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Domingo, 16 de octubre de 2005

MúSICA > LA BANDA CHECA QUE SE ENFRENTó AL COMUNISMO

El rock de la libertad

A mediados de los años ’60, el poeta beatnik norteamericano Allen Ginsberg llegó a Praga para rasgar de manera impensada la Cortina de Hierro. Su visita desató una serie de acontecimientos, amistades e ideas que marcarían los siguientes 30 años del país: el nacimiento de un rock con ascendente sobre la juventud en los días previos a la Primavera de Praga, la creación de un underground musical perseguido sin motivos por la férrea burocracia posterior, el surgimiento de una banda clandestina que despertaba persecuciones y fanatismos con igual fervor y la formación de un colectivo de intelectuales (entre los que se contaba el poeta y futuro presidente Vaclav Havel) que se formó en su defensa cuando finalmente fueron sometidos a juicios por rock. La banda: Plastic People of the Universe. El colectivo que salió en su defensa: Charter 77, el germen ideológico de la Revolución de Terciopelo que, en 1989, acabaría con el comunismo en Checoslovaquia.

Por Norberto Cambiasso


Para cualquier ciudadano checoslovaco de mediados de los ‘70, un golpe en la puerta de su casa en una noche de tormenta de nieve constituía motivo de alarma suficiente. La escena poseía ese aire de paranoia cultivada que tan bien describen las novelas de espionaje de John Le Carré. Sólo que en el país centroeuropeo, bajo el llamado proceso de normalización, formaba parte de una cotidianidad muy poco normal pero dolorosamente real.

Se habrá sentido aliviado Vaclav Havel cuando reconoció la cara familiar y congelada de un amigo en lugar del rostro estólido e inexpresivo de algún miembro de la policía secreta. Lejos estaba de imaginar que una sugerencia deslizada al azar por ese mismo amigo cambiaría su vida para siempre: la de que debía conocer a Ivan Jirous.

Un americano en Praga

A Jirous, como a tantos checos de su generación, la vida le cambió en el invierno del ‘65, fecha en que el arribo de Allen Ginsberg a Praga produjo una revolución en pequeña escala. Invitado por los estudiantes de la Universidad Charles donde Jirous cursaba Historia del Arte, el bardo barbado desató un amor repentino e incondicional en un considerable sector de la juventud. Hasta tal punto que concluyó con la coronación de Ginsberg como rey en los festejos tradicionales del 1° de Mayo.

La burocracia del régimen, liderada entonces por la gris eminencia de Antonín Novotny, respondió de la única manera que conocía: arrestó tres veces al poeta norteamericano. La última fue la manifestación de un estilo que, por aquellos días, se había vuelto clásico frente a los visitantes extranjeros indeseables y problemáticos: la policía irrumpió en su habitación, secuestró sus escritos, los halló moralmente peligrosos, plagados de ideas burguesas y los usó como excusa para expulsar al beatnik del país a una semana escasa de su coronación.

Lo que prometía ser un reinado breve, con la moral y las sanas costumbres comunistas felizmente reinstauradas, se convirtió en una onda expansiva que culminaría en la Primavera de Praga de 1968. El propio Ginsberg se había hecho tiempo, en medio de sus encontronazos con las fuerzas de seguridad, para presenciar un recital de Olympic, el grupo más popular del BigBeat, un movimiento rockero a imagen y semejanza del liderado por los Beatles, que el americano inmortalizaría en un poema de título homónimo.

De la noche a la mañana, los clubes ilegales de rock florecieron como hongos y las calles de las principales ciudades se poblaron de mánièky –pequeñas Marías–, término peyorativo que sugería la homosexualidad masculina y con el que los biempensantes describían esta versión autóctona del hippismo. Los happenings estaban a la orden del día y Milan Knízák –artista que había fundado el grupo Aktual y mantenía buenas relaciones con el colectivo de arte Fluxus– los llevaba a su grado más alto de perfección. El problema radicaba en que, dadas las peculiaridades de estas performances, consideradas decadentes y occidentales por el régimen, Knízák pasaba más tiempo en la prisión de Ruzyne que en las calles de Praga.

