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Domingo, 7 de mayo de 2006

FENOMENOS > HISTORIA Y LEYENDA DEL CIRQUE DU SOLEIL

Pan y Cirque

Empezó como la aventura hippie de un canadiense que en los ’70 salió a recorrer el mundo: el inefable Guy Laliberté. Treinta años después, es dueño de una empresa que destronó a los grandes circos tradicionales de enanos y animales, redefinió la noción de “circo” y hace castings mundiales en busca de los mejores en cada país. Esta es la historia (y la leyenda) del Cirque du Soleil, la compañía que durante mayo va a actuar a carpa llena en Buenos Aires mientras prepara su desembarco en Las Vegas con una versión circense de Los Beatles.

 Por Natali Schejtman

La historia del Cirque du Soleil es la de un grupo de hippies trasnochados que pasó de los malabares y lanzallamas en las frías calles de Montreal a desbancar a los grandes circos de su época, desterrar la mística de familia rara, luces de neón y elefantes infelices, y reescribir la definición de “circo” conocida hasta entonces. Sin embargo, esa historia encierra algunas lagunas generalmente tapada por una leyenda que se potencia según los kilómetros y grados centígrados de distancia.

Todo comenzó a fines de los ’70 con un viaje. El entonces pelilargo Guy Laliberté –fundador del circo, hoy un magnate calvo, fresco y fachero– era un joven callejero que daba sus primeros pasos con un viejo acordeón. Tenía cerca de 20 años cuando decidió partir hacia Europa, motivado por un ímpetu aventurero, cuyo origen pudo alguna vez fechar con una anécdota iluminadora: tenía diez años y estaba cenando con su familia cuando vio en el National Geographic un especial sobre culturas del mundo. En ese momento alucinó: “Ahí fue que planteé el deseo de viajar y conocer gente de todo el planeta”, explicó años después.

Imposible saber cuánto hay de ese mix cultural que se le revelaba por primera vez al niño Guy en la inspiración y los efectos que el National Geographic tuvo sobre él, y cuánto del hecho mismo de haberlo visto en un programa de televisión. Pero lo cierto es que su iniciación podría marcarse ahí: cenando con su familia y viendo el mundo por la tele.

En 1978 Laliberté ya estaba en París aprendiendo el oficio de lanzallamas y codeándose con artistas errantes que se enseñaban mutuamente las distintas disciplinas circenses. En 1979, se abocó a los zancos, de la mano de su vecino Gilles Saint-Croix, otro que se convertiría luego en un histórico del Cirque. Con una valija de nuevos contactos, volvió a Montreal y empezó a organizar fiestas y eventos frente a un hostel de la juventud, pero no se quedó tanto rato. Convencido de que viajar lo enriquecía íntimamente, pasó tres inviernos trabajando en Hawai –cuyo sol, luego se dijo, inspiró el logo del Soleil– y fue ahí donde comenzó a coquetear con la organización de megaeventos, pero siempre haciendo más de una cosa a la vez. En el verano de 1980 se unió a la troupe de zancadores de Saint-Croix en Baie-Saint-Paul (Québec). Al año siguiente, junto con otros tres, fundaron un grupo llamado “El club de los tacos altos”, a fin de promover la integración del gremio, y prepararon algunas comedias musicales para representar ahí en las alturas. Fue en el año ’82 cuando Laliberté afrontó una verdadera prueba a sus dotes organizativas en una feria convocante y efervescente de artistas callejeros ávidos de mostrase y relacionarse entre sí. Con este antecedente exitoso, en 1984 Laliberté se cargó en el hombro esa idea que andaba rondando alrededor de la creación de una compañía circense que sumara música, teatro y danza (y jubilara a los animales del rubro). Y tuvo un primer éxito: consiguió una ayuda financiera del gobierno de Québec para montar un espectáculo y logró llevar a cabo, en la jornada del 450º aniversario de Canadá, el show fundante del Cirque du Soleil, el primero de una gira, con carpas y público modesto, por otras ciudades del país.

Pero si esta compañía trascendió los límites de su país, fue nuevamente por el inquieto Laliberté. Hacía falta un verdadero trampolín que los proyectara, en principio, al país vecino y a su inmenso mercado. Entonces, llegó Los Angeles, la explicación más unánime a la hora de indagar en el exitoso recorrido del espectáculo público al imperio privado. Laliberté viajó en el ’87 y fechó una presentación en el Festival de las Artes de la ciudad. El Cirque du Soleil tuvo que hacerse cargo del riesgo económico porque los números de la organización del festival no cerraban. Fue ése el hito que invitó a los jóvenes juguetones a poner sus zancos sobre la tierra y darse cuenta de que ahí había algo que podía salir muy bien o muy mal, encrucijada magnificada hoy por la leyenda, que enunciada por sus protagonistas adquiere visos dramáticos: “Aposté todo en esa noche –señaló Laliberté en varias oportunidades–. Si fallábamos no había plata para la nafta y la vuelta”. El público ardió. El camino a otras ciudades de Estados Unidos ya estaba despejado.

