio eterno, Juan José Alberdi. “Pero no fue una gran pérdida, era un jodido y nunca se iba a casar conmigo.” Porque ella era la peor: “Por escorpiana, por segunda (entre sus hermanas), por rebelde y por hiperkinética. Mi mamá me pegaba y yo la desafiaba. Lo peor es que me terminé pareciendo a ella, en lo histeriquita, en la lengua viperina, tengo la gracia y la seducción de la vieja...”.
Tampoco hay por qué echarle todas las culpas a mamá, al fin y al cabo la señora, hija de la abuela Memé –Inés César Aleman– no salió de su casa hasta los 18. “Es que Abuela les tenía miedo a los contagios y no la mandaba a la escuela, la educaron en la casa. Mi abuela también fue heredera, jamás trabajó, invirtió toda su plata en doblones de oro. Cuando necesitaba, cambiaba. Por eso mamá no sabía relacionarse con la gente. En cambio nosotras tuvimos una suerte: la familia Palacios era más sociable. Alfredo era hermano de Abuelo y aunque mi mamá lo odiara, mamamos desde chicas la discusión entre la oligarquía y el socialismo. Pero hay que reconocerle a Alfredo que frenó al comunismo, gracias a él y al peronismo acá no pasamos de la anarquía al comunismo como en todo el mundo. Lo que pasa es que nosotras teníamos una especie de esquizofrenia educacional, nunca sabíamos muy bien de qué lado estar. Me acuerdo que cuando murió Alfredo se armó un despelote porque nadie quería que lo enterraran en la Recoleta. ¡Pero Alfredo era socialista porque era cultísimo, no por pobre!”
Mamá y papá eran también dos discursos, dos experiencias, una contradicción que nunca resolvió del todo. Aunque papá siempre fue más tentador. Él era el aventurero que la llevaba a cazar y le “sacaba el hipo con un tiro entre las piernas”. Él era el que la llevaba de vacaciones con Egle, casi como gitanos, para después entregar las tres niñas a mamama, en Punta del Este o en alguna otra casa donde “otra madre se hiciera cargo de nosotras. Podía ser lo de Páez Vilaró, en La Concepción, de los Blaquier, o en lo de Herrera Vega”. Ese padre fue el que le entregó todos los contactos que ella supo usar y del que heredó la última porción de fortuna, después de una pelea familiar bastante grave que terminó con varios remates. En 1994, Isabel recibió sus últimos 250 mil dólares. Le sirvieron para pasar los últimos años sabáticos. “Puede ser que yo me gaste la plata más rápido. Pero cuando cobré me quise comprar una chacra y me querían cobrar a precio menemista. Y después ya viste, quebró la Argentina, quebramos todos.”

Ella nunca quiso ser modelo, no era algo que estuviera a la altura de sus múltiples estudios, de su jerarquía, de su familia. Ser modelo era, en definitiva, trabajar. Pero casi como todo la fama le cayó sobre la cabeza. “Conocí a Luis Puenzo cuando estudiaba cine y él me pidió que hablara con papá para ver si le podía conseguir una reunión con la gente de Coca Cola porque tenía una idea de aviso. No fue fácil, pedirle un pido a papá era un tema. Cuando vos tenés una familia tan poderosa para poder identificarte tenés que hacer las cosas por tus medios. Que ellos te consiguieran algo era demasiado fácil.” Pero Luis le caía bien y ya había varios amigos involucrados en la empresa, como Quique Masllorens que yaera famoso con La Joven Guardia. Consiguió la reunión y esperó a Puenzo en la Galería del Este. “Volvió llorando, le dijeron que nadie podía mejorar lo que se hacía en Estados Unidos. Y me enojé, le dije que lo íbamos a hacer igual y le conseguí todo, hasta que La Joven Guardia nos hiciera un tema. Yo no iba a ser la modelo, pero me lo pidieron tanto que tuve que aceptar. El día de la filmación me tuvieron que sacar de Africa a las siete de la mañana. La maquilladora se quería morir de ver mis ojeras. Igual me divertí muchísimo.” Y desde entonces le “llovieron los ofrecimientos”. Algunos los aceptó, porque significaban viajes, otros ni siquiera se dignó a contestar el teléfono. “Me llamaban porque yo sabía hacer de todo, sabía esquiar, jugar al pato, manejar autos, lanchas. Porque me crié así, ¿viste? Las otras decían que sabían, yo sabía de verdad.” Lo poco que trabajó le valió la tapa de Gente, varias de Para