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Domingo, 23 de octubre de 2005

NOTA DE TAPA

Amor amarillo

¿Quién es Javier Limón? En principio, es el productor de Lágrimas negras, el disco de Bebo Valdés y Diego El Cigala que con un millón de copias vendidas le devolvió a la música latina esa calidad artesanal que había perdido. Después, el hombre detrás de El cantante, el celebrado regreso de Andrés Calamaro a los estudios. Pero por sobre todo, el fundador de Casa Limón, un proyecto tan demencial como esperanzador: un estudio que no se alquila sino que está siempre disponible para músicos amigos que quieran celebrar la intimidad de hacer música. Ya pasaron por ahí Paco de Lucía, Jerry González, Bebo Valdés, El Niño Josele, Andrés Calamaro. Hay muchos más en la lista y otros que ya quieren volver. Acaba de salir el primer disco del sello propio y se están cocinando los que siguen (entre ellos, uno de tangos de Calamaro). Desde ese estudio, que aspira a convertirse en hogar, el mismo Limón habla de esta patriada.

 Por Martín Pérez *

Una de las tantas habitaciones de Casa Limón está presidida por un piano de cola, que apenas si cabe en ella. Pero, así como Casa Limón no es una casa cualquiera, ese piano tampoco lo es. Porque está firmado por Bebo Valdés. Es el piano que se usó en la grabación de Lágrimas negras, el disco que Bebo grabó en apenas tres días junto a Diego El Cigala, sorprendió a todos vendiendo un millón de copias y que le valió a Javier Limón un premio Grammy Latino al mejor productor. “Está en la cocina de mi madre, ahí es donde guardo el Grammy”, apunta casi al pasar Javier, que ha contado una y mil veces esta historia, pero que ahí va, otra vez. “Una de las noches en las que se estaba grabando el disco, hicimos la toma del que iba a ser el single de difusión. El tema duraba tres minutos, pero Bebo se sentó e hizo un solo de cuatro. Esto hay que editarlo, dije. Pero Trueba enseguida preguntó: ¿cómo que editarlo? Así que así quedó. Cuando terminamos, Bebo nos aseguró que el disco iba a vender un millón de copias. Nadie se lo imaginaba, sólo Bebo. Y ahí está, vendió un millón clavado.”

Ahí está desde entonces el piano, firmado. Y acá está Javier Limón, productor estrella del último fenómeno de la música a secas, esa que escapa de las categorías y los estudios de marketing, sentado en un enorme sillón que es casi el centro de Casa Limón, un estudio muy particular: el suyo. “Es un estudio que no se alquila, en el que no se pueden reservar horas ni nada. Porque es para los amigos. Y siempre está funcionando”, dice Javier, cuya familia musical es tan particular que el primer protagónico que aparece en esta historia es el de un cineasta, Fernando Trueba, coproductor de Lágrimas negras, y gran compinche de Javier, de Casa Limón y de Limón, su primer disco solista. “Fernando es un tipo con una visión realmente espeluznante. Debe ser por el estrabismo, digo yo”, calcula Javier, y se ríe con ganas. “Puede ver kilómetros más allá de nosotros. En serio: Fernando es un tipo de los que sueltan su frase, y con eso solo puedes desarrollar todo un proyecto. Fue el que me animó para mi disco, me dio el título y me ayudó hasta en la portada. Tiene esa virtud. Y tener un amigo así, la verdad que es una suerte. Para darle un codazo y preguntarle: ¿Qué hay por allí adelante? ¿Vienen los indios o hay un río? Y entonces ir por ahí, con tu carreta.”

El dream team

Para llegar hasta Casa Limón hay que tomarse la línea Circular del subte de Madrid, bajarse en una estación llamada Lucero, y caminar unos minutos por las calles de Batán, un barrio de monoblocks, cuyos edificios están llenos de negocios y bares. Justo al lado de un quiosco de revistas hay que bajar por una escalera y, en lo que sería el subsuelo abierto, el patio central de una cuadra en la que sólo hay edificios, está la anónima puerta que conduce al estudio de los amigos, que no es precisamente una casa, sino los bajos de un edificio de departamentos. Afuera aún están los restos de la noche anterior en ese subsuelo, y adentro también quedan las pruebas de una velada activa en el estudio. “Vino Concha Buika a grabar, y se trajo dos botellas de vino y seis copas”, cuenta Limón, refiriéndose a una cantante mallorquina, de ascendencia guineana, que acaba de editar un álbum debut pero que ya está grabando el próximo con él. “Estuvimos hasta las dos de la mañana y nos divertimos como enanos”, agrega.

