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Domingo, 29 de enero de 2006

NOTA DE TAPA

Hombres enamorados

El estreno de Brokeback Mountain es inusual en muchos sentidos: es la primera vez que Hollywood financia una historia de amor explícita entre cowboys; es la primera vez en mucho tiempo que una escritora de primera línea queda satisfecha con la adaptación de un relato suyo a la pantalla, y es la primera vez que una historia de amor gay es considerada lisa y llanamente una historia de amor. A continuación, el gran escritor David Leavitt explica por qué Secreto en la montaña no es una película gay; y Annie Proulx, la autora del cuento, explica las inusitadas repercusiones que tuvo su publicación y celebra su adaptación. Como yapa, diez grandes historias de amor masculino.

 Por David Leavitt

El gran amor, en las historias sobre hombres, suele ser un engaño, una causa perdida o una quimera. En Brokeback Mountain –la conmovedora adaptación del cuento de Annie Proulx realizada por Ang Lee–, en cambio, es exactamente lo que reza el slogan de la película: una fuerza de la naturaleza. Arriando ovejas en una montaña de Wyoming, dos pobres cowboys se encuentran de pronto atrapados en una pasión mutua que no tienen idea cómo nombrar, mucho menos cómo manejar. Ninguno de los dos se considera “marica”. Por el contrario, es la montaña la que recibe tanto el crédito como la culpa por el affaire que durante los siguientes veinte años revestirá sus vidas con una grandeza intermitente, aunque también los hundirá en los abismos. Ahora bien, ¿es Brokeback Mountain la primera película de amor gay filmada por Hollywood, como tanto se ha afirmado? La respuesta –y esto es muy positivo, creo– es: sí en lo que respecta a la historia de amor, y no a lo de gay. Que se entienda: esta película es tan franca en su retrato del sexo entre hombres como en el uso de las convenciones cinematográficas de romances a la vieja usanza. Sus estrellas son inapelablemente glamorosas. Jake Gyllenhaal y sus ojos enormes están muy lejos del pequeño y desdentado Jack Twist de Proulx; y el rubio Heath Ledger no se acerca siquiera al Ennis Del Mar “desgarbado y de pecho hundido” descripto en el cuento. Ni siquiera en esos momentos en los que Gyllenhaal y Ledger, con sus jeans a medida y sus camisas planchadas, parecen modelos de Wrangler más que un par de adolescentes demasiado pobres para comprarse botas nuevas, la película parece sintética (como la abismal Making Love, el clásico gay de 1982) ni tonta (como el porno gay). Por el contrario, la presencia de sus estrellas le facilita a Lee un medio para dar vida cinematográfica a algo que en esencia es un panegírico de la masculinidad.

Y la película es masculina. La deslumbrante actuación de Ledger revela una inesperada ternura en un personaje más proclive a expresar sus emociones a través de la violencia que de las palabras. Su Ennis Del Mar es tan monolítico como el paisaje montañoso en el que –con la misma rapidez, brutalidad y precisión que exhibe al dispararle a un alce– se coge a Jack Twist por primera vez. (“El arma dispara”, gruñe Jack como respuesta –en el cuento, no en la película–.) La sorpresa que el affaire despierta en Ennis –por sus inconvenientes tanto como por su intensidad– refleja una humildad fundamental que choca con los deseos de Jack por tomar riesgos. Es Jack quien propone una y otra vez la convivencia, un plan que naufraga ante el pragmatismo de Ennis (por no hablar de su miedo), incluso después que su esposa Alma se divorcia de él.

En cambio Ennis limita la relación a viajes de caza y pesca, dos o tres veces al año. Es como si creyera que no se merecen algo mejor. En cuanto a Jack, la misma altanería que lo hace soñar con una “vida dulce” con Ennis lo lleva a buscar sexo con otros hombres a pesar de su propio matrimonio –opción que Ennis nunca contempla–. En una escena clave, Jack, decepcionado al saber que, aun después de su divorcio, Ennis no tiene intenciones de comenzar una vida a su lado, maneja hasta un pobre simulacro de Juárez, donde se levanta a un prostituto y desaparece con él en la oscuridad de un callejón. La escena es perturbadora porque presenta un brutal contraste entre el exaltado amor de Jack y la imagen de Ennis en la montaña. Por unos segundos, vemos el paisaje urbano que era el escenario de las películas gay que, en las grandes ciudades, se proyectaban en el mismo momento en que la escena tiene lugar; películas como Nighthawks y Taxi zum Klo, en las que la promiscuidad sexual es al mismo tiempo celebrada como una forma de liberación y lamentada como el pálido sustituto de una conexión significativa.

