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Domingo, 14 de agosto de 2005

CINE > UNA ROAD MOVIE RUSA

Padre e hijo

Con premios de los críticos del mundo y un largo derrotero por festivales de todo pelaje, se estrenó Caminos a Koktebel, una road movie rusa sobre padre e hijo filmada a pie durante cuatro mil kilómetros. Pero contra lo que su prontuario podría indicar a los más conspicuos, es una pequeña joyita de lirismo visual y emoción.

 Por Cecilia Sosa


¿Una road movie rusa? Casi parecería un oxímoron si no fuera que los jóvenes y debutantes directores treintañeros, Boris Khelebnikov y Alexei Popogrebsky, llevan ambos elementos con gracia sorprendente. El punto de partida de la premiada Caminos a Koktebel no podría ser más económico: un padre y un hijo (así aparecen simplemente en los títulos Igor Chernevich y el niño-duende Gleb Puskepalis) y una larga carrera de obstáculos que va desde el amanecer de un pernoctar en un desagüe en las afueras de Moscú a un plácido muelle de Crimea sobre el Mar Negro. Y entre ambos, una inmensa Rusia rural quebrada por destellos de inverosímil modernidad que regala a su paso un encantador desfile de personajes o de vidas posibles.

Como tantas otras, Caminos a Koktebel es una película de iniciación. Una lenta carrera de ensayo y error donde probar amores filiales, acaso volverse a enamorar y donde descubrir cómo la vida se puede extender a lo largo, a lo ancho y hacia arriba del interior de un vagón de tren con manzanas robadas, de un atlas donde marcar las contradicciones de un país desarmado, de una caminata a comprar cigarrillos, del refugio ofrecido por un inspector de trenes, de una botella de vodka que sale de un inodoro o de un plato de fideos con salchichas. Y tal vez hasta se puede descubrir una madre (o una novia) en una médica salvadora que además de curar sabe cómo lavar y colgar la ropa, o un padre sustituto en un camionero que en principio sólo parecería interesado en comer niños vivos.

Pero lo más sorprendente de todo es el modo en el que los directores logran alterar toda previsión de género con burlones contrastes e inquietantes detalles casi oníricos: un grabador de ojos rojos haciendo sonar el electrónico hit “Welcome to Space” al lado de un destartalado baño al aire libre; un hada adolescente de peinado raro y un camino para mostrar, y un imperdible conciliar del sueño del angelito-protagonista en una cabina de camión tipo BJ arrullado por una eufórica versión de “Solo Noi”, de Toto Cutgno.

Advertencia: aunque Caminos a Koktebel, como toda road movie que se precie, transcurre estrictamente por tierra, es ante todo una película aérea. Los aviones que el padre ingeniero construyó alguna vez, un halcón que se queda sin corriente de aire, albatros que planean aquí y allá, y el mismísimo Monumento al Planeador, una piedra torpe a lo alto de una colina donde un papel arrojado al aire puede volar kilómetros (si cuenta con un buen piloto). O la capacidad del propio duende-protagonista que puede despegar y planear sobre sí mismo, como los albatros, como los planeadores o como todo aquel que en un instante revelador se detiene y mira su vida desde arriba. Pero también es aéreo el modo en que cada pequeño indicio queda suspendido en el film para reencontrarse con otro más adelante, moldeando una poesía aletargada, redonda y encantadora.

Caminos a Koktebel se estrenó en el Festival de Moscú (2003), pasó por Toronto, Pusan, Berlín y Sofía y, entre muchos otros, se llevó el premio Firespi (la federación de críticos del mundo) como “revelación del año” en el Festival de Cannes del año pasado. Y no es para menos: la belleza de Caminos... no es para nada casual. Después de tres años de trabajar con el guión (del ‘95 al ‘98), en mayo de 2000, Khelebnikov, Popogrebsky y el director de fotografía Shandor Berkeshi se fueron de excursión y siguieron a pie y durmiendo en carpa el mismo camino que recorrerían sus protagonistas. En total fueron tres expediciones: más de cuatro mil kilómetros de rutas rurales, decenas de rollos fotográficos para atrapar paisajes, historias y personajes. El film se rodó entre octubre y noviembre de 2002 en tres regiones rurales de Rusia y dos de Ucrania. El resultado mereció festejos varios y asociaciones libres con Truffaut, la literatura de Chéjov, las cámaras móviles del Dogma, el Malik de los ‘70, el cine contemplativo de Tarkovsky y el lirismo neorrealista de De Sica y el primer Fellini. Pero más allá de toda dedicación, hay que decir que azar y magia parecen jugar del lado de los directores. ¿Cómo entender si no el tan fugaz como imprevisible irrumpir en cuadro de un pez descomunal en un mar en calma o la completamente infilmable escena final donde en lucha cuerpo a cuerpo con un ave un chico se hace grande?

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