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Domingo, 13 de marzo de 2005

El sentimiento no se termina

En simultáneo con los festejos por los 100 años de Boca Juniors, Martín Caparrós acaba de publicar Boquita, mezcla de ensayo, crónica e historia que desmenuza el cuerpo y el alma del equipo más representativo del fútbol (y quizás del ser) argentino. A la vez apasionado y reflexivo, el libro jamás disimula la camiseta que viste y pasa revista a todo lo que todos (boquenses o no) siempre quisieron saber sobre Boca y los cantos de la hinchada (boquense o no) les impidieron escuchar: campeonatos, copas, giras, anécdotas, jugadores, Macri, la menemización de la Bombonera, ideologías, huevos... Y La Doce. De todo eso habló Caparrós con otro bostero, Juan Sasturain, mientras cerca, muy cerca, un seleccionado de plumas (Abraham, Moreno, González, Feinmann) decía lo suyo sobre la institución xeneize.

 Por Juan Sasturain

Caparrós vive en una planta baja con ventanas grandes –y abiertas– que dan a jardines amplios; un lujo y un gusto. La mesa en la que se ha sentado como un privilegiado galeote a darle y darle al tecleado durante los últimos tiempos –no se puede creer todo lo que ha (bien) escrito y publicado en dos o tres años– le permite, cuando levanta la mirada de la pantalla, ver el pastito, la verde gramilla, como diría un cronista futbolero de los ‘50. Caparrós ha escrito Boquita ahí, supongo, durante meses y entre papeles, pero con el verde césped asomado por encima de la compu, casi al ras del piso, como se lo ve desde el banco de los suplentes, desde el apostadero de los fotógrafos, desde el banquillo del entrenador, desde el alambrado del hincha.

El libro está sobre la mesa, gordo, denso, lindo de ver. Los colores ya vienen puestos en la camiseta histórica de la foto, el oro –no el amarillo–, el azul claro de los ‘20 y los ‘30, los cordoncitos inolvidables que cierran el cuello.

Está muy buena la tapa –le digo–. Este torso debe ser Bidoglio o Mutis, uno de los defensores, de los que aparecían parados en las fotos del equipo.

–La elegí yo –me dice orgulloso Caparrós mientras tomamos café–. Es la imagen de la camiseta de los ‘30, típica, bien bostera.

Y el título... ¿cuándo te cayó?

–Desde el principio. De hecho, la introducción –“Yo y Boquita”– fue lo primero que se me ocurrió y lo primero que escribí. Me gustaba que se llamara así. Es entre tierno, mersa, maricón...

Y pensar que es un invento que, como vos decís, popularizó el impresentable de Caldiero. Es una manera cariñosa de nombrar a un hijo, a un amor...

–Claro. Busqué y no hay ningún equipo en el mundo que se llame en diminutivo. Uno no se imagina a nadie diciendo “Rivercito” o “Racinguito”. Tiene que ver con la relación tan sorprendente que hay entre los hinchas de Boca y Boca.

¿Cómo fue la génesis del libro?

–Me lo propuso Planeta hace como un año y dije que no. Ya tenía previsto el laburo del año pasado y el de éste, y además nunca había escrito un libro a pedido. Pero después, en mi casa, pensé que así como me lo habían propuesto a mí se lo iban a proponer a otro, que alguien lo iba a hacer, que un día en una librería iba a ver un libro de Boca escrito por otro y me dio tal ataque de celos que llamé a la editorial y dije: “Bueno, lo hago, lo hago”.

Y lo hiciste y pusiste todo.

–Hay algo que no sabía dónde ponerlo. Y es eso de cómo el fútbol me cambia la noción del tiempo: eso de estar en la cancha y ver cómo se va desarrollando una jugada y que en el tiempo esos segundos duren horas... Eso: el amague del Mellizo, el corte para adentro, la pelota para Román, la pausa interminable de Riquelme y el centro justo, larguísimo, para la cabeza de Palermo... Pocas cosas te ofrecen en la vida la posibilidad de expandir el tiempo de ese modo: aparte de escribir algo, coger o alguna revelación que no se produce... El fútbol sí. Por algo tiene el lugar que tiene en nuestras vidas.

