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Sábado, 20 de julio de 2002

Atrapadas sin salida

Teatro Después de inventar el Teatro Malo, poner en escena a John Cage en el Colón y sondear las pesadillas del trabajo en El precio de un brazo derecho, Vivi Tellas arremete con un clásico ilustre: La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Lejos del costumbrismo y la solemnidad, el Lorca de Tellas, apuntalado por una inspirada escenografía de Guillermo Kuitca, es vivaz, enérgico, y tiene una gracia trágica donde resuenan ecos del cine de Almodóvar. María Moreno reconstruye el backstage de un gineceo de actrices donde hubo de todo.

 Por María Moreno

Quien quiera borrarse de la mente esa postal de teatro donde La casa de Bernarda Alba sólo se hace con actrices hispánicas capaces de alzar la voz hasta romper los cristales, como el Gran Caruso, y no crea que las actrices jóvenes tengan que esperar a la menopausia para que la experiencia las autorice a una modulación lorquiana, puede ir a la sala Martín Coronado del Teatro San Martín y probar la Bernarda de Vivi Tellas. Los sobrevivientes de la república y los militantes gays, que prefieren El poeta en nueva York a las tragedias de Federico García Lorca, pueden llevarse agradables sorpresas. Vivi Tellas viene de una ¿tradición? a la que suele llamarse cómodamente under, como si lo que los años 80 trajeron de experimentación y de resistencia a los dramas urbanos organizados alrededor de una mesa de comedor formaran parte de una tiniebla más oscura que la de la ropa de Bernarda. Durante cuatro años, Vivi Tellas realizó una investigación sobre el teatro malo con textos encontrados durante el desmontaje de una biblioteca, cuya mediocridad era un desafío para la puesta en escena y la invención de los actores. Tellas dice que entonces la gracia era dirigir como a contrapelo: si en el escenario había una silla, nadie se sentaba allí; si un párrafo del texto ponía de relieve un dato, éste no tenía ninguna relevancia en el desarrollo. Trabajaba con el desconcierto, con el mandato de librar la rutina a un morcilleo que tenía más que ver con la antigua figura de la catarsis que con esa espontaneidad que el actor de revistas establece con los compañeros de la compañía, basada en que el público está en el código. Se metió en las sordideces sadomasoquistas de Roberto Arlt en Los fracasados del mal y luego se corrió a los antípodas, al universo completo y utópico del pintor Xul Solar, a tratar de agregar un plus de vanguardia a textos y música de John Cage, y por último a molestar a Brecht en su tumba con El precio de un brazo derecho, que Tellas define como “una investigación sobre el mundo del trabajo”. (En realidad, la obra tenía mucho que ver con el gesto del pintor Alberto Greco.) Puede que ella no se acuerde, pero cuando era muy joven, en un espectáculo llamado El simposio, vestida con un uniforme blanco y negro donde ya estaban los tonos de Bernarda Alba, Tellas contaba las intrigas femeninas de una clase, la suciedad del menstruo conjunto y las tramas eróticas que corrían entre profesores intachables. Luego terminaba cantando algo así como “¡Hércules, Hércules,/ ya no hay hombres como vos!” ¿Cómo fue Vivi Tellas a parar a un clásico?
–Me gusta cuando lo que hago me pone en el límite de mi capacidad. Me parece que tengo que usarla toda, expandirla. En los trabajos anteriores funcionaba más la capacidad artística, el desafío de producir una novedad, la búsqueda de algo que fuera nuevo para mí o nuevo respecto de lo anterior. Un vértigo. Para abordar La casa de Bernarda Alba me gustó una idea de Calvino: Un clásico es una obra que no termina de decir lo que tiene para decir. Es como una catarata de palabras, pero al mismo tiempo alberga un misterio que no termina de revelarse. También está el clásico como modelo. Yo sentía que estaba interviniendo en una marca, porque vos ves una foto de cuatro mujeres de negro, serias, y decís: “Esa es La casa de Bernarda Alba. Es como trabajar con la Coca Cola.