No importaba. Corrían tiempos de aceleradas transformaciones. El país parecía despertarse del marasmo de la década anterior y la popularidad de Novotny y sus secuaces se hallaba en caída libre. La primera señal la dio el IV Congreso del Sindicato de Escritores, cuando desde el seno mismo del poder, un grupo de intelectuales, de intachables credenciales comunistas, se atrevió a cuestionar públicamente la política cultural del Estado. La escisión del partido era ya irremediable y no pasó mucho tiempo para que el mismísimo jerarca, obnubilado por conservar el poder aun a costa de la más flagrante represión, fuera reemplazado por un amable hombrecillo al que la historia conocería con el nombre de Alexander Dubcek. La Primavera de Praga había comenzado.

El invierno que siguió a la primavera

Nadie mejor que The Primitives para musicalizar la banda de sonido de esa época esperanzada. A los happenings minimalistas de Knízák el grupo les inyectaba una dosis potente de rock. Su apariencia sobre el escenario era realmente salvaje: pelo largo sobre los hombros, la cara pintada con maquillaje, los ojos resaltados con gruesos anillos negros y versiones de electricidad desbordante de canciones de Jimi Hendrix, Frank Zappa y The Fugs. Solían acompañar tamaña extravagancia con llamas verdes y azules que ardían durante todo el concierto. Cuentan que una noche memorable fue la denominada Fish Fest. Una red de pescar colgaba del cielorraso mientras el grupo comenzó a arrojar agua al público. Los fans corrieron al baño y respondieron a la provocación con sendos baldazos del noble líquido dirigidos hacia el escenario. El clímax se alcanzó cuando los miembros de la banda contraatacaron con una andanada de... ¡pescados! El cerebro detrás de tan original puesta en escena no era otro que Ivan Jirous.

La liberalización duró un suspiro. Un helado 21 de agosto de 1968 los tanques soviéticos y las tropas del Pacto de Varsovia invadieron la capital checa para poner fin a tanta imaginación desatada y para reconducir al país por el oscuro sendero del socialismo realmente existente. Dubcek fue desterrado a un recóndito paraje de Eslovaquia y poco después, dirigido por Gustav Husák, el nuevo hombre fuerte del Politburó, se iniciaría el proceso de normalización, eufemismo que dominaría las dos décadas siguientes y consistiría en la limitación, por todos los medios posibles, de cualquier tipo de conducta que se desviase de los rígidos carriles del oficialismo partidario. El sueño del reformismo desde arriba se había truncado. La idea de un socialismo con rostro humano ya no serviría para enjugar tantas lágrimas.

Pero la historia discurre por caminos inescrutables. A tan sólo un mes de la llegada del nuevo dogmatismo se gestaba en uno de los tantos sótanos de la ciudad la leyenda de un grupo que estaba destinado a cambiar la apatía del país. Su nombre: Plastic People of the Universe (PPU).

El largo brazo de la censura

De los Primitives, los primeros Plastic People tomarán más de una sugerencia: las ropas extravagantes –largas túnicas hechas de retazos de sábanas–, los fuegos sobre el escenario, el énfasis en el aspecto visual; también, enrolarán en sus filas al ex Primitive Josef Janíèek y al propio Jirous, quien se convertirá en su director artístico luego de haber visto uno de sus recitales en un festival de bandas amateurs.

La combinación entre Milan Hlavsa –fanático a ultranza de Velvet Underground y compositor de la música de PPU– e Ivan Jirous –que los expone a grupos como The Fugs, Mothers of Invention y Captain Beefheart– patenta ese sonido oscuro que los caracteriza, sostenido en el uso de escalas menores y con tendencia a los registros bajos. Las filigranas del klavifon –un vetusto teclado que parece salido de las trincheras de la Primera Guerra– y los pasajes ominosos de la viola de Jiri Kabes contribuyen a cierto efecto general de pesadez y urgencia. Paul Wilson, un profesor canadiense radicado en Praga, colabora por entonces en voz y guitarra, y traduce las letras de sus ídolos anglosajones mientras trata de orientarse a través de las palabras y los riffs que emanan de un frágil tocadiscos monoaural.

A comienzos del ‘70 el clima se enrarece más y más. La normalización tiñe la vida checoslovaca de una desesperanza que paulatinamente se vuelve resignación. Quienes, por elección o imposibilidad de emigrar, deciden permanecer en el país, se refugian en la vida privada y se aíslan en una suerte de consumismo autista. Claro que muchos deciden acomodarse a los mandatos del régimen, generoso a la hora de recompensar tan pasiva obediencia. Quien no se adapta es inmediatamente estigmatizado como “enemigo”, privado de su profesión y de sus bienes, y obligado a llevar una vida a la sombra que, muchas veces, incluye los trabajos más pesados y la prisión.

