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Domingo, 8 de mayo de 2005

MúSICA > JOHN ADAMS, LA FILARMóNICA DE NY Y EL 11-9

Oficio de tinieblas

La Filarmónica de Nueva York y el Lincoln Center le encargaron al compositor norteamericano más reconocido y popular para conmemorar los atentados del 11 de septiembre de 2001. John Adams respondió con una composición tan sobrecogedora como demagógica y norteamericana (que, como si fuera poco, encierra un secreto: una obra dentro de una obra).

 Por Diego Fischerman

Oficio de tinieblas. O tinieblas oficiales. Una catástrofe causada por un atentado terrorista y una orquesta fundada a fines del siglo XIX por la presunta aristocracia de la que en ese entonces era la ciudad menos aristocrática del mundo, solventando un encargo con “el generoso aporte de una antigua familia de Nueva York”. Una ciudad y una orquesta, la Filarmónica de Nueva York, que, desde hace ya bastante, están en el centro del planeta. Un compositor clásico premiado varias veces con el Grammy –con esta obra también sería premiado, en la reciente edición 2005– y, curiosamente, acusado de pro-palestino a causa de una ópera en que ellos eran los buenos y los judíos los villanos –The Death of Klinghoffer (1991)–.

Una obra definida por su autor como “espacio de la memoria”. Y un espacio, el del vacío que desde el 11 de septiembre de 2001 ocupa el lugar de las Torres Gemelas de Manhattan, retratado, en las fotos del álbum que contiene esa composición, en su lado más cercano a la guerra final de Terminator. Espacio de ciencia-ficción, en todo caso, traducido musicalmente, en primer lugar, con los propios ruidos de la calle: el viento, los motores cercanos. Luego están las voces. Y palabras que se repiten, que se entienden o se ocultan, superponiéndose, de a poco: “missing”, “I’ll miss you, my brother, my loving brother”, “remember”, “it was a beatiful day”. John Adams, el compositor estadounidense más reconocido, con mayor dominio técnico, con más sensibilidad teatral y, también, el más popular de la actualidad, dice haber sabido de inmediato lo que quería hacer cuando el Lincoln Center y la Filarmónica de Nueva York le pidieron una obra “en memoria de los héroes y de las víctimas de los ataques del 11 de septiembre de 2001”. Dice, en un reportaje difundido por la propia orquesta, que “sabía que el trabajo y la inmersión que eso me demandaría me ayudarían a responder preguntas y dudas referidas a mis sentimientos acerca de lo sucedido”. Y dentro de la obra suena, entonces, otra obra: la trompeta lejana, solitaria, de La pregunta sin respuesta, una composición enigmática y genial de Charles Ives, alguien que, a comienzos del siglo XX, ya retirado de la música, vendió seguros y tuvo sus oficinas en esas mismas calles hoy devastadas.

La obra de Adams se llama On the Transmigrations of Souls. En la grabación, realizada en vivo en septiembre de 2002, en el Avery Fisher Hall del Lincoln Center, participan los New York Choral Artists, conducidos por Joseph Flummerfelt, y el Brooklyn Youth Chorus que dirige Diane Berkun. El solo de trompeta (“la pregunta sin respuesta”) está a cargo de Philip Smith, la voz del joven que lee los textos de las víctimas y sus familiares –colocados por ellos en especies de altares laicos, entre las ruinas del World Trade Center– es la de Preben Antonson, secundada por Sam Adams, Emily Adams, Ditsa Pines, Deborah O’Grady y Morgan Staples. Y el director es el nuevo titular de la orquesta, Lorin Maazel. La composición que junta los iconos más mimados de la cultura neoyorquina (menos mal que falta Wynton Marsalis) para poner en escena la cara oficial del dolor es una rara –y norteamericana– mezcla de efectismo demagógico y talento. Puede costar aceptarlo pero On the Transmigration of Souls es sobrecogedora. Las voces sobreimprimiéndose a los sonidos de la calle y de una orquesta cuyo plan va notándose a medida que la pieza transcurre, para llegar primero a un clímax terrorífico, sobre las palabras “Love” y “Light” y luego hacia la progresiva extinción, nuevamente en los sonidos de la calle, pero esta vez superpuestos a la voz de una mujer que dice el texto casi impersonal, casi poético, que dejó grabado Madeline Amy Sweeny, asistente de a bordo de uno de los aviones estrellados: “Veo agua y edificios...”.

El texto firmado por el musicólogo David Schiff, incluido en el librito del CD, habla de los sonidos de la calle y de la superposición de lenguajes sonoros como señales de los mass media. Adams, dice, “rompió la división entre la cultura de la alta burguesía, que produjo orquestas como la Filarmónica de Nueva York (y su repertorio) en el siglo XIX y la cultura de masas que tuvo lugar en el XX. El creó una música que refleja y exalta la sabiduría del público”. Tal vez no sea cierto. Pero importa poco. El propio Adams, un graduado de Harvard que asegura haber aprendido allí más del rock que escuchaban los alumnos que de las imitaciones al arte europeo que enseñaban los maestros, reniega de la idea de curación. “Siempre me pongo nervioso cuando se habla de curación en relación con el arte. Me hace acordar que los norteamericanos pueden encontrar curativas un montón de cosas. Un criminal es sentenciado a muerte y ejecutado y entonces algunos hablan de curación. Es asombroso. Por lo tanto, no es mi intención ser curativo. Evito también las palabras requiem o memorial porque sugieren con demasiada facilidad convenciones que la obra no comparte. Puedo hablar, eventualmente, de ‘espacio de la memoria’. Es un lugar adonde se puede ir y donde se puede estar solo con los propios sentimientos y emociones. La conexión con un evento particular –en este caso con el 11-9– está allí si se la quiere ver. Pero yo creo que tiene que ver con experiencias humanas que van más allá. Con ‘transmigración’ no me refiero al cambio de estado de la vida a la muerte, además, sino, también, a los cambios en las almas de los vivos. A las transformaciones que produce el sufrimiento.”

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