Al ingresar en su estudio, lo primero que se ven son dos habitaciones que hacen de oficinas, a ambos lados de la puerta de entrada. Pero al frente, pasando unas cortinas, se accede al estudio en sí, que consta de varios cuartos, en los que se ven muy pocos cables y consolas, así que la vista se va en el piano de Bebo, alguna que otra guitarra, y también en el enorme sillón desde donde habla Javier. “Casi no se ven consolas ni cables, es verdad. Hay muchas más por ahí atrás, pero a mí me gustaría que no se viese nada, y que esto sea como una casa, donde además se graban discos, ¿sabes?”, explica Limón, que asegura haberse dado cuenta de que cada vez que iba al estudio a grabar algo, donde lo pasaba mejor era de vuelta en su casa, cuando se sentaba a escuchar en un disquito lo que había grabado. “Te pones de puta madre y dices: a ver cómo ha quedado todo. Bueno, eso es lo que hacemos. Se apaga el ordenador, nos sentamos aquí, bajamos las luces y escuchamos lo que hemos hecho.”

Lo que ha hecho Limón desde su Casa es formar una suerte de familia de, como suele decir, la “big music”. Esa “big music” sería la música en serio, la que nunca pasa de moda. Según Limón, “big music” es el jazz, el tango, la bossa de Jobim, el afro latin jazz cubano y, por supuesto, también el flamenco, que es su especialidad. Un “big” mundo que es algo así como un universo paralelo al del mercado musical internacional. Y, mientras el mercado anuncia que está en crisis, la música que se graba en Casa Limón –que se pasea por todos esos estilos enumerados anteriormente– está bien viva y sin ninguna crisis a la vista. Porque, como demostró hace casi una década un disco como Buena Vista Social Club, la buena música termina encontrando su público, más allá de los formatos y estrategias de venta. Un fenómeno que repitió Lágrimas negras, y que siempre ha intentado defender y respetar Limón desde mucho antes de su Grammy, casi desde que decidió dedicarse a la producción. “Yo siempre digo que prefiero vender un disco dentro de veinte años, antes que un millón de discos ahora”, explica Javier, que se queja de que la industria y la sociedad han instalado la noción de que “hay que sacar un disco de entre diez y trece temas, de entre treinta y cincuenta minutos, que debe tener su single de tres minutos treinta para que lo pille la radio, que hay que hacer un videoclip, si se puede dos... está todo muy cuadriculado, para que dos más dos sea cuatro. Pero no se dan cuenta que tres más uno también da cuatro... ¡Y cuatro más cero también!”.

Para poder sumar tranquilo en esta matemática musical moderna, Javier Limón tiene la ayuda de una familia muy particular, que agrupa a todos los músicos que han grabado con él. Porque, según parece, una vez que lo han hecho, lo siguen haciendo una y otra vez. Como sucede con Paco de Lucía, Andrés Calamaro, Jerry González, Bebo Valdés, Niño Josele, Duquende, Enrique Morente y siguen las firmas. Como no podía ser de otra manera, todos ellos participan del flamante Limón (salvo Morente, ausente con aviso), el primer disco de un sello llamado Casa Limón, como el estudio. “A mí no me gusta decir que Casa Limón es un sello, ni que Limón es un disco de colaboraciones ni nada de eso. Casa Limón va a ser una colección de momentos de artistas, y éste es el primero, mi disco de composición. Pero va a haber más, todos muy cuidados y numerados”, explica Javier, y se ríe cuando se le destaca la particularidad de su familia musical. “Mira, como en el fútbol, nadie dice vamos a armar el dream team. ¡O, al menos, nadie debería hacerlo! Eso recién sucede cinco años después, cuando todo ha pasado, que alguien recuerda y dice, eso fue un dream team. Bueno, nosotros nunca hemos dicho ‘vamos a armar un grupo de amigos, cada uno de un estilo musical y tal’. Simplemente sucedió. Y con este nuevo proyecto, te confieso, nos conformamos con no acabar presos. Con eso alcanza.” La pregunta inmediata e inevitable, si lo de no querer ir presos es porque con semejante equipo es robo, nunca se llega a formular. Porque Limón remata su frase con una sonora carcajada.