Ti, y un par de campañas memorables para Martini, Gillette y Coca Cola. Pero lo suyo era la noche, “y bueno, también tenía un poco de socialista, porque me daba cuenta que a mí me trataban distinto por ser quien era. Y era una injusticia. Una vez en un apriete de la cana me pusieron a un costado y dijeron A ésta no la toquen que es Palacios”. ¿Un apriete? “Bueno, sí. No sé si era muy comprometida, pero fui enlace de Montoneros. Por amistad, ¿viste? Porque yo era íntima de León Wexler y él era íntimo de Galimba. Y bueno, como yo sabía tanto de armas, a él le divertía hablar conmigo, pero no me dejaban participar en hechos porque yo disparo a matar. Y disparo bien. Qué sé yo, hice una asociación rara, no te olvides que prácticamente nací en un campo que se llama Las Balas. Y yo huelo a pólvora y para mí es papá, me encantan las armas. Y mezclé papá con guerrilla. Me sentía importantísima, Nikita, Pepita la pistolera. Pero también influyó mucho César Báez, mi marido. Que la verdad no te puedo decir muy bien quién era, tendría que resucitarlo para que me lo explique. Sé que su corazoncito estaba en la UOM, pero en realidad era como un enlace entre la UOM y la Triple”. ¿? “La Triple, la Triple A. Yo estaba entre dos bandos, aunque te digo que estaban todos a los panzazos en ese momento. En serio, no me van a decir a mí que estaban tan enfrentados porque tengo muy buena memoria. Hacían proyectos, se consultaban. ¿Por qué te creés que Massera llamó a los Montos cuando quería ser presidente?”

La modelo era rebelde. No atendía a los periodistas, hablaba mal del trabajo, le importaba muy poco seguir o no en carrera. Seguía estudiando música, arte, economía política, sociología. Cambiaba de carrera más seguido que de discoteca. Mau Mau era su lugar natural, todos la querían y jamás le cobraron un trago. Ahí conoció al Gato Báez, con el que se casó apenas una semana después. “En realidad me apiadé de él porque mis amigos lo cagaron a piñas; Lataliste lo hizo echar.” Y como la gran provocadora que era, al día siguiente se hizo fotografiar con ese “indio paragua, espléndido, buen mozo, con unos ojos verdes así. No le pregunté nada, ni sabía quién era ni me importaba”. A la semana estaba viajando con él a Brasil, a donde la siguió su madre para exigirle que se casara. “Y bueno, Juan José Alberdi me tenía podrida, éste tenía sus mismos ojos, teníamos buena piel, nos llevábamos bien, así que acepté.” La luna de miel fue en Torremolinos. España era el lugar de Europa que menos conocía porque para su familia era subdesarrollado, pero estaba dispuesta a seguir a César a todas partes. Entre sus pocas cosas llevaba un cheque de la banca J.P. Morgan de su abuela mamama y el teléfono de varios amigos influyentes de su padre. Nada de eso la salvó de que la Guardia Civil se la llevara presa por exhibiciones obscenas en la playa (en realidad, dice, sólo se estaban besando). Por supuesto la rubia montó su escándalo, eso era un atropello, ¿sabían quién era ella? No, lo que sabían era quién era su flamante marido. “Tenía como cinco causas por tráfico de drogas, de armas, de autos y no me acuerdo qué más. ¿Usted sabe con quién se casó?, me preguntaron. ¿Acaso usted le cuenta las cagadas a su mujer?”. La liberaron, pero su cheque quedó incautado hasta que se pudiera comprobar que lo había firmadomamama sin presiones. “Sin un mango, sin atreverme a llamar a París para contarle a mi tío lo que me había pasado, muerta de pánico de que se entere abuela... y así, caminando por Torremolinos me encuentro con Andrés, el portero de Mau Mau. Lataliste estaba abriendo el boliche ahí y este tipo me sugiere que hable con él. Le estoy agradecida a José, a pesar de que lo había echado al Gato en Buenos Aires, porque me ofreció un trato y lo cumplió: yo tenía que armarle la lista de invitados con los amigos aristócratas de mi viejo y hacía que lo liberaran a César con la condición de que nos fuéramos del lugar. Llamé a todo el mundo, Mau Mau abrió, y a las dos de la mañana llega una camioneta de la policía con César adentro. Me subí y nos llevaron hasta la frontera. Ahí me largué a la aventura con el señor éste.”
