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Domingo, 22 de mayo de 2005

ARTE > UNA MUESTRA QUE REDIME AL MUSEO METROPOLITANO

Las habitaciones de la mente

La muestra grupal Ocultar para Ver tomó por asalto las habitaciones del hoy tristemente célebre Museo Metropolitano. Dos de los trabajos parecen compartir algo más que el espacio: el poder de conjurar el pasado que duerme en los objetos de una casa.

 Por María Gainza

Como las estaciones del año, el arte suele adelantarse a su tiempo. A veces, de maneras escalofriantes. Desde su misterioso título, la muestra Ocultar para Ver inaugurada hace unas semanas en el Museo Metropolitano (una casa de principios de siglo XX que de museo tiene poco y nada, o quizá tanto como de museo tiene el Museo Renault) parece haber anunciado la oscura vendetta familiar que hace unos días se avecinó sobre el edificio. Pero hizo más que eso. Curada por la infatigable Victoria Noorthoorn, la muestra reflotó –con un conjunto de trabajos sensibles que giran en torno de cómo ciertas estrategias de ocultamiento pueden iluminar más que oscurecer– un espacio que hasta este momento no había hecho más que amontonar sobre sus paredes puestas de sol acarameladas y abstracciones de dudosa expresión. Acá dos de los trabajos más potentes, dos maneras inteligentes de reutilizar el espacio arquitectónico sin tener que recurrir al consabido cubo blanco.

I

La instalación de Luciana Lamothe ocupa por entero una de las habitaciones de la casa. Dos caballetes como pirámides ancianas se levantan sobre un plástico negro. Un puñado de puertas encontradas en el sótano del edificio se apoyan indolentes sobre la pared; habían sido pintadas de blanco, pero eso, salvo por algunos rasguños, ahora apenas se nota. Lamothe rasqueteó la pintura, dejándola caer como caspa sobre el piso. A ciertas horas del día, la luz que entra por el ventanal que da a la calle se desparrama en tiras azules sobre el parquet.

Lo de Lamothe es una puesta en escena, una instalación –por falta de mejor palabra– construida en dos partes: la primera supone un trabajo de recuperación, un poco como el que realizó el artista norteamericano Mark Dion cuando recientemente excavó el jardín del Museo de Arte Moderno de Nueva York para buscar los restos de las casas donadas por John D. Rockefeller Jr. al museo, y tiempo después demolidas en una ampliación. En los Estados Unidos hay un nombre para este tipo de trabajo. Lo llaman “arqueología de rescate”: es básicamente un permiso otorgado a los arqueólogos para entrar a los edificios horas antes de la demolición. A salvar lo que se pueda. El trabajo sobre la recuperación de objetos desaparecidos y sobre qué clase de conocimiento sobre el pasado éstos nos pueden aportar es similar en ambos artistas. Pero a continuación, en una segunda etapa, ellos toman caminos diferentes. Dion tiene un afán ordenador, científico, y suele exhibir sus hallazgos dentro de vitrinas, armando colecciones a lo Jean-Baptiste Lamarck, que intentan recuperar algo de saber perdido pero, sobre todo, reflexionar sobre nuestros hábitos de clasificación y catalogación. El trabajo de Lamothe, en cambio, es más austero pero más invasivo y por eso también, más contundente. La artista quita, elimina lo superfluo y, en un gesto así, plantea un discurso sobre el afán de una cultura por conservar elementos que, como todo en este mundo, nacieron para crecer hasta cierto punto y luego, exhalando recuerdos, desmoronarse. En la novela Hermosos y malditos de Francis Scott Fitzgerald la indómita Gloria Gilbert le habla así a su marido: “Quiero que esta casa recuerde su esplendoroso momento de juventud y belleza, y quiero que sus escalones crujan como si los pisaran mujeres con miriñaques y hombres con botas y espuelas. Pero la han transformado en una enana anciana de sesenta años, teñida de rubio y demasiado maquillada. No existe ninguna razón para que tenga un aire tan próspero”. El respeto por el pasado, parecería sostener Lamothe con esas puertas alguna vez pintarrajeadas de blanco y luego hechas a un lado, no consiste en hablar en voz baja y caminar en puntas de pie.

