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Domingo, 23 de junio de 2002

El hombre de la rosa

CASOS Un monasterio medieval en la cima de una montaña escarpada. Una biblioteca con una puerta impenetrable. Centenares de incunables que desaparecen sostenidamente. Y una única pista: una rosa de plástico en los anaqueles vacíos. Radar transmite desde la escena del crimen.

 

Por Eduardo Febbro, desde el Mont Sainte-Odile, Alsacia

a montaña más alta de Alsacia, el monte Sainte-Odile, tiene tantos misterios como años acumulados los muros de este monasterio cuyas primeras piedras fueron colocadas en el siglo VII. Una de sus numerosas leyendas cuenta que el monte Sainte-Odile constituye una de las cumbres de un gigantesco triángulo energético del que emergen las energías secretas de la tierra. Otra le atribuye orígenes paganos al muro de 10 kilómetros que protege el acceso al emplazamiento del monasterio y que, desde hace siglos, es objeto de cultos extraños donde se mezclan prácticas telúricas de todo tipo. Arqueólogos y expertos de varias disciplinas siguen sin ponerse de acuerdo sobre los orígenes de esa muralla única en Europa construida durante el primer milenio antes de Jesucristo; es decir, mucho antes que el monasterio. Los arqueólogos aducen que protegía los accesos a un recinto sagrado, lugar de cultos y celebraciones desconocidas. El padre Alain Donius tiene el hábito de escuchar estas historias y otras tantas explicaciones proféticas y sobrenaturales sobre este monte donde convergen 6000 años de historia. Nada, sin embargo, se asemeja al misterio que absorbió sus días y sus noches a lo largo de dos años seguidos. Alain Donius, director del monasterio del monte Sainte-Odile, tuvo que resolver primero solo y luego con la ayuda de Dios, la policía y la tecnología un enigma que, en ciertos momentos, le pudo haber parecido de orden divino: ¿cómo explicar la paulatina pero constante desaparición de cientos de libros preciosos de la biblioteca del monasterio del monte Sainte-Odile?


Horror vacui
La única referencia en la materia que existía pertenecía al orden de la ficción. Umberto Eco, en El nombre de la rosa, ya había tratado esas cuestiones que hacen de los libros los depositarios de un arcano más poderoso que la vida misma. Pero el padre Alain Donius estaba enfrentando un problema real: en un monasterio con más de 15 siglos de antigüedad, construido a 763 metros de altura sobre una montaña escarpada y asomado a las planicies de Alsacia, los libros desaparecen por centenas de una biblioteca cuyas puertas y ventanas no presentan ni la más mínima fractura o signo de forcejeo... y una cautivante flor artificial descubierta en la escena del crimen, como si una mano invisible la hubiese depositado allí para decir “he estado aquí”. Cuando en diciembre del 2001 Alain Donius descubrió un pequeño agujero sobre la puerta de la biblioteca todavía no se había dado cuenta de que el primer robo de libros databa de agosto del 2000. Pensó que “alguien” había hecho el agujero con la intención de saber “si la puerta de la biblioteca estaba blindada”. Por precaución, Donius procedió al cambio de las cerraduras y se quedó tranquilo. Como había asumido su cargo apenas un mes antes, el padre no se percató de que ya faltaban decenas de incunables, esos libros únicos publicados desde la invención de la imprenta hasta el siglo XVI.
Donius pensó que la amenaza de robo estaba descartada hasta que, en la primera quincena de enero de este año, advirtió la desaparición de 40 volúmenes. Situado en el primer piso de una capilla romana, en el sector más antiguo del convento, el recinto de la biblioteca no presentaba huellas de violencia. Pero los libros se habían esfumado como por arte de magia. Donius no tuvo tiempo de hacerse demasiadas preguntas. Dos semanas más tarde, no fueron 40 los libros esfumados sino cientos de volúmenes. El padre recorrió azorado las estanterías vacías constatando que el “fantasma” vaciaba los estantes “según un orden que únicamente él conocía”. Fue en el curso de esa “segunda desaparición constatada” que el director del monasterio dio con la rosa artificial: había sido colocada en el agujero hecho sobre la puerta de la biblioteca. “Alguien se está burlando de mí”, se dijo el padre antes de cambiar no una sino todas las cerraduras de acceso a ese sector del convento. Donius perdió el sueño y empezó a sospechar de los 50 empleados del establecimiento que hoy funciona como un hotel restaurante visitado por decenas de miles de peregrinos. La situación llegó a un punto tal que el director de Sainte-Odile reconoce que “en un momento las sospechas se dirigieron hacia el mismo director”. Razones no faltaban para sospechar hasta de las mismas sombras: “Era imposible comprender cómo se esfumaban los libros. No había nada roto pero la biblioteca se vaciaba. Llegué a soñar que abría la puerta y no encontraba ni un solo libro”, dice Donius. La desaparición de los libros se volvió una obsesión. Donius empezó a observar a todo el mundo con ojos desconfiados, recorrió tanto de día como de noche los pasillos del monasterio buscando un indicio o una explicación. Lo único que encontró, repetida, puntualmente, fueron los estantes cada vez más vacíos de su biblioteca.