Con 12 espectáculos –7 de gira, 4 fijos en Las Vegas y uno en Orlando–, 3500 empleados, licencias televisivas, potentes sponsors, películas y su dueño en la lista de los hombres más ricos del mundo según Forbes, hoy el Cirque du Soleil es un pulpo del entretenimiento. El tono de los espectáculos apunta a la estilización de las proezas físicas, lejos del rictus tenso y a veces traumado que sugieren las caras de los gimnastas en competencia. Como pudo verse en el espectáculo La Nouba, emitido en febrero por A&E, o ahora en Saltimbanco, el cuadro total es la prioridad, y las luces, el vestuario, la escenografía y el maquillaje se engarzan con la tracción de músculos y el estrés de la cuerda floja convirtiéndolos en algo siempre agradable a la vista. El polvo de magnesio –necesario para proteger las manos del roce con el trapecio– parece cuantificado y delimitado, cosa de evitar una incómoda aureola blanca en la pedana elástica, y el ritmo de los flip flaps compulsivos nunca abandona a la orquesta.

Sin embargo, la mística circense y una especie de pathos gimnástico ganan terreno, sobre todo en el ambiente interno de los ensayos y la vida itinerante, más allá del show business –o también como parte de él–, como mostró la serie de episodios Cirque du Soleil: la llama interna emitida por People & Arts. Las cámaras se metían en la compañía que ensayaba el espectáculo Varekai y mostraban a la “gran familia” hablando de cómo era vivir lejos de novios, padres, amigos o preocupándose en grupo por una nena gimnasta, incorporada intempestivamente al circo y sometida a una rutina ultraexigente, a quien se notaba apesadumbrada por algún gaje del oficio. También, aparecía la escena de felicidad en la que uno de los miembros del Circo recibía la visita de un bebé que resultaba ser su flamante sobrinito. A otros se los veía más bien tensos por la advertencia sobre su rendimiento deficiente, mientras que a las trapecistas Stella y Raquel se les pedía más físico, sensualidad y velocidad, no desde el maltrato pero sí con exigencia cómplice. Y siempre, el juez: Guy Laliberté pasaba de observar con detenimiento un número acrobático a una reunión con los asesores de imagen en la que rechazaba colores, formatos y disposiciones de las opciones gráficas, al pedido de más y más propuestas. Obsesivo como se lo ve, la serie induce una conclusión: sólo de una mente detallista hasta lo insólito, sin duda capaz de hacer concordar el pompón de un payaso, el peinado de la cantante y los colores de un afiche, puede desprenderse un show de semejante precisión y rigurosidad escénica.

Aunque Laliberté –lo dice él y sus colaboradores de siempre– tiene algo más que “sentido artístico”: “Creo que mi mejor talento es ese balance perfecto entre el negocio y lo artístico”, dijo en una entrevista. Una de las grandes pegadas financieras de la lista de Forbes parece haber sido Las Vegas. Laliberté visitó la ciudad del pecado como parte del entrenamiento autodidacta de su olfato artístico-empresarial, una vez que el Cirque du Soleil marchaba con paso seguro por las ciudades más importantes del mundo. Primero se animó a presentarle su show al club Caesar’s Palace, que lo rechazó, según se dice, por “muy avant garde, muy esotérico, muy sofisticado para Las Vegas”. Laliberté estaba furioso por este comentario (tan halagador, por cierto). Después de este intento frustrado, fue contactado por Steve Wynn, del teatro The Mirage, y Las Vegas se convirtió para Laliberté en una máquina taquillera de aceleración constante que este año desembocará en el show más esperado: Love, un espectáculo que revisita la beatlemanía desde el circo y la música (supervisada por George Martin). En principio, ya puede ostentar un mérito: haber logrado el visto bueno de Yoko, Paul, Ringo y Olivia Harrison. Poco más se sabe de este canadiense, además de que mientras pinta de multicolor cada esquina de sus puestas teatrales elige para sí remeras negras. Y que pone un énfasis especial en recordar la juventud callejera, algo marginal y plagada de riesgos de muchos de los que fundaron el circo (“Para no olvidar nunca de dónde uno viene”, dice Laliberté desde el site oficial, encabezando la explicación sobre la acción social que lleva a cabo el circo). Probablemente esté, de todas formas, muy tranquilo: sabe que por ahora no hay riesgo de que se venga la noche.

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