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Domingo, 26 de marzo de 2006

TARAS > FAUNA DE DISQUERíA

Con el disco rayado

Quedan en Buenos Aires todavía las que alguna vez se llamaron “cuevas”, las disquerías que tienen una oferta más rara y específica que las grandes tiendas de música, donde se consiguen sólo novedades. Entre vinilos, caras ediciones importadas, incunables y usados, se mueven compradores también peculiares. Nadie los conoce mejor que quienes los atienden, comprenden, estiman y padecen.

 Por Mauro Libertella

Primero fue el vinilo: una portada de 32 centímetros de lado, un disco negro y grande, con su surco espiralado, que imploraba sutileza y dedicación a la hora de cuidarlo y ponerlo a girar. Llevar un vinilo bajo el brazo denotaba pertenencia, hablaba de un código compartido, y en aquellos implacables cartones fueron perpetradas algunas de las más emblemáticas tapas del rock, cono la de Sargent Pepper’s, la de Sticky Fingers o la de The Velvet Underground and Nico (se sabe: Warhol pisó profundo). Podemos afirmar, ahora, que sobre aquel artefacto reverberaron ya los primeros fetichismos del melómano, aquel para el que con la música se definen los límites de una vida. Y la postal está en el cine: cuando el personaje de Casi famosos encuentra una pila de discos bajo la cama, o en prácticamente toda esa oda-parodia al fanático que fue Alta fidelidad. El vinilo es el soundtrack de una época, y es por eso también que hoy lo sentimos como uno de los últimos resabios de un mundo perdido.

Después llegó el casete y significó un importante disloque conceptual y práctico respecto del vinilo. Uno podía hacerse un disco en casa. Un poco después, con el walkman, uno podía también sacar la música a la calle. Y el casete, así, erigió su propio imaginario: el original con la tapa en miniatura, el compilado, las primeras copias de discos como Corpiños en la madrugada de Sumo que circulaban de mano en mano y podían cimentar la popularidad de una banda. El casete, hoy, ha quedado un poco relegado, aunque siempre quedan y quedarán fieles que profesen su culto. Hablan de su fácil manipulación, de su sonido a un mismo tiempo analógico y digital, del azar que se juega en el proceso de rebobinado. Pero sucede que están hablando, sobre todo, del signo de un tiempo de transición, de un entretiempo que funcionó como puente entre el vinilo y el compact disc.

El CD retomó algo de aquellas dos tradiciones: el disco circular heredado del vinilo, la tapa de plástico heredada del casete, y se constituyó así como el nuevo objeto de culto del melómano. No sólo se podía pasar cómodamente de canción o conseguir un sonido con buena fidelidad, sino también ordenar hasta el éxtasis y el hastío la discoteca personal, dibujando un perfecto paisaje de compacts cuyos bordes rezan nombres de bandas y títulos de discos. Porque la melomanía ciertamente va mucho más allá de la música. Alguna vez alguien dijo que el verdadero fanático –ese cuyo fanatismo linda con la locura–, no escucha sus discos sino que únicamente ordena su discoteca. Y nunca para: la ordena por siempre. Y si la discoteca es su mundo, la puesta en abismo de una identidad, la disquería funciona como una especie de cosmos, como una constelación.

Son reductos escondidos en esquivas galerías y pasajes de Buenos Aires. Su funcionamiento es similar al de la iglesia o el templo: allí se medita, allí se asiste indefectiblemente cada semana, y allí todo es posible. Eso es lo que nos dicen los disqueros, esas personas que viven el día a día de una locura rara, a veces erudita, a veces de una extrema necedad. Se sabe: esos muchachos tampoco están del todo exentos. “Todos tenemos algo de locos en esto”, dice el disquero de Rock & Freud, y como decía el personaje de John Cusack en Alta fidelidad, desde el lugar del disquero: “Nosotros no haríamos esto si no fuéramos igual que ellos”. Todos, disqueros y “ratas de disquería” son, ante todo, melómanos. En esa identificación, en esa fiebre imantada se sostienen los nudos de la vida de disquería. “Viene mucha gente que pide cosas que a uno no le gustan, y si uno lo maltrata un poco no es por mala educación, sino porque éste es un trabajo que se hace con pasión. Es el único modo de mantenerse tantos años en este mundo”, dice Fernando Pau, de Abraxas. Y en el recorrido por las pequeñas grandes disquerías está dibujado con tinta invisible uno de los planos secretos de Buenos Aires. Esta es sólo una reconstrucción posible de esa cartografía.

Los que quieren todo

“Hay tipos que se compran todo. Por ejemplo, te preguntan: ‘¿Qué tal Lennon solista? ¿Cuáles son los mejores?’. Vos le explicás un poco, le hablás de las distintas épocas, se los nombrás, y de pronto te interrumpen y te dicen: ‘Bueno, dámelos todos, y también quiero los greatest hits, y la caja: todos’. Están locos. Y a los tres días viene y te pide por otro grupo. No los pudo ni escuchar siquiera.” (Rock and Freud)

Los mirones

“Hay gente que viene a mirar y se pasa horas. Vos estás acá adentro y sos una persona que también hace cosas: vas al baño, estás esperando que se vayan para ir a comprarte un café, o para ponerte a leer. Y tenés un tipo que se clava acá, que no se mueve, que no compra, que jode. Hay mucho flaco que dice: ‘No tengo nada que hacer hoy a la tarde, voy a joder al disquero, total es un huevón que esta ahí sentado’. Lo peor es que después vienen y quieren que conozcas todos los discos. ¡Si querés que te hable de todos los discos tengo que tener un momento para escucharlos, y si vos te fueras yo los podría escuchar!” (Rock and Freud)