Federico García Lorca escribió La casa de Bernarda Alba meses antes de ser fusilado, en un clima en el que la Falange había llegado a detectar subversión hasta en la Fuenteovejuna de Lope de Vega. Representada por los actores de La barraca –la companía fundada por Lorca–, a quienes, por habérseles quitado toda subvención, actuaban con mamelucos azules, la obra había sido tildada de “impertinente drama rusófilo”. En 1936, Lorca figuraba en la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, defendía el Frente Popular y seguía definiéndose como un “anarquista-comunistalibertario, un pagano-católico que apoya a Don Duarte de Portugal”. Y en la tambaleante república se iba incubando una imagen de mujer que llegaría a encontrar, años más tarde, su paradigma en Carmencita Franco, idéntica al generalísimo pero “en más hombre”, como dijo el maligno general Millán Astray, el mismo que le gritara “¡Muerte a la inteligencia!” a Miguel de Unamuno: una Electra cubierta de pelo de la cabeza a los pies, siempre de zoquetes blancos, que, cuando su padre quiso casar con un miembro de la nobleza, según la lengua de víbora de José Luis de Villalonga, hizo que “todos los grandes de España se apresuraran a comprometerse con sus primas”.
La subversión de La casa de Bernarda Alba no sólo radica en que es un manifiesto trágico a favor del deseo. Es una denuncia social con personajes católicos, pero donde el rezo y el sonido de las campanas básicamente sirven para marcar el paso del tiempo. Propone una radical separación entre el mundo de hombres y mujeres, una brutalidad de sus intercambios sólo atemperada por las diferencias de clase y el qué dirán. El moralismo de Bernarda es más ateo que sustentado por la fe en los Evangelios. En la obra, el hecho de que las mujeres sólo parezcan pensar en los hombres tiene más un aire de pragmatismo y de efecto de la dependencia económica que de acople al yugo heterosexual: destila un deseo que no va platónicamente sublimado en el amor, sino que adopta la forma de un puro llamado de la carne, algo muy poco tranquilizador aun para los rojos, que veían representada la liberación femenina en la miliciana fácil de acoplar a la propia pelvis, al mimeógrafo y a la carabina.
–Yo quería mostrar una Bernarda –dice Vivi Tellas– más matizada, más débil: alguien a quien la autoridad se le va de las manos, pero sigue siendo suficiente para que sus hijas se paren junto a sus camas como si formaran parte de un ejército. Quería desmontar ese personaje monolítico que a menudo suele estar representado por un hombre para dar idea irrefutable de autoridad. Porque ella es también una madre que protege, que intenta evitarles el sufrimiento a sus hijas. Eso es lo que más asocio con la represión: no permitir que una persona se prepare para el mundo. Y también quería romper con una cierta solemnidad que hay alrededor de Lorca, cuando él es mucho más provocador, más sucio, más chusma, más sexual de lo que se piensa, y su gracia va mucho más allá del trío trágico de Yerma, Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba. Quería mostrar también cómo la gracia puede convivir con la violencia, que es la herramienta de la ignorancia y la necedad. Para las actrices mayores, de más recorrido teatral y más empapadas de Lorca, el desafío era apartarse de lo meramente poético, levantar esa capa para ver la inseguridad de Bernarda, la fragilidad de sus cuidados. Para encontrar dinámicas que por ahí no resultaban tan visibles y atreverse a acciones donde todas nos animáramos a sobrepasar el límite del texto. Un límite muy agradable, pero que es un como una piel a la que hay que llegar. Y ver también el lado de comedia que hay, por ejemplo, cuando el personaje de Poncia dice: “Sarmentosa por calentura de varón”, o “La encuentro temblona, asustada, como si tuviera una lagartija entre los pechos”. Por eso me parece que Lorca está mucho más cerca de las tragedias de Almodóvar, al estilo de La ley del deseo.

LAS CAMAS SIN SOSIEGO
La ropa negra que los campesinos españoles trajeron en el arca durante la corriente inmigratoria de principios del siglo XX es una suerte de hábito que se acompaña con un pañuelo sujeto a la barbilla. Quien lo ve, sugería Tellas, ve a Bernarda Alba y sus hijas. La vestuarista Oria Puppo decidió sublimar ese hábito laico en vestidos que sugirieran las antiguas labores de costureras con todo el tiempo disponible para la boda o para la muerte. Tellas quería que el término clásico alcanzara a todos los detalles de la obra, claro que no literalmente sino por asociación.
–A la vestuarista le decía: “El clásico es un vestido donde todo consiguió tener un nombre: la tabla encontrada, el canesú, el nido de abeja... Si no me lo podés nombrar, no va.
Y a veces tuvo la tentación de llegar demasiado lejos.
–Tenía varias puestas en la cabeza. Una transcurría en un prostíbulo. Pensé: “Son todas putas y reciben clientes”. En otra, todo transcurría alrededor de un pozo. Pero me pareció que era muy Beckett. También se me ocurrió trabajar a Bernarda como una asesina serial: como era dos veces viuda y las causas de las muertes de los dos maridos no aparecían en el texto... La intervención de Guillermo Kuitca fue fundamental. Me dio la posibilidad de ver a un genio cuando se le ilumina la lamparita.
