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Domingo, 20 de noviembre de 2005

CUANDO JERRY CONOCIó A DEAN

Primero tomamos Manhattan

Esta escena en la que Jerry Lewis conoce a Dean Martin pertenece a Dean and Me (A Love Story), el libro, recién publicado en Estados Unidos, en el que Lewis repasa su vida primero junto y luego sin el tipo al que llamaba “mi socio”.

Por Jerry Lewis

Era un día de marzo de 1945 en el centro de Manhattan. Yo recién había cumplido diecinueve años, y sentía que iba a vivir para siempre. Podía sentir el andar en mis piernas y el aire en mis pulmones. La Segunda Guerra Mundial estaba llegando a su fin, y Nueva York estaba llena de vitalidad.

Iba caminando hacia el sur con mi amigo Sonny King, a una cita con un agente en Times Square. Sonny era un ex boxeador de Brooklyn que trataba de pegarla como cantante, un tipo astuto y callejero, rápido para los chistes, como una versión años ‘40 de Tony Danza. Estaba orgulloso de su voz de tenor y de conocer a todos los que eran “alguien” en el mundo del espectáculo. Su orgullo no estaba a la altura de la realidad. Pero así era Sonny. ¿Y yo? Yo era un chico de Jersey tratando de pegarla como comediante. Mi show era así: me subía al escenario y hacía muecas mientras cantaba playbacks sobre discos viejos. El término profesional para lo que hacía era “show tonto”, una frase en la que no quería pensar demasiado.

De repente, en la esquina de Broadway y la 54, Sonny vio a alguien en la vereda de enfrente: un hombre alto, de cabello oscuro, increíblemente buen mozo, con un saco de piel de camello. Su nombre, me dijo Sonny, era Dean Martin. Sólo mirarlo me intimidaba. ¿Cómo alguien podía ser tan guapo?

Sonreí cuando lo vi con ese saco de piel de camello. Harry Horseshit, pensé. Así solíamos llamar a los tipos que pensaban que eran suaves con las damas. Cualquiera que usara un saco de piel de camello con un cinturón de piel de camello y gemelos de diamantes falsos, se convertía automáticamente en Harry Horseshit.

Pero este tipo, lo supe, era de verdad. Estaba parado junto a otro más petiso y más viejo, que nos saludó cuando vio a Sonny. Cruzamos la calle. Me asombró otra vez lo apuesto que era: un rostro largo y curtido; un perfil impresionante; pestañas y cejas gruesas y oscuras. ¡Y bronceado a fin del invierno! ¿Cómo había logrado eso? Mientras hablaba con el otro tipo, pude ver que tenía una especie de brillo. Aprendí la palabra “carisma” mucho más tarde. Lo único que sabía en ese momento era que no podía sacarle los ojos de encima. “¡Ey, Dino!”, dijo Sonny cuando nos acercamos. Y al otro tipo: “¿Cómo andás, Lou?”

Resultó que Lou era Lou Perry, el manager de Dean. Parecía un manager: bajito, de labios finos y ojos fríos. Sonny me presentó, y Perry me miró sin demasiado interés. Pero Sonny parecía excitado. Se dirigió a su amigo del traje de piel de camello: “Dino, quiero que conozcas a un chico muy gracioso, Jerry Lewis”.

Saco de camello sonrió con calidez y me tendió la mano. Era una mano grande, fuerte, pero no exageró el apretón. Eso me gustó. Me cayó bien al instante. Y parecía genuinamente contento de conocerme. “Pibe”, dijo Sonny –él me llamaba así desde la primera vez que me vio, y siguió llamándome “pibe” en Las Vegas cincuenta años después–, “éste es Dean Martin. Canta incluso mejor que yo”.

Así era Sonny, puros chistes. Por supuesto, no tenía la menor idea de que me estaba presentando a uno de los grandes comediantes de nuestro tiempo. Ciertamente yo tampoco tenía idea de eso; tampoco lo sabía Dean. En ese momento, al final de la Segunda Guerra Mundial, éramos sólo dos tipos luchando por un lugar en el mundo del espectáculo, dándose la mano en una transitada esquina de Broadway.

Charlamos un poco. “¿Estás trabajando?”, pregunté.

Me sonrió con su sonrisa de un millón de dólares. Ahora que lo veía de más cerca, podía notar la débil línea de una cicatriz quirúrgica en el puente de su nariz. Algún cirujano plástico había hecho un gran trabajo. “Bueno, esto y aquello”, dijo Dean. “Estoy en la radio WMCA. Dólares no, sólo espacio.” Tenía una voz suave y haragana, con un leve tinte sureño. Sonaba como si nada lo preocupara en el mundo, como si todos estuvieran a sus pies adonde fuera. Le creí. No sabía que estaba tapado de deudas, con Perry y varios otros managers. “¿Y vos?”, me preguntó.Dije que sí rápidamente. De repente quería impresionar a ese hombre, y mucho.

“Estoy terminando mi octava semana en el Glass Hat”, dije. “En el Belmont Plaza.”

“¿De veras? Yo vivo ahí.”

“¿En el Glass Hat?”

“No, en el Belmont. Es parte de mi arreglo con la radio.”

En ese momento, pasó a nuestro lado una morena hermosa, con un saco con cuello de piel. Dean entrecerró los ojos y le sonrió, ¡y ella también le sonrió! ¿Por qué yo nunca conseguía esa reacción? Ella lo miró sobre su hombro, una clara invitación, y Dean sacudió la cabeza, sonriendo su arrepentimiento.

“¡Miren a este tipo!”, dijo Sonny con su duro acento de Brooklyn. “¡Tiene un radar para las conchas!”

Miré a Sonny y me di cuenta de que idolatraba a Dean, cuya atención, de pronto, estuve ansioso por recuperar. “¿Alguna vez vas a Leon & Eddie’s?”, le pregunté. Era un restaurant y night-club cercano, una meca para los comediantes.

“Sí, a veces paso los domingos a la noche”, dijo Dean.

“¡Yo también!”, grité.

Me sonrió otra vez, con calidez pero un poco de frialdad en los bordes. Te bañaba en su brillo, pero no te dejaba entrar. A los hombres no les gusta admitirlo, pero hay algo sobre los hombres realmente atractivos –y también realmente masculinos– que es tan magnético para nosotros como para las mujeres. Así es como quiero ser, pensé. A lo mejor si estoy cerca de él, puedo contagiarme algo de eso, pensé.

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