Admitir eso –que tiene que ver con Boca, pero sobre todo con el fútbol en general– hace al libro literalmente muy verdadero, si cabe... Y que no se parezca a nada.

–Son tres cosas que se me mezclan de un modo inexplicable. Por un lado es la historia de los 100 años de Boca, con la anécdota, pero contados desde el contexto del país, desde los cambios en los hinchas. Por otro lado están las crónicas de esas situaciones en las que uno, como bostero, siempre ha querido estar, pero no pudo: un viaje del equipo, ir con ellos a la cancha, ver cómo se arman los juveniles, hablar con jugadores que uno conoce desde chico. Y la tercera pata del libro es la “teoría del bostero”: entender qué carajo es la pasión del hincha de Boca. Aunque las tres se van mezclando: ensayo, crónica, historia. Pero todo es en realidad un intento por entender la pasión bostera.

En el segmento “Boquita y yo” está la certeza de que hay una cosa muy profunda, muy íntima y muy poderosa...

–Pero también muy tonta. Si lo ves con distancia, son once muchachos de pantalones cortos que se pelean por pegarle patadas a un globo inflado, y no hay nada más tarado que eso. Sin embargo, sé que por eso mismo soy capaz de emocionarme al punto de sentir casi todo.

La propia pasión. Porque es revelador que el libro esté contado en primera persona, del singular y también del plural. A veces sos “yo”, Caparrós, y a veces sos “nosotros”, los boquenses que “ganamos” o “perdemos”.

–Precisamente. Una de las cosas más atractivas que nos permite el fútbol –y a la vez una de las más decepcionantes como revelación– es sentirnos por un lado un “yo” y por otro lado un “nosotros”, algo que resulta difícil en las sociedades contemporáneas: encontrar un nosotros. Los momentos en que estás en la cancha y te sentís parte de todo eso son muy emotivos. Pero al mismo tiempo, cuando das el paso atrás, pensás: “Qué lástima que me sienta parte de un nosotros para esta pavada”. Por qué negarlo...

Es bueno cómo marcás tus oscilaciones como hincha. Primero de pibe, después hay un largo período en que no vas a la cancha porque no tiene que ver con tus inquietudes políticas o culturales del momento, y cómo retomás el asunto después.

–Pasaron muchas cosas, y creo que la última, central y curiosamente, fue tener un hijo. A principios de los ‘90, cuando nació mi hijo Juan, coincidió con un muy buen momento de Boca. Estaban Batistuta, Latorre... Fui varias veces a verlo y hubo algunos partidos memorables. Un 6 a 1 a Racing, otro contra los brasileros, y otro partido memorable, pero por la contraria: la última vez que la AFA resolvió que hubiera un campeón único que saliera de un partido entre el campeón del Clausura y el campeón del Apertura... El partido con Newell’s.

Ah, ese invento de mierda...

–Cómo nos abrocharon... Yo no lo tengo tan presente, pero en todas las entrevistas, cuando les preguntaba a los hinchas por el peor recuerdo de Boca, siempre te decían ese partido. Supongo que era porque hacía muchos años que no salíamos campeones...

Y volviste a la cancha en esos años con tu hijo.

–Con él sentí la rara pulsión de querer que tuviera alguna herencia cultural. Un hijo tiene muchas herencias culturales que uno no necesariamente intenta transmitirle. Pero una que sí quería transmitirle era el fútbol, algo que a mí me había hecho –pese a todo– bastante feliz. Quería, además, que tuviéramos algo que pudiéramos compartir cuando a él le hinchara las bolas tener que ir a comer con su anciano padre.

Lo mismo me pasó con mi viejo y me pasa ahora con mis hijos grandes. Además, o a falta de otras cosas, nos encontramos siempre en Boca y el fulbito.

