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Domingo, 23 de octubre de 2005

PERSONAJES > WILLIAM MAXWELL, EDITOR DE GRANDES Y ESCRITOR DE LUJO

La máquina de escribir

Editor durante la edad dorada de la revista The New Yorker, donde tuvo bajo sus cuidados y tutela a autores como Nabokov, Salinger y Cheever, William Maxwell fue también un escritor clásico y raro a la vez. Un libro de testimonios de amigos y alumnos y una biografía recién publicada evocan el genio y figura de este “hombre amable” que, en las entrevistas, prefería tipiar sus respuestas a medida que alguien le hacía las preguntas.

 Por Rodrigo Fresán

Se busca y se encuentra a William Maxwell (Illinois 1908, Nueva York, 2003) como protagonista secundario o decisivo cameo en casi toda biografía o memoir o autobiografía cuyo sujeto tenga que ver con la literatura norteamericana de buena parte del siglo XX. Así, un breve paseo por índices onomásticos de mi biblioteca me permite cruzarme con Maxwell, William en volúmenes dedicados a o firmados por Saul Bellow, John Updike, Eudora Welty, John O’Hara, J. D. Salinger, Irwin Shaw, Shirley Hazzard, John Cheever, Vladimir Nabokov, Mavis Gallant, Frank O’Connor, Sylvia Townsend Warner y siguen las vidas y las glorias. Lo que extrañaba y se extrañaba era, claro, una biografía propia. Un libro completa y absolutamente dedicado al cronológicamente tercer editor histórico y legendario de The New Yorker –luego de Harold W. Ross y William Shawn– y el único entre ellos que, además, fue un magistral escritor. Para llenar ese hueco y tapar ese agujero llega ahora –por fin, bienvenida sea– William Maxwell: A Literary Life de Barbara Burkhardt (University of Illinois Press).

UNO

Y lo primero que sorprende y enseguida se agradece es que la vida de William Maxwell –a diferencia de muchas de las existencias que su vida cruzó o interceptó– haya sido una vida plácida y gentil y nada convulsa. No hay aquí chismes monstruos, farras alucinadas o revelaciones post-mortem. Así, el libro de Burkhardt se ocupa velozmente del rumbo de un chico campesino del Medio Este que acaba nonagenario y satisfecho en un piso limpio y bien iluminado frente al Central Park; pero prefiere concentrarse en los libros que escribió Maxwell y que pueden ordenarse y entenderse como uno de los más apasionantes y logrados ejercicios de memoria literaria. Burkhardt investiga los relatos e improvisaciones contenidos en la autoantología All Days and Nights (1994), la poda entre verídica e imaginaria del propio árbol genealógico en Ancestors (1971), los ensayos y críticas recogidos en The Outermost Dream (1989) y la secuencia de las novelas compuestas por la primeriza y modernista y muy woolfiana Bright Center of Heaven (1934), They Came Like Swallows (de 1937, donde se ocupa por primera vez de El Tema: la muerte de su madre por influenza), The Folded Leaf (1945, novela de college con amistad entre muchacho deportista y muchacho intelectual y una chica que llega para sacudirlo todo), Time Will Darken It (de 1948, una primera incursión en una prehistoria familiar), The Chateau (de 1961, una de las mejores novelas de choque de culturas con matrimonio americano viajando a Francia) y, finalmente, el cierre magistral donde se vuelve a la muerte de la madre: So Long, See You Tomorrow (1980), único de sus libros traducidos al castellano como Adiós, hasta mañana y editado por Versal en 1989 y Siruela en 1998. Una nouvelle perfecta que ganó el National Book Award (primero de los grandes honores que comenzarían a caerle a partir de entonces), la admiración de colegas como Updike y Ford y Ondaatje, y que –según Burkhardt– consagró a Maxwell como una rara avis en el panorama de las letras de su país. Un tardío posmodernista –a partir de las fluctuaciones del yo narrador que recuerda y olvida y opta por no recordar– trabajando con materiales tradicionales, rehaciéndolos y haciéndolos suyos.