Divino misterio
Ni siquiera Borges hubiera imaginado una solución tan compleja. ¿Quién hubiese adivinado que el autor del robo no era otro que un joven de 32 años residente en Alsacia, ingeniero mecánico de profesión y apasionado de los libros antiguos al punto de hurtar los incunables de un monasterio sin dejar otra huella más que la voluntaria rosa de plástico? En ese momento el padre Donius ignoraba que el joven coleccionista había procedido en dos tiempos. Primero obteniendo una copia de las llaves de la biblioteca y luego, cuando el director cambió las cerraduras, gracias a un plano del monasterio en el que se describía con lujo de detalles un pasaje secreto de cuya existencia ni el mismo Alain Donius estaba al corriente. Luego del segundo robo, Donius hizo firmar un documento a todo el personal, incluidos los tres curas y las cuatro religiosas, certificando que nada tenían que ver con el robo de los libros. “El enigma era tal que ni siquiera me animaba a poner los pies en la biblioteca. Nadie sabía cómo Él salía y entraba. Por lo tanto, era legítimo pensar que Él siempre estaba entre nosotros.”
Presencia divina, etérea y constante cuyo único interés eran los libros de esa biblioteca de austeras columnas, de ventanas con vitrales y baldosas rústicas. El rigor y la armonía de la arquitectura romana estaban simbolizados en ese espacio a cuyo corazón llegó el ladrón después de haber consultado en la biblioteca de Estrasburgo un documento de 1099 que revelaba la “presencia” de una habitación secreta que conducía a la biblioteca del monasterio. Junto al texto estaban las explicaciones detalladas: su localización, sus dimensiones y el plan de acceso. El título del documento publicado por los Cuadernos alsacianos de arqueología, de arte y de historia era más que elocuente: “Observaciones arquitecturales sobre la parte romana del convento del monte Sainte-Odile: una pieza ciega inédita”. La historia es tan aliada de las paradojas como de las repeticiones. ¿Cómo no pensar, ante semejante título, en la historia del monte? Odile, la hija del duque Adalric, nació ciega. Su padre, ofuscado por no tener un hijo varón y por la enfermedad de su hija, siempre la negó. La madre de Odile la entregó a una abadesa, que la educó a escondidas para evitar la ejecución ordenada por su padre. Desde entonces, los eventos de su vida son extraordinarios. Durante su bautismo, recupera milagrosamente la vista. Cuando ya era adolescente, su hermano Hugues le revela al padre que la hija está con vida, que ve, que es bellísima. Lejos de perdonar, el padre, Etichon, mata al hijo con sus propias manos. Arrepentido, busca a su hija para casarla con un caballero de renombre. Pero Odile, empapada de vocación devota, huye. Etichon la persigue y Odile se salva gracias a la milagrosa apertura de una roca, en la que se esconde. Etichon, vencido, admite la vocación de Odile y le entrega el castillo de Hohenburgo, donde se levantará luego el monasterio de Sainte-Odile. Tras su muerte, en el año 720, se forma una gran corriente mística y, con el transcurso de los siglos, el lugar seconvierte en una cita de peregrinos devotos. Santa Odile es la patrona de Alsacia y de todas las enfermedades que afectan la vista.


