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Domingo, 23 de abril de 2006

DERECHOS HUMANOS: LEGALIDAD Y JURISDICCIóN SUPRANACIONAL

Acerca de la sospecha en el lenguaje

 Por Guillermo Saccomanno

¿Qué tienen qué ver la literatura y el derecho? Una primera explicación, la más a mano que tengo, es que ambas disciplinas son ficciones. Las dos mienten. Pero en su mentira pueden dar cuenta de la realidad más que otros discursos.

Intento explicar ahora por qué presenté Derechos humanos, legalidad y jurisdicción supranacional. La explicación es una amistad de treinta años con Juan Carlos “Canco” Vega, presidente del Servicio Argentino de Derechos Humanos. Una amistad que proviene de afinidades electivas y convicciones compartidas. Conocí a Canco durante la dictadura en una de las bienales del humor y la historieta, esos actos multitudinarios de cultura popular que se celebraban en Córdoba. Esas muestras eran signos sutiles de resistencia. Tan sutiles que hoy parecen naïve. Si uno revisa los catálogos de esas muestras leerá que en lugar de escribir dictadura escribíamos “quietismo”. Después de una formación en el marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo, los cuestionadores del lenguaje empleábamos el eufemismo como guiño. Un guiño que nos permitía establecer relaciones de solidaridad mientras imperaba el sálvese quien pueda. En esta amistad con Canco confluyeron la sociología y la literatura. Es decir, las ciencias sociales y la teoría literaria. Pregunto: ¿acaso la teoría literaria no es teoría política? ¿Y la teoría política no requiere acaso una formulación literaria? En esto coincidimos con Canco hace treinta años. No es casual que en la bibliografía que incluye en este libro participen Lucácks, Freud, Saussure, Lacan. En este aspecto, este libro proviene del modo que, en los ‘70, muchos intelectuales se planteaban una concepción ideológico-política de la escritura. Canco leía por entonces a Fanon, Sade, Marcuse y Barthes. Y ahora escribe: “Un contradiscurso se define por su capacidad para quebrar silencios de dominación”: así de terminante escribe Canco la primera frase de este libro. Y se propone “escapar” del discurso jurídico tradicional. Me permito subrayar el verbo “escapar”. Es que no hay otra alternativa cuando el discurso es concentracionario. Para denunciarlo es necesario “escapar”. Para enfrentarlo luego es necesario “escapar”. “Escapar”, en este caso, de las trampas del lenguaje.

Desafío a cualquiera a que me explique el porqué de la ilegibilidad de cualquier receta. Lo que “la letra de médico” –así se la llama– traduce en su construcción de jeroglíficos es una concepción política. No hace falta leer a Foucault para advertirlo. Hace falta simplemente ser víctima. Quienes integran este libro, al modo de Simone Weil, se ponen en el lugar de las víctimas y privilegian sus derechos antes que los intereses de los estados. Se trata de abogados que no le temen a la politización de los derechos humanos (que no son nunca neutrales), abogados que escriben sobre los derechos humanos no sólo en relación con los delitos de lesa humanidad sino también con la corrupción, el agua y el medio ambiente. También hay, entre otros, ensayos sobre el caso Bussi y la impugnación del voto popular; el caso Saldaño, el argentino condenado a muerte en una prisión de Texas; el caso Bulacio; y, con actualidad fuerte en estos días, el caso de las papeleras. Es importante observar en esta recopilación la claridad y transparencia argumental, un don infrecuente en la retórica jurídica.

Cuando se empieza a escribir se cuenta con una experiencia vital que es engañosa. Con el tiempo se aprende que esta experiencia tiene sentido si se dispone de otra: la experiencia de lectura. Desde esta doble experiencia, la vital y la de lectura, se arriba a la conclusión de que uno no escribe tanto de lo que supone que sabe como de lo que ignora. Todo escritor que se precie de honesto sabe que no sabe, que escribe de lo que ignora. Asumir esta ignorancia lo vuelve a uno, además de curioso, en sospechoso. La curiosidad siempre perturba al poder. Y es en este punto donde conviene recelar de los circuitos cerrados de escritura. Los discursos no son sólo discursos. La literatura, cuando moviliza, loconsigue porque al emerger de lo específicamente “literario” problematiza el lenguaje y su relación con la realidad y, de modo sartreano, no teme hundir sus manos en el barro de la historia.

Conviene entonces recelar de toda clasificación rígida, de los etiquetamientos facilongos. La división entre géneros mayores y menores, cultos y marginales, no responde a una comodidad crítica para clasificar operaciones artísticas. Esta es una lectura ideológica y su operación es política: segregar. Del mismo modo que la literatura se alimenta de escrituras distintas (la del periodismo, la del comic, la del cine, la del folletín), la literatura puede darse el placer por derecho propio de meterse con lo jurídico, ese aparato donde el poder encubre con una flatulencia retórica las trampas que los ricos les hacen a los pobres. Si el Derecho Tradicional Argentino desde 1930, al respaldar los distintos golpes militares, se metió con nosotros, ¿por qué nosotros no nos vamos a meter con él? Dos ejemplos. Los dos corresponden a Rodolfo Walsh. Primero, el tríptico de los cuentos de irlandeses que cierra con Un oscuro día de justicia. Segundo, su Carta abierta a la Junta Militar.

Este texto es parte de la presentación leída por Saccomanno el viernes pasado en el Instituto Nacional de Estudios de Ciencias Penales y Sociales, de Córdoba, durante la presentación del libro Derechos humanos: legalidad y jurisdicción supranacional (Editorial Mediterránea, 822 páginas).

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