Puesto que el rock había sido uno de los fermentos creativos más visibles de la década anterior, resulta natural que las regulaciones culturales se ensañaran particularmente con este sector. Los clubes rockeros se cierran tan intempestivamente como habían surgido. Entre las medidas “correctivas”, de dimensiones tan paranoicas que hubieran impresionado al propio Orwell, se encuentra la prohibición de bautizar a las bandas con nombres ingleses, de hacer versiones de canciones anglosajonas, de usar el pelo largo o vestimenta exótica. La censura debe aprobar de antemano las letras, y los grupos que no cooperen serán despojados de su licencia profesional. El colmo del ridículo será la regulación 212, que establece que todos los músicos deberán aprobar un examen escrito de marxismo-leninismo.

Ante semejante panorama, Plastic People perderá su licencia en mayo de 1970. En la Praga de aquel entonces, eso significaba devolver los equipos de sonido porque eran propiedad del Estado, la imposibilidad de actuar en los locales habilitados para tal fin, la inaccesibilidad absoluta a condiciones dignas de grabación y la necesidad de procurarse cualquier otro trabajo para no ser condenados bajo el cargo de parasitismo.

No obstante, el grupo se las ingenia para tocar en una ciudad de provincias junto con Knízák y Aktual y para participar de algún evento especial como el Homenaje a Andy Warhol, donde Jirous pasa diapositivas de su obra mientras los Plastic “ilustran” la conferencia con versiones de Velvet Underground. Bajo su nueva condición amateur harán de la necesidad, virtud. Utilizan las pruebas de sonido para ensayar y Janicék, electricista de profesión, construye un equipo de amplificación casero.

La reputación de la banda se extiende y no pasará mucho tiempo para que la policía se interese por sus menesteres. Los primeros interrogatorios tienen lugar en 1971, basados en la curiosa perspectiva de que los Plastics podrían estar haciendo dinero de manera ilegal. Todas las señales conducen al paulatino descenso al underground de Plastic People.

El año que vivimos en peligro

La llegada del saxofonista Vratislav Brabenec en 1973 altera de manera permanente el destino de la banda. En el aspecto lírico, su negativa a continuar con covers de canciones ajenas promueve un giro hacia las letras en checo. Destaca en ese sentido la asociación con Egon Bondy, un poeta marginal cuya popularidad entre los jóvenes es directamente proporcional al fastidio que genera en el gobierno. Sus versos, mínimos y precisos, de una fuerte corporalidad, plagados de alusiones al alcohol y a las drogas, relatan a la perfección el estado de absoluta desafección que sufren los adolescentes.

Imágenes que se llevan de maravillas con los riesgos renovados que Brabenec le imprime a la música. Fanático del free-jazz, colorea los temas con súbitas explosiones del saxo y cierta disonancia que, sin renegar de la arraigada crudeza de Velvet Underground, los acerca a la vocación experimental de un compositor como Edgar Varese y de compañeros de desventuras como Aktual.

La alianza daría frutos más que satisfactorios cuando grabaran, en condiciones indescriptibles, su primer álbum, titulado irónicamente Egon Bondy’s Happy Hearts Club Banned (El club prohibido de los corazones felices de Egon Bondy). El disco recién se editaría en Francia cuatro años más tarde gracias a una cinta que, subrepticia, lograría colarse a través de la frontera.

Con Brabenec a bordo, los Plastic deciden solicitar la preciada licencia que les permita disfrutar del estatuto de grupo profesional. Para sorpresa de todos, la comisión de notables encargada de tan fausto asunto decide concedérsela. La alegría dura apenas dos semanas. El tiempo exacto para que la burocracia de Húsak la revoque con el argumento textual de que “su música es mórbida y tendrá un efecto social negativo en la juventud checoslovaca”.