Los consultores

“Yo a los más fanáticos los reconozco, y a veces me sacan de un apuro. Especialmente en música clásica: cada obra tiene veinte movimientos, cada movimiento tiene un nombre. Y siempre hay alguien en la disquería que se sabe absolutamente todos los movimientos. Entonces si alguien pregunta por un disco, se lo derivo directamente a él y él lo atiende. Y le encanta.” (Zival’s)

Los obsesivos

“Hay tipos que vienen todos los lunes con los artículos de música que salen en los diarios los fines de semana. Había uno en particular que apenas lo veíamos cruzar la puerta, le sacábamos todas las novedades y se las mostrábamos. Nunca compró nada.” (Zival’s)

Las informantes

“En la fauna del melómano está lo que nosotros llamamos ‘ratas de disquería’, que están en todas las disquerías de Buenos Aires. Se encuentran acá –‘te veo en Zival’s’–, y de acá se van en grupo a recorrer todo el circuito de disquerías. Siempre nos sorprenden con algo. Te alertan de que hay algún tipo de mercadería que está en la calle y que nosotros desconocíamos.” (Zival’s)

Los demandantes

“Es común que la gente piense que como tenés una disquería de importados, tenés todos los discos que se les ocurran en stock. No hay lógica de parte del cliente. A mí no se me ocurre ir a una zapatería y decir: ‘Che, ¿tenés zapatos con alitas? Porque una vez pasé por Nueva York y vi que había zapatos con alitas’. A un tipo se le ocurre venir a la mañana y decir: ‘¿tenés el cuarto disco de Bush?’ o ‘¿el quinto solista de Tom Jones?’ Yo le digo que sí, que se lo pido, y me dice: ‘Ah, no, entonces no’. Pretende que tenga todos acá en stock, y si yo tuviera tantos discos en stock sería Tower Records, y Tower Records se fundió. No da. Hay gente que está demente.” (Rock and Freud)

Los ladrones

“El sistema de vigilancia es, básicamente, que en la pared no hay huecos. Las bateas están con candados, entonces nada puede salir de allí. Pero lo que está en la pared sí puede salir. Cuando en la disquería hay varias personas, el modo de controlar es ir chequeando que en la pared no hayan huecos. Si hay un hueco es porque el disco está en la mesa, porque lo tiene alguien en la mano o porque se lo robaron. Hubo una vez en que alguien, en un momento de distracción nuestra, sacó de la pared un disco de tapa negra y lo cambió por un disco vacío, de Depeche Mode, también de tapa negra. Mirando desde el mostrador me doy cuenta de que ese disco no lo conocía. Entonces me acerco y veo que es una caja vacía que dejó el pibe.” (Abraxas)

Los compulsivos

“Había un tipo que era fanático de las bandas de sonido. Llegó a comprar, entre bandas de sonido y otros discos, unos 1200 títulos en dos meses. Un día le pregunto si tenía una radio, y me dice que no, que eran para él. Entonces le pregunto: ‘¿Alcanzás a escucharlos?’ y me dice: ‘No tengo equipo. Los guardo, no los abro’. Había un tipo que compraba absolutamente todo lo que salía en dvd, vhs, compact disc, casete, los libros: todo. Una vez le pregunté dónde guardaba todo y me dijo que tenía un departamento cerca de la disquería donde dejaba todo. El no vivía ahí, y casi no pasaba, sólo cuando salía de la disquería: descargaba todo, lo ordenaba y se iba a la casa.” (Zival’s)

Los que están como en casa

“Entró un pibe con un vino, se quedó una hora mirando discos y, cuando nos distraemos unos segundos, el pibe está tirado en el piso con la botella vacía. También sucede de parejitas que se ponen a rascarse en el rincón, y uno se acerca y les dice ‘¿te sirvo algo?, ¿les bajo las luces?’. Vemos muchas peleas de parejas, por supuesto, y mucha gente se conoce acá adentro. Hay veces en que la gente acá adentro se saca los zapatos y se pone a bailar.” (Abraxas)

Los peleadores

“Una vez, hace muchos años, una mujer vino a devolver un disco que no le había gustado. Lo trajo en condiciones realmente malas. Le dije que en esas condiciones no podía cambiarle el disco. Entonces se fue atrás del mostrador, agarró el aparato para cinta scotch y me quería romper la cabeza con el aparato. Se lo terminé cambiando. Dentro de la disquería se arman discusiones, especialmente entre los tangueros. Uno pide una versión de alguna canción, por Goyeneche. El que está al lado lo mira y le dice ‘¿cómo vas a pedir la versión de Goyeneche, hermano?’ Y se quedan veinte minutos, media hora discutiendo cuál es la mejor versión.” (Zival’s)

Los amantes

“Hoy, las disquerías de importados se mantienen con clientes fijos, gente que realmente ama a la música, ama el disco y, bueno ‘gasta’ mucho dinero. Creo que el futuro del disco es ése: gente que quiere al disco, que ama a la música y realmente la necesita para vivir. Para ellos no es algo accesorio. La gente que compraba un disco como podía comprar un chicle hoy en día ya no escucha más música: o escucha la radio o tiene algunos discos bajados. Es gente a la que no le importa mucho, si suena una cosa u otra es más o menos lo mismo. No es gente que quiera a la música.” (Rock and Freud)

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