La obra comienza con los objetos del hombre que acaba de morir, Antonio María Benavídez: sus libros, sus botas, una pieza de caza gigante y blanca. La desaparición de esos objetos y la aparición de los de las mujeres indica un cambio de género: del realismo a la abstracción. Kuitca decía que era como pasar de la caza a la casa.
En La casa de Bernarda Alba, Lorca indica para el primer acto una sala de estar de paredes gruesas y blanquísimas cubiertas por cuadros de paisajes con ninfas y reyes, puertas en arco con cortinas de yute adornadas por madroños y volantes; para el segundo, un interior con el único moblaje de unas sillas bajas; y para el tercero, un patio interior con una mesa iluminada por un quinqué, donde el blanco toma un matiz azulado que indica la llegada de la noche. Guillermo Kuitca redujo los muebles a sus inquietantes camitas turcas que, cuando Bernarda o sus hijas descansan en ellas, en los momentos en que no están jugando su papel, funcionan como un fuera de escena. El efecto es atractivo: da al duelo que se vive en la casa una dimensión de siesta prolongada y a las hijas de Bernarda, un aire de crisálidas que despiertan de pronto pero que, pronto también, vuelven a caer en el sueño del que no las despertará ningún príncipe.
En el pecado lorquiano el sexo es vertical y ventanero. Si Bernarda Alba transcurre entre dos muertes, las camas aparecen como un féretro adelantado y no –la obra lo indica– como el lugar para el sexo o el parto. Ingenioso el recurso de que sea el caer brusco de esas camas lo que indica la violencia del semental nunca visto que amenaza con romper el encierro de la casa. Como el caballo de Equus o el de Troya, el de Lorca tiene una gran carga erótica. Y esas camitas siniestras no dejan de evocar las del cuento Pulgarcito, donde la astucia del héroe hace que el ogro termine por comerse a sus propias hijas.
–Con respecto a los clásicos –dice Tellas–, en un momento pensé en el clásico por excelencia: el cuento infantil. Algo que se le cuenta a un niño todas las noches y que él escucha cada vez con más atención. Empecé a entender eso de la repetición de lo conocido como algo hipnótico y atrapante. Entonces vi la obra como un cuento de horror y al principio llegamos a ensayarla como si fuera una obra de títeres.
Un homenaje a Lorca, que empezó montando para la familia obritas interpretadas por títeres de cachiporra.
A pesar de que Lorca pretendía que La casa de Bernarda Alba no tuviera una gota de poesía y adscribiera a un realismo casi documental, la puesta de Tellas introduce la vertiente surrealista del autor: en lugar de sábanas, las hijas de Bernarda bordan pequeños colchones para un niño que nunca vendrá. Las paredes son de gomaespuma, como si Bernarda hubiera querido separar aún más su casa del mundo, y son atravesadas por los dos únicos personajes que se atreven a violar las leyes: Adela, la hermana menor que, desobedeciendo la ley de la sangre, hace el amor con el novio de su hermana Angustias, y María José, la abuela, que ha burlado la ley de Bernarda a través de la locura y la erotomanía. Tellas evoca que la transformación de lo sólido en blando (y al revés) es uno de los procedimientos surrealistas. Un ejemplo: el reloj desinflado de Dalí.
El poeta Martín Prieto, asesor literario de la versión, eliminó del original la segunda persona del plural, esa que obligaba a decir a Isabel Perón “No me atosiguéis”, y reemplazó la palabra “gañán” por “peón” para crear un ruralismo ubicable en cualquier sitio. Es una pena que haya exagerado con la introducción de la palabra “pelafustán” y no haya conservado la acepción diferente que Lorca da a “pechos” y “tetas”: los primeros indican erotismo, las segundas el acto de amamantar, según la aguda apreciación de la crítica Moira Soto.