El nuevo rechazo y la creciente “supervisión” de sus actividades por parte de la policía los obliga a un cambio de estrategia. A partir de 1974 tocarán sólo en celebraciones privadas –bodas y cumpleaños– y bajo estricta invitación. Esto provocará algunas consecuencias impensadas. Una, un índice creciente de matrimonios entre los miembros del underground, tantos que hasta algunas parejas divorciadas deciden volver a casarse en honor al grupo. Otra, un derrotero kafkiano para arribar a los recitales, con comunicaciones boca a boca, extrañas contraseñas, descensos en estaciones de tren previas y la sacrificada llegada a pie al lugar de la fiesta. Pero ninguna de estas precauciones alcanza para despistar a una policía que, invariablemente, se empeña en acudir al lugar de la cita aunque nadie le haya cursado una invitación.

La escalada represiva alcanzará un punto sin retorno con la llamada masacre de Budejovice. Cientos de chicos se presentan ante el rumor de que PPU dará un concierto en las afueras de la ciudad. Antes de que la banda tenga ocasión siquiera de aparecer sobre el escenario se desata la pesadilla. Decenas de ómnibus repletos de policías que descienden presurosos para conducir a la multitud hacia la estación de tren, golpearla salvajemente y someterla a un interrogatorio generalizado que nada le debería envidiar a los métodos del nazismo. Milagrosamente, ningún miembro del grupo es arrestado. Pero el hecho prefigura el destino que les aguarda.

El proceso

Pese a todo, el underground se halla en plena efervescencia. El empecinamiento de los Plastics en seguir con lo suyo contra viento y marea cunde como ejemplo y contagia a otras bandas de nombres extraños como DG307, Umìlá Hmota, Hever and Vazelina, Bílé Svelto, cantantes como Charlie Soukoup y Svata Karásek –un antiguo pastor evangelista– y, más tarde, a Extempore y Stehlik, quienes transmitirían la antorcha de la disidencia rockera a la nueva generación.

En su Reporte sobre el tercer revival musical checo, un estudio sobre el underground que circulará en versión samizdat (manuscritos que pasaban de mano en mano para eludir la censura), Jirous lo define del siguiente modo: “El propósito del underground aquí en Bohemia es la creación de una segunda cultura: una cultura que no dependa de los canales oficiales de comunicación, del reconocimiento social o de la jerarquía de valores del establishment, una cultura que no procure la destrucción del establishment, porque si lo hiciera, sería ella misma conducida a sus garras; una cultura que ayude a quienes quieran unirse a ella a liberarse de ese escepticismo que sostiene que nada puede hacerse, y les demuestre que mucho puede ser hecho cuando se desea poco para sí y mucho para los demás. Es ésta la única manera de vivir con dignidad en los años que nos quedan. Como decía el taborita Martin Huska: ‘Una persona que mantiene la fe es más valiosa que cualquier sacramento’”.

Fue precisamente ésta la revelación que tendría Havel, por aquel entonces un dramaturgo muy conocido, gracias a su encuentro con Jirous en un pub de Praga hacia marzo del ‘76. El convencimiento inmediato de que la música de Plastic People era “la articulación internamente libre de una experiencia existencial, el intento de brindar esperanza a los más excluidos”. Bajo un régimen totalitario como el de Husák, el mero hecho privado de permanecer fiel a las propias convicciones, de asumir cualquier sacrificio para honrar los propios ideales, terminaba por adquirir una trascendencia pública y hasta desafiante. Era la actualización continua del mito de Antígona, la obediencia al ideal moral contra la tiranía del Estado. Era, según reconocería más tarde el escritor checo, un modo de “vivir en la verdad” bajo un sistema que la combatía con tanto ahínco.

Jirous invita a Havel a uno de esos conciertos clandestinos que tendría lugar dos semanas más tarde. Pero la posibilidad se trunca cuando el régimen, en un ataque frontal, arresta a 19 miembros del underground, entre ellos a los Plastic y a Jirous, incauta todos los equipos y confisca cintas, fotos y samizdats.

Havel se vuelve súbitamente consciente de la situación: “Un ataque judicial contra ellos, especialmente si pasa desapercibido, sentaría el precedente para algo realmente maligno: el régimen podría comenzar a encarcelar a todo el que pensara o se expresara en forma independiente, incluso si sólo lo hacía en privado. Por eso, estos arrestos eran genuinamente alarmantes: un ataque a la libertad espiritual e intelectual del hombre, camuflado como una acusación de criminalidad y diseñada para ganar el apoyo de un público desinformado. Aquí, sin quererlo, el poder revelaba su intención más preciada: convertir la vida en algo totalmente monótono, extirpar quirúrgicamente de ella todo lo que fuese diferente, individual, independiente e inclasificable”.

