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Domingo, 27 de noviembre de 2005

NOTA DE TAPA

Mirando al hombre que mira

En 1960, un chico del medio oeste norteamericano dejó su pueblo con el propósito de convertirse en uno de esos músicos con secretos en los ojos que tanto admiraba. Apenas seis años después, se había transformado en uno de ellos: había compuesto los himnos de toda una generación, dio voz a las protestas hippies y pacifistas, los Beatles y los Rolling Stones se juntaban para escuchar sus discos, alcanzó el status de genio mítico y –cuando no había nadie con oídos que no lo aplaudiera– le dio la espalda a todo, abrazó el rock y fue abucheado en cuanto teatro tocó durante literalmente un año. Martin Scorsese se hizo de un impresionante material de época para montar No Direction Home, un documental para televisión en el que indaga, junto al mismísimo Bob Dylan, esos años en llamas en que el mundo quiso ver en él a un profeta.

 Por Rodrigo Fresán

Los primeros tres minutos de No Direction Home: Bob Dylan –extraordinario documental de Martin Scorsese, arrancando desde los inicios del cantautor cum laude hasta su misterioso accidente de moto de julio de 1966– anuncian, con perfecta síntesis, lo que se desarrollará con admirable ritmo narrativo a lo largo de más de tres horas.

Primero vemos a un Dylan hablando casi desde el presente, recordando que él siempre se sintió como “volviendo a casa” y que “habiendo nacido en un lugar donde no me correspondía nacer” siempre “he estado regresando” a ese hogar fantasmal y desconocido.

Corte abrupto a Bob Dylan y lo que sería The Band, electrizados y electrizantes, tocando en vivo “Like a Rolling Stone” durante la que probablemente haya sido la gira con público de fans más hostil en toda la historia de la música popular.

Y, de golpe, violento salto a una carretera helada de Minnesota, contemplada desde adentro de un auto, y otra vez la voz de Dylan, ahora, advirtiéndonos que de tanto en tanto se puede tener la impresión de que es posible detener el tiempo, pero que, claro, nadie puede hacerlo. Y cuenta que el primer disco que jamás recuerda haber oído fue una canción country titulada “Drifting Too Far From Shore”. “Alejándose demasiado de la costa.”

Y después Dylan mira a cámara, entrecerrando los ojos.

UNO. Y fue esa mirada la que llevó a Martin Scorsese a ensamblar este documental que –todo hace pensarlo– le hará ganar por fin el Oscar que se le viene escapando hace años cuando se trata de películas más suyas. Oscar que –si existiera la categoría “Intérprete de Documental”– también debería llevarse Dylan, quien mira como pocos y ve más que ninguno.

Dijo Scorsese –quien ya había filmado a Dylan en The Last Waltz, otro rockumental, de 1978, sobre el último concierto de The Band– en una reciente entrevista: “La auténtica chispa saltó en la entrevista a Dylan de diez horas de duración que me pasó Jeff Rosen (manager y amigo del cantante, coleccionista de dylanianas y productor del proyecto). Fue ahí que me decidí a hacer el documental. No me importaba lo que Dylan decía sino la expresión de sus ojos. Lo que vi en esa entrevista fueron los ojos de Dylan. Quería seguir la estela de esa mirada... Los tiempos que vivió, las cosas y los cambios que provocó durante los ’60. Mucha gente que vivió aquellos años me ha confesado que llora cuando acaba la película. Me dicen que el Dylan de entonces y su permanencia hasta estos días y sus comentarios desde el presente sobre las imágenes del pasado los hace sentir más conscientes de todo lo que se ha perdido y han perdido ellos por el camino”.

Y, de acuerdo, lo que cuenta y canta No Direction Home es cómo un artista irrepetible se gana esos ojos –esa mirada de honesto tahúr– pero, también, los tiempos que van cambiando mientras esas pupilas van aumentando la potencia de sus rayos X, su capacidad de ver a través y más allá, y de arriesgarse a descubrir lo que hay debajo de los huesos de su propia leyenda y de una época mítica.

Pensar en la mirada de Dylan del mismo modo en que algunos piensan en la sonrisa de la Gioconda.

