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Domingo, 11 de junio de 2006

CINE > EL LATIDO DE MI CORAZóN, DE JACQUES AUDIARD

Remake a la francesa

El director Jacques Audiard, conocido sobre todo por el policial Lee mis labios, se atrevió a hacer una remake de la mítica película Fingers de James Toback, pieza importante de la era más reverenciada por los cinéfilos: el Hollywood independiente de los años ’70. El resultado no sólo está a la altura del original, sino que se toma libertades geográficas y psicológicas que le dan relevancia y actualidad y lo alejan de un homenaje vacío.

 Por Mariano Kairuz

El director Jacques Audiard y el guionista Tonino Benacquista consiguieron con El latido de mi corazón algo que ocurre muy pocas veces: filmaron una remake de una película norteamericana independiente de los años ’70, uno de esos films de culto pertenecientes a esa época más reverenciada que revisitada, y salieron bastante bien parados con su apuesta. Por un lado, corrieron con la ventaja de que muy poca gente ha vuelto a ver Fingers, porque en la mayor parte del mundo casi no se conseguía en video. Pero hay otra razón para que lograran una película por lo menos a la altura de su mítico original: y es que Fingers quizá no sea tan buena como los acérrimos defensores del renacimiento del cine norteamericano de los ’70 han sostenido durante casi tres décadas.

Opera prima de James Toback, Fingers tiene una energía, un sudor y una corriente sexual explícita como casi no conocía hasta los ’70, y que más tarde se perdería. Los comentarios raciales se quedaron en el tiempo, pero en ciertas escenas todavía se alcanza a intuir el potencial provocativo que habrán tenido en su momento. Toback la había planteado como un “estudio de personajes” (nacido, textual de Toback, de “una agonía interna”); unos días cruciales en la vida de Jimmy “Fingers” Angelelli, un tipo en un cruce brutal y permanente entre dos mundos: practica apasionadamente música clásica con su piano, preparándose para una audición que, dice, puede ser el día más importante de su vida; mientras el resto de su tiempo se dedica a cobrarles a los deudores morosos de su padre, una suerte de pequeño y mediano prestamista mafioso ítalo-neoyorquino, abriendo cráneos si hace falta. Dos actividades que tienen en común poco más que la puesta en acción de los dedos de Jimmy, en un caso más apretados que en el otro.

Esta idea de los dos universos presuntamente contrapuestos es el centro de la película: la oscilación constante entre las bellas artes, la “alta” cultura y el submundo criminal, expresados a través de una actuación “intensa” que ya por aquella época solía dar Harvey Keitel, perfeccionándose en un camino cuyo punto de llegada fue Un maldito policía, 14 años después. Con su radiograbador a cuestas, Jimmy hace la transición entre un lugar y otro, poniendo canciones que ya eran viejas en su época (como la encantadora Angel of the morning en versión de Merrillee Rush, una recuperación casi pop, digna de Tarantino) en lugares donde sus ruidosas intrusiones no suelen ser bienvenidas. Este detalle se pierde en El latido... (Tom, el nuevo Jimmy, escucha música electrónica contemporánea en sus auriculares), pero son este tipo de sacrificios justamente los que hacen a la salud del espectador sometido a un nuevo ejercicio de remake. Audiard y Benacquista se despegaron lo suficiente de la película de Toback como para no convertirla en un ciego homenaje a un artefacto fechado (y eso hubiera sido digno de Tarantino).

Fingers se estrenó en París cuando Audiard tenía unos 25 años y lo dejó impresionado. Quizá la virtual imposibilidad de volver a verla fue determinante en su respuesta cuando, hace unos años, el productor Pascal Caucheteaux le preguntó qué película le gustaría rehacer. En ese momento, Audiard se encontró con que Fingers era muy difícil de conseguir siquiera en video. Por otro lado, Benacquista –quien ya había colaborado con Audiard en su película anterior, Lee mis labios– no la había visto nunca, y cuando ambos la vieron, al guionista no le gustó demasiado y Audiard notó, ahora sí, varios de los agujeros e incoherencias del guión original. Lo cual les dio la libertad para pensar una película absolutamente autónoma. Audiard decidió centrarse aún más en la relación entre el padre y el hijo. El padre de Tom, un prestamista-inversionista con una tendencia a involucrarse con algunos personajes más bien pesados, todavía convoca a su hijo para que se encargue de los morosos. Audiard apuesta a un mayor “realismo” (son sus palabras) y le suma aristas a Tom, que parece tener muy claro que su padre ya está acabado; que se enamora de su profesora de piano, una concertista con la que tienen una relación sin que ninguno de los dos entienda el idioma del otro; y que de día se mueve en el mundo (o submundo) de los negocios inmobiliarios, dándoles un contexto para acciones quizá todavía más mafiosas que las del Jimmy Fingers de los ’70.

El París de 2004 no es un lugar menos hostil que la Nueva York sucia de Toback. Y Romain Duris compone a un Tom mucho más afable y simpático que aquel hombre de Cromagnon crispadísimo, con su mandíbula siempre tensa y los ojos colocados de Keitel. Como si el pasaje entre dos mundos fuera más duro para Tom que para Jimmy; como si realmente se dividiera en dos, como si se partiera al medio entre cada una de sus vidas. Duris parece más cercano –como lo señalaron varios críticos norteamericanos– al Robert De Niro de los comienzos, de sus primeros trabajos con Scorsese y De Palma, que a Keitel. Y eso –hablando de qué queda de las energías perdidas para siempre del Hollywood de los años ’70– sólo puede ser algo bueno.

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