–Es curioso. A mí me daría pudor tratar de imponerle otros valores culturales a mi hijo. Tiene que elegirlos, encontrarlos él. Pero éste es lo suficientemente fuerte por un lado y lo suficientemente inocuo por otro como para ser incuestionable. Otros valores se pueden cuestionar; éste, en cambio, siempre me dio placer.

En el libro está todo Boca: la dirigencia, los jugadores, los hinchas. Tuviste que pasar por todos lados, hablar con todos.

–La única frustración es no haber podido sentarme una hora con Maradona. Es uno de mis deseos insatisfechos en este campo. Empecé a escribir el libro justo cuando tuvo el patatús: estuvo en la clínica, después internado, después se fue. Claro que también hubo situaciones que fueron todo lo contrario. Con Marzolini, por ejemplo. El mismo que cuando yo tenía seis o siete años era el mejor, el más elegante, todo. Fue uno de los primeros que entrevisté. Fui a su casa una mañana, nos quedamos como dos horas y me di cuenta de que él quería seguir charlando conmigo. Salí y me quedé pensando: “Carajo, si este tipo quiere tomar un café y charlar conmigo quiere decir que algo bueno me pasó en la vida, algo conseguí”. Fue una boludez, pero me acuerdo de salir y pensar: “Bien, algo bueno pasó”.

¿Y con Macri?

¿Quería o no quería hablar?

–Dijo lo que quiso. Y dijo lo que yo quería. Si yo hubiera querido calificar su gestión, sólo hubiera dicho en un tono más airado lo que él mismo dijo, jactándose. Entonces, mejor que lo diga él.

¿Es cierto que empezaste a charlar con él después de la noche triste de Once Caldas?

–Sí, fue esa noche estúpida, en la entrada del vestuario de Boca, mientras esperábamos que salieran los jugadores con el embole de haber perdido al pedo. Lo que me sorprendió fue que Macri no me parecía muy acongojado. Y yo no sabía por qué. Ahí le dije que quería hablar con él por el libro. El me dijo: “Mientras vos no le metas ideología”. Y a mí me impresionó eso, porque es el uso clásico que la derecha hace de la palabra ideología: “ideología” es siempre lo que piensan los otros. Lo que piensan ellos es la “verdad”, la “realidad” o lo que fuese. Por eso le dije: “Yo le meteré un poco de ideología y vos le meterás la tuya”. Y ahí se fue.

Los jugadores, los dirigentes... Pero también charlaste con Di Zeo. Contame sobre tu relación con La Doce.

–Empezó cuando fui a Japón para cubrir el Mundial para Día D. En el avión de ida había tres muchachos argentinos que no parecían periodistas; en Kuala Lumpur nos pusimos a charlar. Ellos habían viajado mucho más que nosotros, eran de La Doce, iban al Mundial a laburar: habían conseguido un par de entradas y las iban a vender. Cuando llegamos al aeropuerto los esperaba un rarísimo bostero japonés que venía en una 4x4 toda pintada de azul y oro, con escudos y estrellas y todo. El japonés me dio el número de celular y quedamos en que nos hablábamos por cualquier cosa. Unos días después leí en Clarín por Internet que Grondona decía que no había hinchas argentinos en Japón. Me pareció muy raro y llamé al japonés para ver si podía hablar con estos muchachos, y me pasó con uno que en el libro figura como “Foca” y que tal vez se llame de otra manera. Antes de que yo empezara a proponerle hacer la entrevista me dijo: “Che, bigote, ¿vos estás en tu hotel?”. “Sí”, le dije sin entender. “Bueno, entonces vamos para allá.” Y entonces llegaron los tres pibes con los bolsitos y me dicen: “Mirá, como todavía no pudimos empezar a vender, estamos sin un mango y no tenemos dónde parar, ¿no nos aguantarías unos días en tu habitación?”. “Es un poco chiquita mi habitación, lo veo un poco complicado”, les dije. “¿Vos sos bostero y nos vas a dejar en la calle?” Cuestión que acepté sus avances y tuve tres días a estos muchachos en mi habitación, que efectivamente era muy chiquita. Fue una convivencia... intensa. Hicimos la entrevista y de vez en cuando nos cruzamos por ahí y charlamos. De ahí salió el contacto para ir a la cancha con La Doce, lo último que hice para el libro.