DOS Así, No Direction Home cuenta varias cosas y todas al mismo tiempo y de forma irreprochable. A saber: A) La saga de alguien que se define como “un expedicionario musical” y que, casi sin proponérselo, se convierte en “la voz de sus tiempos” y “el dedo en el pulso de una generación”, y renuncia a todo eso porque nunca quiso corona o trono. B) Una sucinta pero intensa historia de un país tan convulsionado como seducido por cambios constantes. C) Una clase de historia musical en la que se cuenta cómo Dylan –al igual que Alien– se introduce en el movimiento folk y “de protesta” para primero hacerlo evolucionar hasta su máxima expresión y, casi enseguida, aniquilarlo electrificándose. Joan Baez vendría a ser Sigourney Weaver; pero en No Direction Home la comandante Ripley y los suyos pierden feo. Estremecedor y divertido el momento en que Baez –con risa amarga– relata: “Todavía hoy, más de treinta años después, cada vez que voy a cantar a un concierto benéfico, me preguntan una y otra vez: ‘¿Va a venir Bobby?’. Y yo les respondo: ‘Idiotas: no va a venir nunca...’. Ja ja ja. Puede decirse que por entonces, cuando estábamos juntos, yo no sabía qué pasaba dentro de su cabeza. Pero intentaba saberlo. Ahora ya me he dado por vencida, ja ja ja”. Y es Dave van Ronk –viejo camarada a quien Dylan le robó su arreglo para “House of the Rising Sun”– quien apunta: “Entonces, Bobby nos parecía políticamente ingenuo; pero el paso del tiempo ha demostrado que era el más sofisticado de todos nosotros”. D) El modo en que un compositor crece y mejora, y se fortalece hasta componer y grabar una canción que Dylan defiende como “una especie de vómito de varias páginas” y que lleva por título “Like a Rolling Stone”. E) El duelo entre un artista y una audiencia a la que no tiene la menor intención de obedecer y que, siempre, acabó yendo en busca de Dylan y no al revés. F) Un casi antiproustiano ejercicio temporal donde el sujeto de la cuestión habita un “puro presente”, siente que “nunca tuve pasado” y que, sin embargo, parece capacitado para sintonizar el sonido del futuro que, claro, es un sonido más allá de las modas, un sonido atemporal. G) Y, por último, una sucesión de varios momentos que quitan el aliento. Postales y paisajes, recuerdos y reflexiones. Y las palabras que saltan de unas a otras. Esquirlas zen. Ideas redondas. Cosas como: “Compuse las canciones porque necesitaba interpretar las canciones. Y estaban escritas en un idioma que yo jamás había oído”.

TRES Muchos años después y varias reinvenciones más tarde, el idioma de Bob Dylan es, hoy, conocido y reverenciado y, por lo general, falsificado con mucha devoción y poca pericia. Una foto del Dylan 2005, una escuchada a su último disco en estudio –el magnífico Love and Theft del 2001– confirman el éxito de la misión que él se impuso en sus comienzos: convertirse en alguien exactamente igual a esos tan primigenios como eternos song-and-dance men que admiraba en su juventud.

De ahí que uno de los máximos placeres de No Direction Home sea el de mirar a Dylan mientras mira. A eso se refiere D.A. Pennebaker –director del fundacional y revolucionario documental Don’t Look Back filmado durante un tour de Dylan a Inglaterra en 1965, quien aporta aquí varios valiosos descartes– cuando, para Scorsese, recuerda que lo que le interesaba era seguir a Dylan a todas partes porque “me gustaba verlo”. Pennebaker recuerda que, cuando le mostró un primer montaje a Dylan, éste se sintió inquieto “porque se sintió desnudo; pero al día siguiente estaba encantado, porque comprendía que, tratándose de él, toda intención verité acababa convirtiéndose en teatro, en actuación”. El mismo efecto se repite en No Direction Home: un Dylan por momentos chaplinesco, pero “haciendo” siempre de Dylan como nadie puede hacerlo. Y es maravilloso ver a ese alfeñique puro músculo luchando contra las cadenas y las medallas con las que pretenden atarlo y honrarlo. Muy por encima de la querible pero finalmente payasesca y por siempre teen gestualidad de los Beatles en celuloide (no mencionemos, por piedad, las “incursiones” de Bowie & Jagger & Co.), lo de Dylan es, siempre, imprevisible, gracioso, inquietante y nada demasiado lejano a su Alias en Pat Garret & Billy The Kid, su Renaldo en Renaldo y Clara o su más reciente Jack Fate en Masked and Anonymous: variaciones que se suponen ficcionales y que no son más que desprendimientos non-fiction del modelo original y único. Alguien que, a la hora de la verdad, empieza y termina en sí mismo.

Y vuelve a empezar.

Muchas veces.

CUATRO Lo que explica –más allá de los dictados de la duración y la imposibilidad de una sola película recorriendo todos los Dylan hasta la actualidad– la muy inteligente decisión de Scorsese de llegar hasta el año ’66 y detenerse allí. Abarcar tan sólo la distancia que media entre las preguntas pacifistas de “Blowin’ in the Wind” y el belicoso mandato de “Rainy Day Women # 12 & 35”. Los ’60 son –después de todo– la década en que Dylan y su época aparecen inseparables, y una para el otro. Tiempos, además, de Dylan con anteojos oscuros y cuando se hace más necesario explorar lo que hay detrás de los cristales. Y así detenerse en ese casi gélido primer plano del songwriter filmado por el Andy Warhol de la primera The Factory o en las palabras de Bob Johnston –productor en 1965 del álbum Highway 61 Revisited– cuando asegura que “Dios no puso la mano sobre el hombro de Bob. Dios le pegó una patada en el culo. Y Bob fue poseído por el Espíritu Santo durante esas sesiones de grabación”.