Oyendo monjas
Entre enero y abril del 2002, una tercera parte de los libros habían desaparecido. Pero todo misterio, por más divino que parezca, termina por tener una explicación y el padre Donius tuvo que resignarse a buscarla en el mundo de los vivos. Muy a pesar suyo, el director tuvo que llamar a la policía. Los investigadores judiciales y la gendarmería iniciaron una detallada exploración de la biblioteca y no tardaron en encontrar “ciertas pruebas” de una presencia humana: restos de cuero provenientes de la encuadernación de los libros antiguos aparecieron esparcidos por el piso. “Un signo pequeño pero valioso, una huella humana al fin”. Con esa pista, la policía siguió buscando las piezas del rompecabezas. Los restos de papel y cuero hicieron pensar en un animal, pero los animales pueden rasgar los volúmenes, no llevárselos de a cientos. Unos tras otros, gendarmes y policías exploraron las estanterías y los muebles y terminaron advirtiendo que en el fondo de uno de los cinco armarios de la biblioteca, algo sonaba hueco. Vaciaron los armarios, desmontaron cada uno de los estantes y al fin, en el fondo del mueble recubierto con papel madera, encontraron una suerte de compuerta, una escotilla que daba a una de esas piezas calificadas como “ciegas” o escondidas. “Fíjese –dice hoy el padre Donius– éste es el pasaje por el que el ladrón accedía al recinto.”
La pieza ciega está situada justo encima de una iglesia del siglo XVII en la que, desde el 5 de julio de 1931, 24 horas al día y durante los 365 días del año, grupos de fanáticos perpetuos rezan incansablemente. Pero esos adoradores de la plegaria no oyeron ni vieron nada. El eco de sus plegarias cubrieron el otro eco, más terrenal e interesado: los pasos del intruso. El padre Donius especula con la idea de que, como “la biblioteca ocupa el lugar que antaño servía de sala de reunión de las hermanas del convento, se puede imaginar que alguien arregló el pasaje secreto para espiar a las hermanas, o para obtener informaciones que no hubiesen debido salir de los muros del monasterio”.
Si en el recinto de la biblioteca estaba la primera parte de la solución, la segunda se encontraba en la pieza ciega. Allí, la gendarmería encontró una suerte de pasaje estrecho que conducía a otra escotilla ubicada dos metros más arriba. Ésta desemboca en un granero contiguo a los pasillos de las habitaciones del convento que sirven de hotel. Juntos, los elementos del rompecabezas mostraban los contornos de una figura aún difusa. En vano, los gendarmes buscaron la escalera o la cuerda que le permitían al intruso desplazarse de la pieza secreta hasta el granero. En lugar de escaleras o sogas cayeron sobre otra pista que revelaba parte del “montaje” del ladrón: un rollo de bolsas de basura que, presumen con acierto, sirve para que Él transporte los libros a lo largo del pasaje sucio y estrecho hasta la segunda escotilla. También deducen que el ladrón debió utilizar una copia de las llaves del convento para mezclarse entre los clientes del hotel que van y vienen con valijas durante todo el día. 140 habitaciones suman mucha gente y, según cuenta el padre Donius, “nosotros no tenemos derecho a abrir las valijas de nuestros clientes”. Tenían el método; sólo les faltaba detenerlo.