Grecia, Turquía, Egipto, hachís, opio, alguna pastilla, algún ácido. Nada grave, pura investigación psicodélica. Hasta que quedó embarazada y decidieron volver al pago. “Tuve a Cesítar y mientras estaba en la cuarentena del pos parto me metió los cuernos con mi mejor amiga, lo mismo que le puede pasar a cualquier hijo de vecino.” Y le pasó a ella y la mala fue otra chica de buena familia, Dolores B. como dato. “Me broté, lo eché y él no volvió, se fue con ella. Todos me decían que por fin me lo había sacado de encima pero yo quería volver a verlo, estar con él.” Entonces montó la escena del suicidio. Se tomó una cantidad indeterminada de “valium 100”, se acostó a morir y se despertó una hora después porque Cesítar lloraba. “Mientras le estaba dando la mamadera me di cuenta de que me había suicidado, lo llamé a mi médico indignada, él me había dicho que si tomaba de esas de más me podía morir. Y ahí estaba, con el chico en brazos y nada.”

Qué me preguntás, mamá? Es lo mismo que me preguntes si quiero a mi brazo.” Así contestó Isabel cuando su madre quiso saber si amaba a su retoño. “Cuando era bebé no me daba cuenta, qué sé yo, me enganché cuando fue más grande, pero de chicos son como perritos.” No le costó demasiado dejarlo con su suegra cuando decidió huir a Estados Unidos para curar la pena de amor. Salvo por un detalle: “César tenía una madre divina, india, no sé si era toba o wichi. Pero me dio un ataque de celos cuando la vi, porque viste cómo son los pobres, quieren distinto, quieren porque sí. Miman a sus chicos, tienen este asunto de cuidar y querer. En mi familia nadie se tocaba. Y me dio rabia, porque yo no había tenido una madre que me enseñara a mimar”. Isabel partió a Los Angeles, se hizo artesana, su buen gusto le abrió una oportunidad haciendo ropa de cuero estilo “indígena” y a los ocho meses estaba haciéndole ropa a Robert Plant. Entonces su amiga Loly quiso recomponer la relación con ella, le compró un pasaje a César y se lo envió a Estados Unidos. Pero el negocio de la ropa se arruinó cuando sus compradores descubrieron a los auténticos creadores de ese estilo: los habitantes de una reserva india en Nueva México. “El dueño del negocio me mandó a hablar con ellos y ahí me di cuenta. Lo hacían mejor porque lo hacían para comer, no como yo.” Unos días después de votar a Cámpora en el consulado de Los Angeles, volvió al país cuando el país ardía.