DOS

Lo que no impide que, aquí y allá, se aprecien destellos de una vida reposada pero no por eso menos interesante. Se sabe que, durante la publicación de The Catcher in the Rye, Salinger puso como condición a una entrevista que fuera Maxwell quien lo interrogara y que así fue y así correspondía que fuese; porque Maxwell había trabajado codo a codo con el autor en “Slight Rebellion Off Madison”: primer relato que Salinger publicó en The New Yorker y primer relato protagonizado por un tal Holden Caulfield. Se sabe que Maxwell dejó en la mitad de páginas el antológico relato “The Girls in Their Summer Dresses” (y que Irwin Shaw se lo agradeció hasta el final). Se sabe también que intentó recortar el último párrafo de “The Brigadier and The Golf Widow” (y que John Cheever no se lo perdonó nunca, llegando a acusarlo, de paso, de un intento de asesinato durante una fiesta varias décadas antes de la afrenta en cuestión). Se sabe que John Updike –discípulo confeso e hijo artístico– le reconoció “haberle dado un rostro viviente a nuestra idea de un lector ideal; porque él siempre hizo que el escribir bien fuera algo tan infinitamente valioso y tan palpablemente distinto al escribir mal”. Se sabe que Maxwell pensaba que escribir era como respirar o que debía ser como respirar. Se sabe que Maxwell atendía a los periodistas en persona pero prefería contestarles, ahí nomás, con su máquina de escribir (escuchaba pregunta, tecleaba respuesta) porque “pienso mejor con los dedos que con la garganta”. Se sabe que –como lo definió Geoffrey Stokes en The Village Voice– era “un hombre amable” profundamente enamorado de su mujer Emily –con la que se había casado en 1945– y sin la que ya no pudo vivir. Se sabe que Emily Maxwell murió en julio del 2000 y que William Maxwell esperó a que su amiga y novelista Annabel Davis-Goff terminara de leerle La guerra y la paz (Emily Maxwell quiso volver a ella, pero no tenía fuerzas para sostener el libro y la vista le fallaba), y que decidió entonces dejar de tomar su medicinas, dictar numerosas notas de despedida y agradecimiento y, una semana más tarde, escribirse y editarse la mejor de las muertes: morir durmiendo, morir soñando, morir con los ojos cerrados y las ventanas de la mente abiertas de par en par.

TRES

Y los interesados en el Maxwell persona y personaje harán más que bien en dirigirse a William Maxwell: Memoirs and Appreciations (2004, Norton, libro a varias manos editado por Charles Baxter, Michael Collier y Edward Hirsch) reuniendo testimonios agradecidos que se escribieron y se leen como si fueran relatos perfectos con un héroe más perfecto todavía. Allí, entre otros, John Updike, Donna Tartt, Alice Munro, Paula Fox, Benjamin Cheever, Shirley Hazzard, Richard Bausch y, cerrando, la legendaria conferencia “The Writer as Illusionist” que Maxwell ofreciera en el Smith College el 4 de marzo de 1955. Verdadero credo estético y existencial que Maxwell introdujo a una concurrencia de cientos de señoritas con un “Ayudaría que le dedicaran a lo que voy a leerles apenas la mitad de su atención” (para ganarse de inmediato la atención completa) y concluir con un “Preguntarle a una persona por qué se hizo escritor es tan absurdo como preguntarle a un marinero por qué eligió pasar su vida en el mar”.

Los textos contenidos aquí, la vida narrada allá, aportan de algún modo una respuesta o, por lo menos, lo más parecido a una respuesta. Se es narrador –o marino– porque no se puede ser otra cosa; porque qué otra cosa puede ser alguien que necesita de una máquina de escribir para contestar preguntas.

Antes de la última página y de la última respuesta, Maxwell gustaba decir que le encantaba ser tan viejo y con, sí, todas sus facultades intactas “porque puedo apreciar toda mi vida como si se tratara de una casa y comprender que cada hombre es su propio arquitecto”. A lo que agregaba que “no me importa morir, aunque encuentro insoportable la idea de que, cuando la gente se muere, ya no pueda leer libros”.

Leerlo y leer sobre él entonces. Agregar una nueva puerta a la arquitectura de nuestra casa, y –antes de que se haga tarde– pasar al otro lado para invitar a Maxwell a que entre y se ponga cómodo y que, con nuestros ojos, lea.

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“Me encanta ser viejo porque puedo apreciar toda mi vida como si se tratara de una casa y comprender que cada hombre es su propio arquitecto.Y no me importa morir, aunque encuentro insoportable la idea de que, cuando la gente se muere, ya no pueda leer libros.” William Maxwell
 
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