La campaña para liberar al underground, liderada por Havel, se lleva a cabo con sorprendente eficacia: se envía una carta al escritor alemán Heinrich Böll firmada por notables como sus pares Havel, Ivan Klíma, Jaroslav Seifert y Pavel Kohout y por filósofos como Karel Kósik y Jan Patoèka, y se escriben apelaciones privadas al mismísimo Husák. La prensa occidental se hace eco del caso, asombrada de que tras la cortina de hierro encierren a la gente por el mero hecho de hacer música. La solidaridad se extiende entre sectores que antaño mantenían serias diferencias ideológicas, todos en defensa de unos rockeros pelilargos acusados de hooliganismo y drogadicción.

Lo absurdo y lo sublime confluyen en el juicio que, luego de múltiples postergaciones debido a la presión, el régimen impulsa en septiembre contra Jirous, Brabenec, Karásek y Pavel Zajíèek (cantante de DG307). En un célebre ensayo aparecido un mes más tarde, Havel lo describe como “una excitante disputa acerca del significado de la vida humana; una urgente puesta al día de la cuestión sobre qué debe desear una persona de la vida: si aceptar en silencio el mundo tal cual se le presenta y ocupar su lugar en él como un objeto obediente o buscar sus mejores posibilidades y la fortaleza para convertirse en un sujeto libre; si debe simplemente ser “sensible” y permanecer en su lugar, o si tiene el derecho de plantarse en nombre de la verdad como tal”.

Pero es lo que ocurre fuera de la sala lo que anuncia el nacimiento extraordinario de una comunidad improvisada. Allí un anciano y venerable miembro del presidium durante la Primavera de Praga charla desinhibidamente con un joven de pelo largo a quien conoce por primera vez en la vida. Todas las reservas quedan descartadas, todos los prejuicios, abandonados.

En las condenas a penas que van de ocho meses a año y medio de prisión para los acusados, el poder ignora que está firmando su propia sentencia de defunción. Habrá que esperar otras dos décadas, cierto, pero allí se siembra la semilla de la disolución del régimen.

Charter 77 y las consecuencias de la historia

La causa del underground será el catalizador principal para que en enero del año siguiente se forme Charter 77, un colectivo en defensa de losderechos humanos integrado por artistas e intelectuales de las más diversas procedencias y opiniones políticas. De allí en más, el Charter actuará como la oposición insoslayable, aunque jamás reconocida oficialmente, ante los abusos del gobierno. Muchos, como Havel, conocerán la cárcel durante largas temporadas y alguno, como Jan Patoèka, pagará su compromiso con la muerte. Pero la rueda de la historia seguirá su marcha ineluctable hasta que Charter confluya con otras organizaciones disidentes en el Foro Cívico que protagonizará la Revolución de Terciopelo de 1989, cuando checos y eslovacos se liberen definitivamente de las cadenas del comunismo y reinstauren la República democrática.

En el discurrir de este drama le cabe a Plastic People un puesto de honor. Sin proponérselo, sólo por su incansable voluntad por llevar una vida libremente elegida, acabaron por reunir en su defensa a los distintos grupos disidentes que se encontraban aislados entre sí, generaron el embrión de una tolerancia social genuina y rompieron con el marasmo en que estaba sumida la población.

Nunca antes y nunca después una banda de rock and roll contribuyó tanto a transformar el decurso histórico, a convertirse, sin siquiera desearlo, en abanderados contra la opresión. La epopeya de PPU está tan ligada a la de su país en las dos décadas que van de la decepción del ‘68 a la renovada ilusión del ‘89, que es improbable que pueda ser comprendida si se ignora el papel principal que jugó el grupo.

El fin del relato puede trasladarse del terreno resbaladizo de la historia hacia el más definitivo de las efemérides. A Vaclav Havel, en dudosa recompensa a sus denodados esfuerzos, le es concedida la pesada carga de la presidencia de Checoslovaquia el 29 de diciembre de 1989. En ese carácter, el 10 de enero de 1997 convocará a sus viejos amigos del under para festejar, con un concierto en el Castillo de Praga, el vigésimo aniversario de la formación de Charter 77. Será la primera reunión de Plastic People en 16 años. El 5 de junio de 2001, con el fallecimiento de Milan Hlavsa, la fascinante saga de Plastic People pasará a formar parte definitiva del arcón de los recuerdos.

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