Mirar todo eso.

Lo que sigue –los ’70, los ’80, los ’90, los primeros pasos del nuevo milenio– ofrece a un Dylan completamente ajeno a los tiempos que antes corrían y que ahora se arrastran. Un Dylan definitivamente live, potenciando su actual pasado con la oferta comercial de productos nobles como la emisión televisiva y comercialización en DVD de No Direction Home y de su soundtrack selectivo; el lanzamiento de un nuevo Best of...; el análisis sociológico de Greil Marcus, conmemorando cuarenta años del “How Does It Feel?”; un finalmente autorizado Live at the Gaslight 1962 (por ahora sólo conseguible en las cafeterías Starbucks de EE.UU. y de Canadá); un volumen conmemorativo a cargo de los editores de la revista Mojo; y ese maravilloso libro objeto y pop-up que es The Bob Dylan Scrapbook (recién editado en España como El Album), rebosante de material facsimilar como entradas para conciertos, manuscritos, comunicados de prensa y fotos inéditas. Maniobras redituables que Dylan autoriza con un guiño y cara de poker, pero a las que no parece llevarles demasiado el apunte, sabiendo que nosotros le regalaremos toda la atención –y los billetes– con que contamos hasta el próximo disco o hasta su próxima escala en la ciudad donde vivimos o donde nos gustaría vivir para poder mirar a Dylan de cerca. El Dylan que en No Direction Home, recordando su juventud, dice: “Lo que tenían en común todos los músicos a los que me quería parecer... se notaba en su mirada. Era una mirada que decía: Yo sé algo que vos no sabés. Yo quería ser así”. El Dylan que ahora –uno de ellos– mira igual que como miraban esos músicos.

Y lo cierto es que, ahora, Dylan no sólo no mira atrás.

Ahora, Dylan tampoco mira a los costados, o abajo o arriba.

Ahora, Dylan –siempre en la carretera, tocando sin parar– sólo mira para adentro.

CINCO El último tramo de No Direction Home –atrás han quedado imágenes documentales, performances de Odetta o de Hank Williams, entrevistas a Bobby Neuwirth, Mary Muldaur, un desternillante Al Kooper contando cómo se las arregló para tocar esa definitiva línea de órgano en “Like a Rolling Stone”, Joan Baez, Pete Seeger, Suze Rotolo y tantos otros; esperables agujeros negros como ninguna mención a las drogas, la ausencia de material fílmico de su paseo con Lennon en taxi o de toda referencia a su vida más privada con su futura esposa Sarah Lownds– es vertiginoso y no da respiro. Es como si entonces, 1965-66, la realidad de Bob Dylan –para bien o, mejor, para mal– hubiera alcanzado la velocidad interna y mercurial de Bob Dylan. Más conciertos y giras giratorias y abucheos (“¡Traidor!”, “¿Dónde está Woody Guthrie?”, “Falso neurótico”, “Vendido”) y amenazas de muerte (“No me molesta que me disparen; me molesta que me anuncien que me van a disparar”, ríe Dylan, nervioso), conferencias de prensa cada vez más sarcásticas y violentas (“¿Cuál es mi objetivo? Mi objetivo es permanecer por aquí la mayor cantidad de tiempo posible” o “¿Cómo te atreves a preguntarme eso?”) y las anfetaminas bailando en su cuerpo y el fantasma de la electricidad aullando en su rostro. Y Dylan pidiendo que le traigan “un nuevo Dylan para usarlo”, casi sollozando porque quiere volver a casa y porque teme morir en un accidente aéreo. Ahí, Dylan, que no quiere más Dylan.

Al final, se pone la guitarra, anuncia que “ha vuelto de la tumba”, deja atrás un camerino con paso cansado –jamás pensé que este momento estaba filmado, ¿de dónde lo sacó Rosen para dárselo a Scorsese?– y Dylan sale a un escenario del Free Trade Hall de Manchester. Es la inolvidable noche del 17 de mayo de 1966 y alguien entre el público le grita “¡Judas!”, y Dylan le responde: “No te creo... Eres un mentiroso”, y se da vuelta y ordena a su banda ese ya célebre e inolvidable “Play Fucking Loud!”. Y The Band obedece. Y después de tres horas y media de No Direction Home –al igual que ocurriera con su magistral y tan reveladora como difusa autobiografía Crónicas–, Bob Dylan deja el edificio y sale de la película.

Pero, ahí adentro, detrás de esos oscuros ojos claros, el misterio permanece intacto.

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“Lo que tenían en común todos los músicos a los que me quería parecer se notaba en su mirada. Era una mirada que decía: Yo sé algo que vos no sabés. Yo quería ser así.”
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