Fuiste a la cancha con ellos.

–Fue el partido de 4 a 2 con estos brasileros, por los cuartos de final de la Sudamericana. Me llevaron y me trataron “como a una reina”. Me pusieron un par de muchachos para que me cuidaran, fue muy interesante. Lo primero que me sorprendió fue el nivel de organización que tienen. Funcionan como un relojito: se despliegan éstos por acá, éstos por allá, la bandera, la banda, los que cuidan, los que gritan, mucho celular, están todo el tiempo comunicándose. Pese a que se suele pensar a la barra como una horda de bárbaros desenfrenados que arrasa todo a su paso, en realidad la función es la contraria: garantizar el orden. La tribuna ahora es un lugar donde no hay ni pequeños rateros, ni pequeños dealers, ni inseguridades diversas, porque ellos aseguran que se mantenga el orden. Su orden, claro.

El poder autónomo que ha desarrollado...

–Un momento muy interesante en la evolución de la hinchada y el sentido del aliento es cuando comienza a cantarse a sí misma porque percibe que los jugadores son algo totalmente variable, y que lo único que permanece y dura es la hinchada.: “Vamos, vamos, Argentina (o Boca Juniors)... Vamos, vamos a ganar... Que esta barra quilombera, no te deja, no te deja de alentar”, dice el cantito. La “barra quilombera” es la condición. Cuando yo era chico cada jugador tenía un cantito; ahora no, salvo en casos muy especiales, y en cambio la hinchada se canta cada vez más a sí misma. Yo tenía esta hipótesis que me parecía interesante y la había pensado para el primer capítulo, hasta que escuché a la hinchada cantando exactamente eso, con lo cual mi idea quedó transformada en una obviedad: “Pasan los años, pasan los jugadores y La Doce está presente y no deja de alentar”.

No es un mito sino una verdad histórica que Boca fue el primer equipo que alcanzó una popularidad masiva, el primero en tener una hinchada mucho más expresiva que otras.

–Lo interesante es cómo eso durante muchos años fue la expresión cultural de un hecho sociológico: Boca era popular porque su hinchada era de clase baja y media baja. Y cómo ahora, si sos o te hacés hincha de Boca, es para adoptar los valores culturales que tienen que ver con eso.

Hay un momento durante el “macrismo” (o el peronismo menemista) en que se convierte en un hecho fashion acercarse a lo que se cree popular.

–Sí, la Bombonera empieza a cambiar de aspecto y la gente que va empieza a ser otra. Se transforma en esta especie de “espacio seguro” que dice Macri en algún momento del libro.

Ni jugadores, ni técnicos, ni dirigentes... Lo único que queda son los colores, muy desdibujados ya, y la hinchada. Entonces, ¿dónde está la identidad, sólo en ese vínculo?

–Y también en esta especie de condición cultural que hace que si sos jugador de Boca, aunque sea por un año, sabés que tenés que poner huevos, que tenés que tirarte al suelo de vez en cuando y que no tenés que darte por vencido nunca, porque si no te van a reputear. Hay algo intangible, que también permanece, que es lo que se supone que informa ese espíritu bostero. Los jugadores que se adaptan a eso son los que la hinchada quiere; los otros no duran.

La hinchada, en general, no putea a los jugadores: putea a los dirigentes, al referí, se jacta de sí y putea a la hinchada rival.

–Sólo encontré cinco o seis cantitos que van subiendo de tono, que son los únicos momentos en los que la popular putea. Pero tampoco se putea a un jugador: sólo cuando se siente que no están poniendo lo que hay que poner.