La arqueología trabaja con lo que ha sobrevivido y lo que sobrevive habitualmente es el vidrio, la cerámica o la piedra. Históricamente la madera perece con facilidad. Entonces mirar el trabajo de Lamothe con esas tablas de madera sobrias y caballetes rigurosos tiene algo de ese elemento sagrado que supone mirar una ruina de la Antigüedad clásica. Pero si una ruina está hecha de los restos de un edificio, ésta es entonces una obra en construcción, es decir, una ruina al revés. Lamothe, quien alguna vez encadenó baldosas quebradas y flojas en una vereda, tiene un trabajo hipnótico que conjura la sensación física del tiempo y la existencia como la llama de una vela en una ventana. Y aunque es difícil decir qué hace a una buena obra, la de Lamothe lo es. Pero quizás, como escribe Updike en Busca mi rostro, después de todo sea mejor no seguir indagando. Porque ya se sabe: “los entrevistadores y los críticos son enemigos del misterio, la indeterminación que da vida al arte”.

II

Si los objetos almacenan recuerdos como esponjas sedientas que absorben agua, llegado un momento deben ser escurridos o, de lo contrario, corren riesgo de rebalsar. Esta es la materia de la que están hechas las obras de Ana Gallardo. ¿Cómo se mueven los recuerdos por las habitaciones de la mente? ¿Cuál es el peso específico de un recuerdo? ¿Qué hay por detrás de un recuerdo? ¿Otro?

Gallardo ocupó un sector reservado de la casa. Dos habitaciones aisladas, íntimas, y el primer lugar hacia donde uno se escabulliría durante un juego de escondidas. Pero ocurre que en esos espacios, más que escondernos del mundo, es el mundo el que se nos viene encima. La primera habitación de Gallardo está repleta: lámparas sobre sillas sobre sillones sobre mesas sobre colchones; todo se agolpa contra la puerta franqueándonos el camino. No podemos saber qué hay detrás, pero intuimos que más de lo mismo. Es el reverso de aquella obra de Bruce Nauman que presentaba un cuarto vacío y dentro una voz que repetía: “¡Sal de mi mente! ¡Sal de esta habitación!”. Acá no podemos entrar. Su mente abarrotada de pasado nos empuja.

“Es una reconstrucción de los muebles de mi casa de la infancia. Un lugar tremendo: frío, caótico, sucio y vacío”, relata Gallardo, quien ahora como en una suerte de Ultima cinta de Krapp está empezando un trabajo sobre las historias de amor que recuerdan las abuelas. La habitación de Gallardo estalla de objetos. Pero sucede que lo que uno recuerda sustituye poco a poco lo que realmente aconteció (los fósiles son eso: partículas minerales que llenan la forma de un organismo que se ha podrido, una suerte de moldeado en cera). Entonces la puerta tapiada mira hacia otra puerta; es la entrada a una segunda habitación, minúscula y con techo abovedado. Un templete sobre cuyas paredes y techo flotan las imágenes residuales de los muebles. Quizás el lugar a donde, por las noches, Gallardo regrese con una linterna para recuperar los recuerdos que amenazan con desaparecer.

En las novelas sentimentales del siglo XIX había una habitación vedada a las visitas, un lugar al que la heroína no podía acceder. El cuartito de Gallardo recuerda a Jane Eyre de Charlotte Brontë, pero más aún a la Rebecca de Daphne du Maurier. Así Hitchcock lo intuyó cuando vio en esa novela no sólo la historia de una joven obsesivamente celosa de la difunta mujer de su marido, sino un libro sobre cómo el pasado vuelve. “La otra noche soñé con Manderley de nuevo. Me pareció estar parada frente a la puerta de hierro que llevaba a la avenida y por un momento no podía entrar; el camino estaba bloqueado”, dice la anónima protagonista de Rebecca. O bien el pasado regresa, o bien nos aferramos a él como maderitas en el mar porque el futuro es insoportablemente incierto: “Quería permanecer sentada ahí. Sin hablar, sin escuchar a los otros, sólo guardando el precioso momento para el resto del tiempo. El futuro se desenrollaba por delante, desconocido, quizá sin ser lo que queríamos, ni lo que habíamos planeado. En cambio este momento era seguro y no podía ser tocado. Un gracioso fragmento del tiempo del que Maxime no se volvería a acordar. Ahora estaba hablando sobre cortar el césped y Beatrice le daba la razón. Para ellos dos, era apenas después del almuerzo, las tres y cuarto de una tarde cualquiera, una hora como cualquier otra en un día más. No querían guardarla, prisionera y segura como la quería yo. Ellos no tenían miedo”.

La casa de Gallardo está cargada por las historias de sus antiguos ocupantes. Pero Gallardo no es una heroína sentimental que intenta recuperar lo perdido por el mero regodeo en el pasado sino una artista inteligente que reconoce que aun si pudiera hacerlo, éste ya no sería el mismo. Hasta el sol brillaría distinto en el cielo, echando otras sombras sobre las cosas.

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La instalación de Ana Gallardo, con muebles y dibujos sobre la pared.
 
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