Entre 1973 y 1977 Isabel entendió de qué se trataba la paranoia. “Mis amigos estaban metidísimos. Había algunos en el Ejército –no te puedo dar nombres porque me van a terminar pegando un tiro– que robaban armas del arsenal para vender. César se metió en todos estos negocios y yo vivía con pánico. Era todo el día lo mismo, estar metidos en algún lugar jugando al póker, venían unos sindicalistas pesadísimos, todos calzados. Yo entraba y les decía que desensillaran y ahí aparecían todas las armas sobre la mesa, como si fueran celulares. Ya no sé si eran negocios de armas o de drogas, pero te puedo decir que muchos de los que conocí ahí ahora están de lo más instalados. Y era como te decía, todos mezclados. Yo tengo conciliatorio con todos, porque en las etapas bravas alguno me ayudó. Pero entendíapoco, estábamos envueltos en llamas. ¿Cómo podía saber yo que Licio era Licio Gelli? Para mí los tipos de la P2 eran señores italianos paquetísimos. Un día le pregunté a uno por qué no había mafia en Argentina, y me dijo que habían estado en Rosario hasta el ‘32, pero que se habían ido porque la gente acá no tiene palabra. ¿Te das cuenta? Son señores, la palabra vale, no son Menem. Y nosotros, bueno, nosotros siempre fuimos líberos, comprábamos las mejores armas y las dividíamos equitativamente. Pero yo nunca estuve presente en nada que me hubiera costado la vida. César me cuidó mucho. Sí estaba en el póker, porque soy fullera. Les ponía a estos tipos el whisky importado, la merca y los dejaba envalentonarse, después les cantaba póker con un full de ases y ni se daban cuenta.”
En el ‘76 Isabel tuvo que usar sus influencias para interceder por César. Algún arreglo había fallado porque un día César no volvió. “Lo tenían en Coordinación Federal, lo supe porque me lo dijo un comisario ahora retirado que me quería mucho, Roberto Rivera, que había sido custodio de Lanusse. Él me dejaba verlo aunque me decían que no estaba en ningún lado, pero me avisó: Sacalo de acá porque si no lo tenemos que matar. Y me fui a verlo a Harguindeguy. Le dije: Hacelo aterrizar porque armo quilombo. Porque yo sabía de situaciones en las que estaban comprometidos todos. El tipo me decía que me dejara de joder, que yo ya tenía otra pareja. Y era verdad, porque César lo quería así, yo digo que era para protegerme, por eso algunos decían que me había cambiado por una moto. La cuestión es que le ofrecí blanquearle el contrabando de motos, que se hacían con las franquicias del embajador de Zaire, y cuando todos desaparecían yo lo hice aterrizar por el PEN”.

La crisis llegó después de la muerte de César, en un episodio confuso cuando iba a Ponciano, donde según Isabel había organizado una cena de despedida sabiendo que lo iban a matar. No pudo ver el cuerpo porque para ese momento estaba bloqueada en el centro de ski de Portillos, en Chile. Después pasó casi ocho años de neuropsiquiátrico en neuropsiquiátrico, según ella apenas podía articular palabras. En sus períodos más lúcidos se compraba “un par de gramos y me encerraba a jugar a los dados con el muerto”. En 1988, recuperó la conciencia. Su hermano moría de sida y alguien tenía que ir a buscarlo a Brasil. En su familia no querían ni tocarlo ni hablar del tema. Lo acompañó hasta el final, cuando pesaba treinta kilos y el sarcoma de kaposi le mellaba la piel. “Volví a la noche, hacía relaciones públicas para New York City, pero no cobraba. Llevaba gente de guita y tenía mi trago y mis cosas. Pero sin darme cuenta empezaron a aparecer los personajes de antes. Claro, Menem los había largado a todos y me comí más de un apriete. Una vez los encuentro a varios de la Triple, a César Arias, comiendo en mi casa con mi papá. Me quería morir. El viejo quería que bajara a saludar y yo nada. Me disparó entre las piernas por maleducada y yo le dije: ¿Acaso no te dijeron cuánto me conocen? En seguida empecé a trabajar en Trumps. Poli (Armentano) me vino a buscar. Arreglamos un precio para lo que yo hacía gratis. Me tenía que pagar todas las cuentas, el mantenimiento del auto, la pilcha y la peluquería. Poli era un jefe de primera, aunque un poco infantil y demasiado putañero. Nunca vi a