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Domingo, 15 de mayo de 2005

MúSICA > EE.UU. EN LA VOZ DE BRUCE SPRINGSTEEN

El llanero solitario

Sin leyendas desmedidas, ni depresiones abismales, ni reclusión monacal, y con apenas 13 discos en treinta años, Bruce Springsteen se ha convertido en una estrella opaca pero constante que viene capturando el espíritu de cada una de las épocas en las que brilló. Ahora, en Devils and Dust, su mejor disco en años, ilumina el peso de la soledad en el desolador paisaje de la Norteamérica de Bush.

 Por Mariana Enriquez

En las canciones de Bruce Springsteen, Estados Unidos es un territorio enorme y desolador, un paisaje de carreteras y frontera donde el movimiento perpetuo de los que lo recorren es la fuga y la búsqueda de una tierra prometida que por intangible –¿imposible?– es aún más melancólica. Springsteen no es un artista prolífico: empezó su carrera en 1973 con Greetings from Asbury Park y desde entonces sólo lanzó trece discos: lejos de la sobrevalorada incontinencia, se preocupó que cada disco fuera “importante” –porque Springsteen es un artista que a veces divierte y se divierte, pero por lo general es sumamente serio– y lo logró: su carrera tiene algún tropiezo, pero ningún fallido claro. De todos modos, ninguno de sus discos puede compararse con la experiencia de escucharlo en vivo con The E-Street Band, una catarsis épica que lo transformó en uno de los artistas más pirateados de la historia. Springsteen es intenso, ampuloso, profundo, es decir, material de burla para quienes prefieren la seguridad de la ironía: se sabe, es muy difícil equivocarse si el camino es la levedad, pero es aún más complicado tomarse a sí mismo en serio sin caer en la vanidad –y esto es lo que el hombre de Nueva Jersey viene haciendo con una coherencia y candidez sin precedentes.

Por eso, a lo mejor, es el único que dio en el blanco ahora mismo, cuando la “protesta” contra el gobierno de George W. Bush se hizo lugar común –a veces sincero, a veces oportunista–. Devils and Dust es el disco que había que escribir en estos tiempos de venganza y fundamentalismo, una exploración del alma de los Estados Unidos –Springsteen no pierde el tiempo con menudencias– expresada en retazos de vidas y personajes: inmigrantes mexicanos que mueren cruzando la frontera, un hombre que patrulla caminos y sólo encuentra consuelo en la cama de María, un padre que ruega por que sus hijos cometan sus propios errores –y no los suyos–, un soldado que cruzó alguna línea moral (en el estremecedor “Devils & Dust”: “Soñé con vos anoche/ En un campo de sangre y piedra/ La sangre se secaba/ El hedor se elevaba/ Tengo mi dedo en el gatillo/ Y esta noche la fe no es suficiente/ Cuando miro dentro de mi corazón/ Sólo hay demonios y polvo”), un boxeador acabado que sólo le pide a su madre una cama para dormir por una noche, un joven negro que huye de casa (“Black Cowboys”), un hombre separado que encuentra un placebo en la cama de una prostituta (“Reno”), un borracho que quiere acompañar a una chica hasta su casa. No hay bajada de línea en Devils and Dust, no hay golpearse el pecho ni diatribas, pero es el disco más político posible para la hora oscura de Estados Unidos en toda su desazón. Un disco acústico, sin estridencias, que transpira soledad. Y es que el cuestionamiento de Springsteen fue constante, nunca obvio y siempre mucho más profundo que un mero pataleo. El crítico Hank Latey comparaba su obra con el poema “Let America Be America Again” del poeta negro Langston Hughes:

“Que mi tierra sea la tierra donde la libertad
No esté coronada por la falsa corona del patriotismo
Donde la oportunidad es real, y la vida libre
Y la igualdad está en el aire que respiramos
(Nunca hubo igualdad para mí,
Ni libertad en esta tierra de los libres)
¿Quién es el que murmura en la oscuridad?
¿Y quién es el que cubre con un velo las estrellas?”