Poner, más que jugar bien...

–Claro. Pero si lo que caracteriza desde el principio al fútbol argentino es el fútbol bien jugado, ¿cómo es eso que Boca, que es el equipo más definitorio del fútbol argentino, juegue a otra cosa? ¿Qué pasa...? ¿Boca no juega fútbol argentino? Ese debate está en el medio de la discusión sobre “la nuestra”, con opiniones como la de Valdano y eso de que el supuesto fútbol “de izquierda” es el fútbol elegante, bien jugado, laborioso, trabajado. A mí me gusta ese fútbol, pero me cuesta creer que los equipos de izquierda sean River, el Real Madrid o el Manchester, y que los equipos “de derecha” sean Boca, Peñarol... Hay algo que no va. Que el fútbol argentino esté representado por un equipo que no juega fútbol argentino era una supuesta contradicción que me incomodaba mucho. Entonces empecé a preguntar, y el que me dio la respuesta fue Santella, el ex preparador físico de Boca con Bianchi, que me contó que en Italia, cuando un equipo quiere juego bonito, compra a un brasilero; y cuando quieren ganar un campeonato, compran a un argentino porque pone huevos. Entonces quiere decir que en el gran supermercado del fútbol, cuando compran a un argentino lo compran por jugar tipo Boca, no por ese supuesto jogo bonito. Ahí me tranquilicé un poco. Lo que decía también el italiano es que lo que hacían era comprar a un argentino, porque si compran a dos ya se empiezan a pelear entre ellos y les arman quilombo.

¿Es cierto que cuando Boca pierde no sólo se alegran las gallinas sino todos los demás?

–Creemos que es cierto, estamos convencidos de que estamos solos contra todos: si se verifica o no, no importa mucho. Y es curioso, porque lo lógico sería –en la ecuación de todos contra uno– que fuera todos contra River, ya que en teoría ellos son los asquerositos, los agrandados, los millonarios. Nosotros, al menos por tradición, somos los que la peleamos desde abajo, los que siempre la ganamos con esfuerzo. Pero en los hechos no es así.

Boca actualiza las contradicciones. Lo multiforme es difícil de abarcar desde la ortodoxia, provoca rechazo: por izquierda y por derecha.

–Es cierto que los ataques vienen con dos lugares totalmente distintos: o son todos bolivianos, paraguayos, negros de mierda (un ataque a la supuesta condición de clase), o se subraya la condición de aliados del poder, la hegemonía.

¿Cómo les hacemos entender que el punto está en otro lado?

–Pero, ¿qué es ese otro lado? ¿Esa emoción un poco pavota que nos agarra cuando estamos todos juntos en la cancha? Por ejemplo, la segunda mitad del año pasado fue un poco boluda para Boca. Por eso fue tan visible la final de la Sudamericana. Los días en los que la cancha de Boca está llena es algo exultante. Hay pocas cosas que se le comparen.

Venís por la escalinata, subiendo, sacás la cabeza y ves todo eso...

–No me canso de maravillarme: vas por unos pasillos de mierda, con olor a meo, sucios y oscuros, y de pronto entrás a esa explosión multicolor de gritos y de tensión increíbles. Lo lamento mucho por los que se la pierden. Para mí fue un lujo hacer este libro.

Te dejó contento.

–Me dejó muy contento haber podido pasar casi un año averiguando y pensando sobre algo que para mí era pura diversión. Tenía mucho miedo de que esa pretensión de entender me quitara el placer o el sentimiento, pero por suerte no me lo arruinó. Me gustó haber podido pensar sin avergonzarme del sentimiento, haber podido incluir la reflexión como un momento más de esa pasión bostera, y no haberme sentido obligado a contraponer sino a hacer con todo eso –la pasión, la reflexión y la curiosidad– un mix donde todo se uniera y ayudara mutuamente sin descalificarse.

Martín Caparrós, Boquita, Planeta, 2005.

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