Como el agua

Todo empieza con un corrillo de cinco o seis personas fumando un cigarro en la puerta de un bar, haciendo compás. De repente, uno tararea una letra. Hostia, qué bonita, dirá alguno al escucharla. Y tal vez unos meses después llegue un pedido formal, que se concretará un año más tarde. O no. Tal vez esa letra nunca salga de la puerta de ese bar, de ese cigarro, de ese compás. “Eso de ser compositor en el flamenco empezó recién hace cosa de diez años, era una cosa que estábamos inventando nosotros”, cuenta Javier Limón, que recuerda haber arrancado así con su compadre El Niño Josele. “Un día me llamó El Potito: ‘Oye, ¿no tienes alguna letrilla?’ Se la grabó en un casete, y me hizo el tema. Pasó el tiempo, hasta que un día Remedio Amaya me grabó un tema y vendió muchísimo, y entonces fue que empecé a coger nombrecillo como compositor”, explica Limón, que aclara que en aquellos comienzos las cosas siempre terminaban en sitios donde él no quería que terminasen. “Componía las cosas pensando en hacerlas como las hago ahora, con pocos instrumentos: el concepto siempre estuvo desde el comienzo. Pero siempre acababan superproducidas.” Así que se puede decir que Javier Limón terminó siendo productor en defensa propia. O de sus canciones, que es casi lo mismo.

Nacido hace treinta y dos años en Madrid, Limón señala que en los veranos pasados con su familia en Andalucía se fue mezclando con el cante autóctono de Huelva, que es el fandango. Y así, mientras en Madrid estudiaba en el Conservatorio, con esos viajes empezó desde muy joven a mezclar flamenco y música clásica. Pero cuenta su particular y breve mitología que recién cuando se instaló en Nueva York a los dieciséis años, y empezó a beber del blues y del jazz, fue que Limón se terminó de dar cuenta de que por donde tenía que intentar era, justamente, por el flamenco. “No sólo me he dado cuenta yo, también lo hicieron en su momento Falla, Albéniz, Tupina, Granados, Paco de Lucía y todo el que haya salido fuera de Segovia”, apunta Javier, que ve como algo natural haberse centrado en el flamenco recién cuando estuvo lejos de casa. “Es que uno, por ejemplo, no le tiene respeto a beber agua. Nadie dice: qué buen invento beber agua. Pero, si te quedas sin agua durante un mes, probablemente dirás: hostias, macho, pero qué bueno que está esto. Así que el flamenco para mí, entonces, fue como el agua.”

Los grandes

Al primero de los grandes del flamenco que conoció Limón, antes que a ningún otro (incluso antes de conocer a cualquier pequeño), fue a Paco de Lucía. Salvo un breve espacio de tiempo en que dejaron de verse, que fue el lapso en que la relación entre ambos pasó de ser sólo familiar –Javier era amigo de Pepe, el hermano de Paco, y pasaban las navidades juntos– a incluir lo profesional, nunca se han separado. “Cada uno de mis encuentros con Paco los grabo en mármol, porque son como hitos en mi vida. Hasta los más insignificantes”, exagera Javier, con ganas y gusto. “¿Qué te puedo decir de Paco? Es el genio de la música española, el mejor guitarrista del mundo, el de mayor cachet, un tío que se pone a tocar El concierto de Aranjuez y Joaquín Rodrigo dice que ojalá lo hubiese compuesto así, que además es el mejor productor de flamenco que conozco, ha revolucionado todo, trajo los coros, inventó el cajón. Chick Corea viene a España y dice en conferencia de prensa que desde hace años lo único que estudia es Paco de Lucía, por ejemplo. El otro día estábamos con Josele en la casa que Paco tiene en Toledo, una casa del año 800... ¡los suelos son de los árabes! Tiene cinco plantas y la ha reformado, tiene un ascensor de cristal y todo, es la hostia. Bueno, estábamos ahí, pasando el rato, y Paco nos lee un mail que le envió Corea, en el que le decía: Si quieres hacemos una gira yo con mi grupo y tú tocas, o tú con tu grupo y yo toco, o tú tocas y yo bailo... ¡Pero vamos a hacer esa gira!”, cuenta, y se mata de risa.