Springsteen se mueve justo ahí, entre la esperanza, el desencanto y la oscuridad que acecha en los grandes espacios que en su obra parecen simbolizar el alma vacía de Estados Unidos. En “Nebraska”, la canción que daba título a su primer disco acústico de 1982 –un riesgo inédito para la época– la oscuridad estaba representada por el asesino de masas adolescente Charles Starkweather que asoló las rutas en una matanza frenética sin motivo. Y dos años después se encarnó en “Born in the U.S.A.”, una canción que fue utilizada por Ronald Reagan en campaña, y desató un malentendido que se mantiene hasta hoy: la concepción de Springsteen como republicano patriotero. Lo cierto es que Reagan utilizó ese tema sólo por el eufórico estribillo y decidió ignorar –y neutralizar– el contenido: “A la sombra de la penitenciaría/ Cerca de los gases de la refinería/ Hace diez años que estoy por los caminos/ Ningún lugar donde correr, ningún lugar donde ir/ Nacido en Estados Unidos”. Springsteen fue el primero en quejarse, pero poco podía hacer. El año pasado sucedió otra vez: “The Rising” fue usada para la campaña de John Kerry. Es probable que esta vez Springsteen no haya rezongado, pero es sintomático que tanto el Partido Republicano como el Demócrata encuentren referencias en su obra: la apelación al “hombre común” de Springsteen, su formidable empatía –David Fricke en Rolling Stone decía “los problemas de este disco son los problemas de nuestros vecinos”–, sean quizá la ambición de líderes que intentan acercarse a ese pueblo extraño, desmovilizado, tan fascinante como aterrador.

Soledades

El otro gran tema de Springsteen –que no tiene tantos, como suele ocurrir con los grandes artistas– es la redención por el amor, o mejor, la esperanza de paliar la soledad y encontrar la elusiva trascendencia en un compañero. El ejemplo más clásico –y más hermoso– es el clásico “Thunder Road” de su gran disco Born to Run, donde aparece Mary, nombre genérico, personaje constante, la mujer que Springsteen construye no como ideal, sino como “real”: “Había fantasmas en los ojos/ De todos los chicos que dejaste ir/ Hechizan el polvoriento camino de la playa/ En Chevrolets arruinados con forma de esqueletos/ Gritan tu nombre de noche en la calle/ Tu vestido de graduación yace desgarrado a sus pies/ Y en la frialdad de antes del amanecer/ escuchás rugir sus motores/ Pero cuando salís al porche desaparecieron en el viento/ Así que Mary, subí a mi auto/ Este es un pueblo lleno de perdedores/ Y estoy huyendo para que sea distinto”. En Devils & Dust, Mary (ahora María) está lejos, y el protagonista de “Reno” la recuerda cuando pasa la noche junto a una prostituta: “Estaba seguro que el trabajo y esa sonrisa que llegaba desde debajo de tu sombrero era todo lo que necesitaba. Pero, de alguna manera, todo lo que uno necesita nunca es suficiente/ Vos y yo, María, aprendimos eso/ Me resbalé de su boca y ella me dijo “estás listo”/ Se sacó el corpiño y la bombacha, humedeció su dedo, se lo puso dentro y se trepó sobre mí en la cama/ Me sirvió otro whisky y dijo: “Por lo mejor que alguna vez hayas tenido”/ Nos reímos y brindamos/ Pero ella no era lo mejor/ No estaba ni cerca de serlo”. Y la desesperación por la compañía queda patente en “All The Way Home”: “Sé que no hay motivos para que confíes en mí, pero si no tenés ganas de estar sola/ Dejame que te acompañe a casa/ El amor no deja nada atrás, salvo sombras y vapor/ Seguimos adelante, es nuestra triste naturaleza/ Es como esa vieja canción de los Stones, que la banda está arruinando”.