No hace falta decir que Brokeback Mountain es una película completamente diferente. Quizás hace falta una mujer para crear una historia en la que dos hombres experimentan el sexo y el amor como un único rayo que los une de por vida; ciertamente, el cuento de Proulx está muy lejos de novelas gay canónicas como The Farewell Symphony, de Edmund White, o The Swimming Pool Library, de Allan Hollinghurst, que poetizan la promiscuidad urbana y las aventuras sexuales. Proulx, en cambio, exalta la pareja al relacionarla con la naturaleza. Su narración, con ecos de western, es elíptica, manejada por un motor tan impredecible como el que hace funcionar el problemático camión de Jack Twist, con el resultado de que a veces retrocede a escenas que un escritor más convencional hubiera puesto en el centro y al frente.

Aunque Brokeback Mountain puede contener el germen de un romance de Hollywood, es cualquier cosa menos convencional. Es cierto, los guionistas Larry McMurtry y Diana Ossana plancharon las rarezas de Proulx, pero no eliminaron sus excentricidades; en cambio, encontraron un paralelo cinemático en su apropiación de las convenciones hollywoodenses sobre la masculinidad. Es así, particularmente en la última mitad del film, que alterna escenas de malestar doméstico cotidiano (y los raros triunfos emocionales) con los viajes que Jack y Ennis hacen juntos a la montaña, durante los cuales, mientras envejecen, el sexo queda relegado y queda lo que puede ser descripto como una especie de calma conyugal. Lo que ambos hombres quieren, queda claro, es lo que Ennis teme tener: la constancia y la compañía mutua. Hacia el final, el Ennis de Ledger tiene achaques físicos y el Jack de Gyllenhaal ha desarrollado una barriga y un gran bigote. El resultado es la defensa del casamiento gay, defensa más elocuente aún en su evasión de las banalidades implicadas en la palabra “gay”.

De hecho, con la excepción de la escena en Juárez, nada en Brokeback Mountain grita “gay”. Ninguno de los héroes esquiva el sexo con mujeres. En cambio, simplemente señalan que prefieren el sexo entre ellos. En el cuento, Ennis le pregunta a Jack: “¿Esto le pasa a otra gente?”, y Jack contesta: “No pasa en Wyoming y si pasa no sé qué hacen, a lo mejor se van a Denver”. Es interesante que los guionistas hayan dejado fuera de la película esta única mención de un posible refugio urbano, cuyo punto parece ser menos subvertir las convenciones del lazo masculino que extenderlas. “Amante” es una palabra que Ennis y Jack jamás pronuncian. Usan “amigo”. Cuando se besan, se chocan los dientes. El respeto por algún pesado ideal de lucha masculina subyace y al mismo tiempo interrumpe su habilidad de amarse el uno al otro: una idea que Ledger en particular consigue al vestir su actuación de una ternura seca y reticente, la de las estrellas de los westerns de los años ’50. Su estoicismo lleva adelante la película, y nunca de forma tan emotiva como cuando murmura su línea fundamental: “Si no se puede arreglar, hay que soportarlo”.

¿El hecho de que ninguno de los personajes principales de Brokeback Mountain sea abiertamente gay tiene algo que ver con la feliz resistencia de la película a destilar clichés del cine gay? Quizá. En cualquier caso. McMurtry, Ossana y Lee merecen tanto crédito por su tenacidad (les tomó siete años hacer la película), como por la habilidad para traducir la deprimente y oscura narración de Proulx en un film con un aire épico que sin embargo se las arregla para ser afectivamente idiosincrático en su retrato de dos hombres enamorados. En definitiva, Brokeback Mountain es menos una historia de un amor que no se atreve a decir su nombre que la de uno que no sabe cómo decir su nombre, y es de alguna manera más elocuente en su falta de vocabulario. Ascendiendo desde chaturas donde viven vidas de humillación rutinaria, Ennis y Jack se convierten en los héroes ingenuos de una historia que no tienen idea de cómo contar. El mundo les rompe las espaldas, pero en esta valiente película son tan icónicos como la montaña.

El norteamericano David Leavitt es el escritor gay canónico de las nuevas generaciones, autor de libros como El lenguaje perdido de las grúas, Baile en familia, Amores iguales, Mientras Inglaterra duerme (todos editados en castellano por Anagrama), entre otros.

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