nadie tan rápido para los números. Pero ¿cómo te explico? Por ahí pasaban todos. No se podía sacar una foto ahí adentro. Nadie podía firmar una cuenta con su nombre. A algunos los conocía, otros eran nuevos. Contrabandistas colombianos, traficantes de armas, era la época de la campaña de Menem y venían todos los que querían hacer negocios, fueran armas o campos.” Pero con las vacas gordas también volvieron algunos fantasmas. “Creo que a Cesítar le hizo muy mal esa época, a lo mejor eso lo enfermó, porque él es esquizofrénico, ¿viste? Está medicado. Y en ese momento se enteró un poco quién era el padre porque algunos nos vinieron a apretar. Una noche me cae Felipe Romeo, uno de la Triple que tenía esa revista El Caudillo. Quería un anillo antiguoque sabía que yo tenía. Y me cayó en casa, lo apuntó a Cesítar y me apretaba. ¡A mí! ¡Ni en pedo largaba nada! Pero fueron varias horas, fue difícil. El tipo además quería vender drogas en Trumps, pero ahí no había dealer de adentro. Vamos, todos saben que las drogas se compran afuera, si uno sabe tomar llama al dealer a las siete de la tarde y listo. La verdad es que me tuve que ir porque no aguantaba las presiones. Me allanaban cada dos días. Lo llamaba a Julio Mera antes de salir de casa y le decía: ¿Por qué no te dejás de joder? Al menos cambiame los tipos de la puerta porque ya sé que me esperan a mí. Y a los dos minutos los sacaba. Me caían todos los servicios, de la SIDE, del batallón 601, hasta me visitaban Diamante y Gerase. Pero yo no iba a entregar a nadie y me fui del mundo. Me retiré en Uruguay.”

Se enteró del asesinato de Poli en Punta del Este. Pero no volvió para su entierro. Por entonces se estaba gastando los últimos pesos de su herencia y ya se había acabado totalmente lo que cobró del Estado por los días que su marido estuvo detenido. “De la muerte de Poli tengo mil hipótesis, pero ninguna cierra. Yo le dije que lo iban a voltear porque tenía demasiada información, lo que no tenía claro era qué bando. Siempre nos avisaban cuando iba a haber un allanamiento en Trumps, pero no podía durar, era todo muy contradictorio como siempre fueron las bandas en Argentina. Yo le propuse que armara El Cielo para cambiar de jurisdicción, en la costanera la policía no tiene nada que hacer, ahí está la Prefectura, aunque sea para cambiar. La verdad, puede haber sido una puta por celos, o cualquiera. Lo de Ramón Hernández no me cierra mucho, no pueden ser tan brutos. Si con ocho lucas te comprás un asesino de afuera y no se entera nadie. La hipótesis de que a Zulemita le podría haber pasado algo con Poli... no sé, o que no quisieran que Carlitos Jr. pusiera la plata para El Cielo... Lo de Coppola tampoco cierra, eran amigos, se querían. Además si alguien quiere cobrar una deuda no mata al deudor.” Ya no quiere saber más. Tiene demasiado con lo que se acuerda. Por eso se quedó en Uruguay, viviendo hasta que le dio el dinero con un músico del que cree que se infectó con vih. “Una porquería, un golpeador, pero yo estaba con las defensas bajas. Y además viste cómo es lo del forro, una lo usa las dos primeras semanas, después te olvidás. Ahora que ya sé no puedo zafar.”
Hubo algunos otros maridos antes del taxista “que me debe querer, porque si me acepta sin un mango, con vih y un hijo con problemas mentales, qué te puedo decir”. Nada memorable, aunque de todos dice que fueron una monada. En abril decidió salir a los medios. ¿Por dinero? No, el dinero se acaba rápido. Ahora la extraña de las botas rosas quiere trabajar. “Quiero que estos tipos me vean, que se acuerden. Con la vida que tuve podría hacer muchas cosas, a lo mejor algo que tenga que ver con el sida”. Mientras tanto vende tarjetas de crédito de Lita de Lazzari cuya comisión nunca le pagan, intenta anotarse para recibir el subsidio para jefas de familia, escucha música que es lo único que verdaderamente le gusta y emite unas carcajadas elegantes después de haber hablado. Aunque nunca demasiado. Como buena fullera, Isabel guarda algún as en la manga. Tal vez alguien no la reconozca y con esas cartas ella tenga que refrescarles la memoria.

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