El fin de la aventura
El último acto de la investigación es tecnológico. La gendarmería instaló un sistema de video vigilancia. Y Él volvió. El desenlace ocurrió el 19 de mayo, un domingo de Pentecostés. Los gendarmes identificaron al “fantasma” en plena acción. Él es un hombre joven, trabaja solo y se toma todo el tiempo que necesita para seleccionar sus libros preferidos. Él ingresó a la biblioteca a las siete de la tarde y pasó varias horas eligiendo su botín. En total, separó unos cien libros para llevarlos a su domicilio de Illkirch-Graffenstaden, en las afueras de Estrasburgo, donde vive, soltero, con su madre. Entre las obras seleccionadas hay de lo mejor. Ese último domingo de su intervención apartó, entre otras, una Histoire de France en varios tomos, algunos volúmenes de Cicerón y un puñado de incunables en latín. Alain Donius acota que “es una biblioteca típica de convento: hay un poco de todo y muchas de las obras están anotadas, a mano, por los religiosos que las leyeron”. La biblioteca de Sainte-Odile se fue haciendo a lo largo de los siglos. Obras teológicas, filosóficas, libros en latín, griego, alemán, incunables de un valor inestimable mezclados con volúmenes menos apreciables. “Se trata de un fondo considerable en cuyo seno, alguien con olfato, puede hacer hallazgos sorprendentes.”
En 15 siglos de existencia, el monasterio y su biblioteca corrieron diversas suertes. Sainte-Odile fue atacado o incendiado 17 veces y reconstruido en no menos de 12 ocasiones. El llamado “fondo antiguo” de la biblioteca es un baúl de tesoros que el ladrón de Illkirch-Graffenstaden exploró y vació a su antojo. Sin embargo, la pieza más célebre de ese fondo no está en sus estantes. El Hortus delicarium (“Jardín de las delicias”) es un manuscrito del siglo XII considerado como una de las obras más excepcionales de la encuadernación. La noche del 24 al 25 de agosto de 1870, las llamas consumieron el original durante el incendio de la biblioteca nacional de Estrasburgo. Pero sus huellas nunca se perdieron. Copiado abundantemente, el Jardín de las delicias se conservó bajo forma de copia. Un rumor insinúa que algunas de las miniaturas que lo componen se salvaron de las llamas porque fueron arrancadas por coleccionistas independientes. Pero nunca nadie las vio. Es apenas un rumor. Seguramente, si se hubiese conservado completa, ésa hubiese sido la primera obra que el ladrón se habría llevado de la biblioteca del convento.
En ese domingo de Pentecostés, cuando los gendarmes arrestaron al fantasma de la biblioteca, el hombre no opuso ninguna resistencia. Se limitó a explicar que no había vendido ninguno de los volúmenes “extraídos” (sic) y que, como enamorado de los libros antiguos, le dio a esas obras el mejor de los tratos. También reveló que si no fuera por la publicación de Cuadernos alsacianos de arqueología, de arte y de historia, jamás hubiese podido llevar a cabo semejante robo. Los planos reproducidos por la revista le mostraron el camino para llegar a los libros. Tres páginas de planos y esquemas detallados bastaron para que accediera a uno de los vértices del paraíso.
En su casa, la policía encontró poco más de 1500 libros. Sobre el ex libris de cada volumen (Ex libris biblioteca montas sanctar Odiliae in Alsatia) el joven ingeniero en mecánica había pegado una etiqueta con su nombre. Hasta el director del monasterio le rinde hoy un homenaje: “el trabajo que efectuó es excepcional, fantástico, y además lo hizo solo. Fue un verdadero desafío”. La Justicia tiene un caso inédito entre las manos: “El móvil del robo no era el dinero, es decir el lucro. Si hubiese sido así, en dos años tuvo tiempo suficiente para vender las obras, pero no lo hizo. Los conservó todos en su departamento”. Los jueces, con todo, lo procesaron bajo los cargos de “robo mediante picardía”. El ladrón de Sainte-Odile, que corre el riesgo de pasar cinco años tras las rejas, ha sido dejado en libertad. Alain Donius respira aliviado. El misterio de los libros que desaparecían de su biblioteca ha quedado resuelto y hasta el autor del robo lo llamó por teléfono: “Me llamó para pedirme disculpas. Imagínese qué coincidencia, según me dijo, estuvo conmigo en las clases de catecismo cuando yo era vicario”. El ladrón le devolvió a Alain Donius la conciencia de algo olvidado: en los monasterios existen montones de pasillos y pasadizos que se tardan siglos en descubrir. Y ahora Donius comprende mejor estas líneas de El nombre de la rosa: “Siempre me pregunté si, en este edificio de múltiples pasajes, no existía otro acceso al finis Africae. Desde luego, existe...”
Con el caso resuelto, el padre promete estudiar la historia del monasterio, explorar el edificio en busca de “otros pasajes secretos” y llevar a cabo un exhaustivo inventario de los tesoros de la biblioteca. Mientras espera su proceso, la Justicia le ha prohibido al ingeniero visitar el monte Sainte-Odile o cualquier otra biblioteca que atesore libros antiguos. El padre Donius, ecuánime, sugiere que cumpla su sentencia mediante una “serie de tareas de interés general a realizarse en el mismo monasterio de Sainte-Odile. Desde luego, será en la cocina, en la recepción o en el jardín, en cualquier otro lugar que no sea la biblioteca”.

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