A veces, la soledad y la distancia impregnan la música. “Devils and Dust”, con guitarra acústica, la armónica y un clima que crece hasta la inminencia del estallido, suena exactamente como una tormenta de viento sobre una tierra baldía. La euforia con saxo desatado de “Born To Run” (1975) suena exactamente como un auto a toda velocidad por una carretera perdida. “Wreck on the Highway”, la mejor canción del álbum doble The River (1980) tiene el murmullo horrible que sucede a un accidente: “Había sangre y vidrio por todas partes/ Y no había nadie allí salvo yo/ Y mientras la lluvia caía dura y fría/ Vi a un hombre al costado del camino/ Que lloraba ‘Señor, ayúdeme por favor’”. El final de esa canción es conmovedor: “A veces me siento en la oscuridad y miro a mi chica cuando duerme/ Después subo a la cama y la abrazo/ Me quedó allí despierto en medio de la noche/ Pensando en el choque en la ruta”. En su nuevo disco, esa fragilidad está expuesta en “Matamoros Bank”. Escribía el crítico Hank Kalet: “Abre con una simple y solemne guitarra acústica, y sus primeros versos hablan de la muerte junto al río Grande. Pero es una pura y dulce canción de amor, un poema de amor y conexión ofrecido por un amante separado por la distancia. Esa distancia es palpable, casi física. Puede ser leída como un poema de redención a través del amor y la fe, o como un cuento a la manera de Steinbeck, como el amor negado para alguien en un mundo que derrota al individuo”.

La estrella opaca

Springsteen no fue siempre un artista respetado. Para muchos que viven en la confusión permanente –que él apenas se molesta en aclarar– se trata de un rocker épico y populista que apenas merece atención. Durante la primera etapa de su carrera, hasta el éxito indiscutible de Born To Run, se lo consideró apenas un mal clon de Dylan. En realidad, Springsteen es más bien una síntesis de los grandes canalizadores de esa entelequia llamada “americana”: la sensualidad y desazón de Elvis Presley junto con la poesía de “alta cultura” dylanesca. Sólo que Springsteen es un poeta que no se impone como tal, y no por falsa modestia, sino porque sus preocupaciones pedestres (“realistas”) están más cerca de la narración y, en este sentido, de los escritores norteamericanos clásicos. Además, no se destaca por excentricidad alguna: ni la autodestrucción y el status icónico de Elvis, ni la santificación-reclusión de Dylan: es casi un trabajador de la música, de gira constante, sin escándalos ni depresiones ni caídas (apenas alguna crisis de mediana edad reflejada en Tunnel of Love, excelente disco de 1987 que fue la crónica de su divorcio). Tímido y corto, en las entrevistas se lo ve casi incómodo, sin grandes revelaciones que ofrecer, entusiasta; se adivina al chico de Nueva Jersey que armaba y desarmaba bandas mientras vivía de prestado en casas de amigos, la cara destrozada por el acné, el pelo largo para cubrir los restos de la adolescencia. Ni siquiera tuvo grandes problemas con sus compañeros de banda, no es célebre por excesos ni romances. Todos los mitos están en sus canciones, y Springsteen los refiere, no los vive. Nadie puede decir que su vida es más interesante que su arte, y hay que pensar de cuántos más se puede decir lo mismo. Todo un anacronismo en tiempos donde la categoría de “autor” ha caído en decadencia, pero semejantes elucubraciones posmodernas ni siquiera rozan –ni le pasan por la cabeza– al hombre que detesta ser llamado “El Jefe”. Su interés es apenas capturar el espíritu de la época, y lo hace cada vez: en los restos del sueño folk con Greetings from Asbury Park, en el fin de la juventud con Born to Run, en la oscuridad de la década del 80 con The River pero especialmente en el despojo de Nebraska (1982); si los ‘90 lo tuvieron algo desorientado, el nuevo milenio lo encuentra más lúcido que nunca, escribiendo sus mejores canciones en años. Ya lejos de lo bombástico, Springsteen no necesita rabiar o irradiar euforia para que su energía creativa sea implacable. Devils and Dust es un disco tenso y calmo, tan sincero que estremece. Será muy, muy difícil que algún otro artista “comprometido” pueda superar semejante marca.

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