Seguro que es a través de su relación con Limón que Andrés Calamaro ha ido incorporando últimamente en sus reportajes anécdotas reverenciales sobre Paco de Lucía. “¿Habla de Paco?”, pregunta Limón. “Qué bueno, porque Paco también habla mucho de él”, agrega, relacionando al primer flamenco de su Casa (incluso antes de que fuese tal) con el primer argentino, al que conoció en un concierto de Jerry González y los Piratas del Flamenco, un trompetista mítico que llegó a Madrid por unos días y se quedó seis meses. Desde entonces, González se transformó en el centro de sus discos: como dice Limón, si Jerry no toca, él no lo graba. “Cuando Andrés me pidió que produjese su nuevo disco, yo flipé”, dice el productor que acompañó el regreso de Calamaro a la grabación más tradicional. “Aunque lo conocí tal vez en su peor momento, lo mejor de eso es que desde ahí sólo se puede ir para arriba. Cuando grabó El cantante, lo hizo en un horario de diez de la mañana a cuatro de la tarde, de lunes a viernes, con un rigor increíble y una seriedad abismal”, recuerda Javier, que cuenta que Jerry y Josele son los grandes compinches de Andrés. Y lo explica de la única manera posible: “A nosotros no nos flipa El Salmón, sino lo que viene después. Todo eso que quedó sin publicar. Por eso, después de este disco en vivo grabado en el Luna Park, que va a ser una bomba, y el disco de tangos que estamos haciendo juntos, que es sólo guitarra y voz, yo le animo a que tire pa’lante con eso, porque en su búsqueda de un submundo musical encontró allí cosas que son muy modernas. Realmente me parece que el rock debería tirar por allí”.

Música moderna

Despojada y en vivo. Así es la música que le gusta grabar a Javier Limón. Y así es como suena todo lo que sale de Casa Limón. Pero eso no significa que sea música sencilla, nada de eso. Ni tampoco algo antiguo o fuera de época. “Lo moderno y lo avanzado tiene que ser por ahí, por la verdad del arte. No por la estética, la pose, el discurso y miles de historias que a mí personalmente me sudan la polla”, se entusiasma Limón. “Lo que a mí me importa es un acorde bonito, siempre lucho por lo más simple, porque es lo más complicado. Porque hacer con dos trazos en una papelina a una anciana que esté llorando, que se vea que es anciana, que es mujer, que está llorando... no es nada fácil. Y yo creo que por ahí está la base. Lo avanzado no tiene por qué ser superproducido. De hecho, normalmente en una superproducción lo que van haciendo es ir tapando unos marrones de los otros. Una orquesta, unas cuerdas y no sé qué más. Pero con sólo una guitarra y una voz, el guitarrista tiene que ser la hostia, el arreglo impecable y el cantante tiene que ser muy bueno. Tiene que ser todo exquisito para que salga bien y guste.”

Y en lo que respecta a la mención de la música en vivo, Limón también deja en claro sus reparos. Porque no toda la música en vivo es, justamente, en vivo. “Pa’ mí la música en vivo es una cueva donde están cantando flamenco unos tíos, un bautizo, una boda. O un concierto en una placita de San Telmo, en Buenos Aires, donde nos subimos de improviso con Andrés luego de venir de un recital, y cuando Andrés empezó a cantar se puso la plaza boca abajo. Pero si vas a un teatro donde las butacas salen no sé cuántos euros, y hay un horario que te dice que empieza a las ocho y termina a las diez, y al cantante lo tienes a más de cuatro metros, eso tampoco es tan directo ni tan en vivo. Y un concierto de Lenny Kravitz es tan artificial como un disco. ¡Es que no me lo creo! Porque lo estoy viendo todo por una pantalla, el sonido está preamplificado y al final lo que estoy escuchando no es la voz de Lenny Kravitz. Entonces, aunque parezca paradójico, a veces la intimidad de un estudio es algo más cercano a esa cueva, a esa placita, a ese punto de origen de la música.” Despojada y en vivo, aun cuando esté arropada por la mejor tecnología y grabada en el mejor estudio. Así es la música de Casa Limón, entonces. O al menos pretende serlo. Y, por lo general, lo logra.