HUIS CLOS POR BULERIAS
¿Cómo sublimar el haber pasado la infancia en un pueblo llamado Asquerosa si no haciéndose poeta? Cuando Federico García Lorca, exitoso y con diversas famas inquietantes, volvía a él, ya había cambiado su mal nombre por Valderrubio. Frente a la casa de su padre vivía Frasquita Alba con sus cuatro hijas muy feas. Cuando la mujer enviudó, las encerró con la sola licencia de ir a misa y tomar aire en un patio donde apenas cabía un carro. Pepe de la Romanilla, el muchacho más lindo del pueblo, pidió en casamiento a la mayor, que era hija de un matrimonio anterior de Frasquita y tenía herencia, pero por las noches se llegaba a la reja de su hermana menor, Adela. La viuda vivía al lado de la casa de un tío de Federico, desde cuyo pozo seco podían escucharse las conversaciones de esas mujeres que para el poeta arderían de deseo y de odio. Muchas veces, al escuchar que los visillos se movían cuando él pasaba, se corría hasta su casa, se ponía un pijama azul e iba a cantarles al umbral: “¡Asómense a la ventana!/¡No miren por las rendijas!”. Cuando doña Vicenta Lorca supo que su hijo iba a representar una obra utilizando las mismas anécdotas y los mismos nombres, dijo: “¡Qué escándalo!”. Entonces Lorca cambió el Frasquita (nombre de encierro), pero no renunció al “Alba”.
El lugar común misógino echó a rodar la pregunta: ¿cómo se hace para que doce mujeres trabajen juntas? Parece que como en la carrera nuclear: armándose hasta que no sea necesario demostrar la propia fuerza. Tellas llama al pan pan y al vino vino: “Todas las actrices tienen carácter y personalidad, y por eso se respetan mucho. Se dieron cuenta de que tenían entre manos como una bomba de tiempo y que, si llegaba a haber algún conflicto, iba a ser muy serio. Por eso todo el tiempo estamos agradeciendo: ¡qué suerte que nos llevamos bien, que hay cariño y respeto! Porque sabemos que si una va a la maldad, ¡todas vamos a ser muy malas!”
Ese trabajar el borde de la turbulencia dio sus frutos sin ponzoña. Mirtha Busnelli hace una Poncia memorable con un toque de Viejo Vizcacha. Elena Tasisto, la más entrenada en clásicos –pasó por diversos personajes de La casa de Bernarda Alba–, hizo una Bernarda a tono con su Virginia Woolf anterior: a la altura de Antígona.
–Fue muy importante tener a Elena de protagonista –dice Tellas–. Ella hizo una versión de la obra en 1978, y en ese momento se la leyó como una metáfora de la dictadura y la represión. Los clásicos tienen también eso, y es que en cada contexto histórico empiezan a decir otra cosa. Cuando apareció la escena de las hermanas saltando sobre las camas como si fuera un pijama party, le pregunté a Elena: “¿Estamos adentro de la obra?”. Ella era la guardiana de Lorca.
En uno de los momentos más imaginativos de la puesta, Lucrecia Capello se desnuda con un coraje y una naturalidad inusuales en un país donde las actrices suelen desnudarse como la Coca Sarli, con una expresión de horror y miedo a la celulitis que se lee en el rostro como si dijera “¡¡¡Ay, estoy desnuda!!! Y Carolina Fal podría hacer que alguien se enamore de ella como la gitana Esmeralda se enamoró del Jorobado de Notre Dame. La canción que canta en el tercer acto –en hipos de llanto y balbuceo–, para darle un himno al pathos de patito feo de su personaje Martirio, es un pico en ese drama de pozos de tierra, silencio y enterramiento en vida. El orgullo de heredera, el deseo de pescado frío y la perfidia trivial pasan por la Angustias de María Onetto, siempre interesante en el dominio de registros que no explotan los subrayados y los gritos que llegan al techo. Andrea Garrote, Mariana Anghileri y Muriel Santana tienen el mérito de haber compuesto personajes diferentes, a los que el texto original no señala rasgos vectores. Claro que el estilo tiene un precio. Vivi Tellas dice que le revienta cualquier asociación entre mujeres y menstruación, pero que no tiene más remedio que hacerla.
–Empezamos todas a tener trastornos menstruales. Que se me atrasa, que se me adelanta... Hasta la que no tenía menstruación empezó a tener pérdidas. Tengo que reconocer que empezó a circular una cosa hormonal terrible: granos, ataques de histeria, de seguridad, de inseguridad extrema, depresiones. Además, ¡cómo charlan las mujeres! Es una cosa imparable. Yo les decía: “¡Chicas, no me hagan decir, como Bernarda: ‘¡Silencio! ¡Silencio!’ No me conviertan en ese personaje porque no quiero”. A veces le estaba marcando una escena a una y las demás “blablablablá”. “¡Chicas, por favor, conténganse! ¡Estamos hablando de la obra!”. Y aunque eso indicaba un entusiasmo muy bueno, terminé entendiendo a los hombres: somos reimbancables. En tres meses de ensayos, cada día había por lo menos dos de nosotras que lloraba. Y en el último acto lloramos siempre todas. La obra se hizo de eso: de hablar y llorar.

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