El tiempo es todo

Los discos, como las películas, tienen que ir de algo. Tal vez ése haya sido el último gran aprendizaje que adquirió Javier Limón en su exitosa carrera como productor. Lo aprendió, cuándo no, gracias a Fernando Trueba. Y, por supuesto, también gracias a Lágrimas negras. “Nosotros habíamos hecho con El Cigala un disco llamado Corre en tiempo de alegría, en el que ya había tres temas con Bebo. Pero, como salió el 11 de septiembre del 2001, nadie se enteró que salía. Y el que se enteró, se preguntaba cómo podía haber un disco llamado así, cuando acababan de matar a no sé cuántas personas en la capital del mundo. Cuestión que fue un desastre de la hostia y una ruina que te cagas, pero en él ya había tres temas que anticipaban lo que sería el Lágrimas negras. Y Fernando se dio cuenta de ello. ¿Por qué no hacemos todo un disco así?, nos dijo. Y ahí entendí. Porque Corre... es para mí un disco muy bueno de El Cigala, pero ahí pequé yo de abrirme demasiado. Y entonces aprendí eso, que los discos tienen que ir de algo, porque el estado anímico de la gente no es tan maleable. Es difícil hacer una película de miedo donde de repente hay un chiste, o una escena porno. Tienen que ir de algo, como en las películas.”

Si de algo van los discos de Javier Limón, de eso no cabe duda, es de aquella “big music” que tanto le fascina. Y de sus cruces, todos los que sean posibles. Bueno, no tantos. De hecho, Limón dice que él nunca ha mezclado cualquier cosa. Y que no se trata de tender puentes, sino simplemente de desempolvarlos. “Es que todo viene de Africa, muy claramente. Por el rollo árabe, se mezcla con lo judío y con lo cristiano, latino, romano, griego, en fin, la cultura occidental clásica. De Africa surge el tango argentino, que era originalmente negro. Toda la música brasileña, toda la cuestión caribeña del latin jazz y el blues y el jazz de los negros, que influye en todo el rock y el pop actual. Todo viene de lo mismo, de las tribus y el rollo africano. Y lo de los puentes que hay que desempolvar, están todos allí. Un ejemplo clave, que me enteré hace poco y es mortal, es que en el siglo XIX había esclavitud gitana en España, una cosa muy ilegal. Se llevaron dos tribus, una a Louisiana y la otra a Cuba, a un pueblecito que se llama Matanzas. Nosotros, desde que está Jerry por acá, hemos escuchado mucho guaguancó. Es la música yoruba, la raíz de donde viene todo el son y la salsa, y el latin jazz. Y el grupo de guaguancó más salvaje, el que más éxito tiene, más gusta y más ha incluido, es uno que se llama Muñequito de Matanzas. Y siempre me decía Bebo Valdés, antes de que nos enterásemos de esta historia, que era muy curioso cómo en el guaguancó originario las melodías son tan flamencas. Pues ahí lo tienes: ¡Los puentes siempre estaban ahí de antes!”

Un fenómeno muy curioso con la música que escapa de las categorizaciones, y que se impone más allá del mercado, es que termina siendo adquirida finalmente más como parte del decorado de un hogar que por la música en sí. Sucedió eso con Buena Vista Social Club, por ejemplo, y tal vez también suceda con el flamante Limón, un disco lleno de momentos especiales, que merecen ser escuchados como tales. “Cuando alguien me dice que no le gusta la música, es una cosa que no puedo entender. Yo comprendo, por ejemplo, que alguien me diga que no le gusta el sonido en general. Pero la música es otra cosa, porque son dos artes juntos. Uno, regido por leyes físicas, que son el sonido, el timbre, las leyes armónicas de Schönberg, la melodía, todo eso. Lo rigen unas reglas equiparables a la pintura, la literatura, la arquitectura. Pero el otro arte es el tiempo, la cronología, el ritmo. Un arte al que lo rigen otras leyes físicas, otra historia. Y ese arte del tiempo es el más importante, es lo que mide el mundo. Porque el tiempo es todo. Controlarlo en la vida es lo más importante, porque follar bien es cuestión de tiempo, escribir bien, ser buen político, ser buen médico. Todo es cuestión de tiempo, todo es cuestión de ritmo. Por eso yo creo que cuando alguien dice que no le gusta la música no es consciente de lo que está diciendo realmente.”

* desde Madrid

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“Para mí la música en vivo es una cueva donde están cantando flamenco unos tíos, un bautizo, una boda. O un concierto en una placita de San Telmo. Entonces, aunque parezca paradójico, a veces la intimidad de un estudio es algo más cercano a esa cueva, a esa placita, a ese punto de origen de la música.”
 
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