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Sábado, 3 de agosto de 2002

FOTOGRAFíA

El ser nacional

Después de tres libros en los que captó con pasmosa nitidez las señas de identidad que anidan en la extensa geografía argentina, Marcos Zimmerman decidió, por una vez, trabajar sin salir de su casa. Reutilizando sus propias fotos y una computadora vieja, montó, mediante collages, escudos imaginarios que reflejan distintas “cuestiones” argentinas con un lenguaje menos simbólico que el de la heráldica provincial. La Serie del Yacaré, primera parte de este trabajo que promete abarcar todo el país, puede verse en el Rojas hasta fin de mes.

 Por Juan Forn

Aquellos que conozcan los tres libros de fotos de Marcos Zimmerman habrán notado que en los dos primeros (el de la Patagonia, Un lugar en el viento, y el del Río de la Plata, Río de los sueños) casi no aparecían figuras humanas. Aun así, esas fenomenales fotos hablaban con rara elocuencia de lo humano y de lo argentino (si aceptamos que lo argentino es humano, cosa que en estos tiempos aciagos quizás esté en discusión). Al plantarse frente a esas imágenes, uno sabía que estaba frente a una porción del mapa genético nacional: reconocía en el fondo de esos paisajes ciertas señas de identidad propias como quien se descubre de golpe en la pantalla de esos sistemas de video que dejan encendidos en los negocios de electrodomésticos. El proceso de identidad era generado por un primer instante de extrañamiento.
En su tercer libro, publicado en 1998 (La tierra y la sangre, el que recorre el Norte argentino desde la cordillera hasta el Iguazú), Zimmerman pareció sentir que podía ir más lejos incluyendo en sus fotos ese proceso de extrañamiento: como si no le alcanzara con mirar él sino que necesitara ser mirado también. Así, esta tercera etapa de relevamiento del paisaje metafísico nacional abrevaba más en figuras humanas que en paisajes (de hecho, usó el rostro de una anciana como imagen de tapa de su libro, además de duplicar el número de páginas y fotos, en comparación con los dos libros anteriores).
El efecto parecía seguir siendo el mismo: registrar lo que se alza contra toda erosión, lo que logra resistir y también lo que es moldeado por esas erosiones. Pero esta vez las erosiones no eran sólo el viento, el sol, las crecientes o el “progreso” (con las previsibles connotaciones que tiene esa palabra en este país) sino también esas otras formas del paso del tiempo y de la resistencia al paso del tiempo que son los anhelos y necesidades de cada edad de la vida, desde las ilusiones de infancia hasta la contemplación o el olvido panorámicos de la vejez.
“Cuando estaba haciendo las fotos del Norte”, dice Zimmerman, “empecé a sentir que la fotografía, o esa fotografía que yo estaba haciendo, era insuficiente para reflejar lo que veía: los rasgos de un país todavía inconcluso, pero unido por señales, por indicios casi intangibles que a veces se esconden en un paisaje y otras veces en una persona”. Algo le pasó entonces. Algo que es más fácil de explicar retrospectivamente (porque, como decía Kierkegaard, el pequeño problema de la existencia es que la vida se vive para adelante y se entiende para atrás): “Un día descubrí que me estaba cansando que se vieran mis fotos como hechos estrictamente estéticos, como si no asomara del todo lo que yo creo que asoma detrás. Por eso decidí: Te lo voy a poner enfrente, a ver qué pasa”.
Tres sucesos aparentemente inconexos ayudaron a esta decisión de “traer para adelante” el fondo simbólico que habitaba su trabajo. El primero de ellos fue una práctica “privada” de Zimmerman durante esos kilómetros y kilómetros del país recorridos solitariamente a la caza de imágenes: para esos viajes se acompañaba de textos “de historia” de lo más heterodoxos (desde crónicas de los viajeros de Indias hasta ficciones contemporáneas argentinas, desde ensayos sobre la Patria hasta compendios de leyendas populares). El segundo fue un librito escolar de escudos provinciales encontrado por casualidad en Formosa, durante uno de los últimos viajes del fotógrafo para el libro del Norte. El tercero ocurrió cuando entró en imprenta ese libro, y Zimmerman estaba en el taller siguiendo de cerca el proceso, y levantó del piso uno de los pliegos de descarte que se usan para limpiar de tinta las máquinas entre pasada y pasada, y quedó tan interesado con el efecto de sobreimpresión de fotos suyas sobre fotos suyas, que volvió a su casa y, en el más bien vetusto Photoshop de su computadora, empezó a repetir (y multiplicar) domésticamente el mismo procedimiento.
Su idea, al volver a Buenos Aires con el librito de escudos, era armar una serie de tableaux vivants de esos escudos con los elementos reales que conformaban esos símbolos (agua real, trigo real, manos y gorros frigiosreales), cosa que dio paso casi enseguida a otra idea: armar escudos imaginarios (con el mismo procedimiento) que reflejaran distintas “cuestiones” argentinas, con un lenguaje menos eufemístico que el de la heráldica provincial. Aquellos pliegues de descarte sobreimpresos le sugirieron el cómo: si todas esas fotos que había sacado en distintos rincones de la Argentina buscaban apresar rasgos ocultos del país inconcluso, ¿por qué no intentar esos escudos imaginarios cortando, pegando y yuxtaponiendo esos rasgos dispersos?
Así, canibalizando su propio trabajo, y autoimponiéndose límites técnicos (“Ni modernicé mi Photoshop ni quise conocer todas las opciones que me ofrecía, porque la idea era hacer sólo lo que podría hacerse con una ampliadora”), fue trayendo para adelante esa expresividad iconográfica que parecía quedar en segundo plano en sus impecables fotos “directas” anteriores. La primera etapa de ese trabajo estuvo lista en el 2000 y es la que se exhibe en el Rojas hasta el 25 de agosto: los siete collages fotográficos de La Serie del Yacaré. Si se exhiben recién hoy es porque Zimmerman siguió profundizando en esa dirección y sólo hace poco, cuando Alberto Goldenstein le ofreció el espacio del Rojas, pudo ver la autonomía de esa serie y separarla (exponiéndola por sí sola) de lo que vino (y vendrá) después: una suerte de relevamiento topográfico nacional en forma de desnudos y un proyecto de libro donde las fotos se convierten en dibujos que ilustran un texto delirante, escrito por el propio Zimmerman con Julio Salinas, que cuenta la increíble y verídica historia de “El Paraíso de Mahoma”, nombre por el cual fue conocida Asunción del Paraguay en los ocho años desde que Irala fundó en 1537 la primera Casa Fuerte hasta que la llegada de Cabeza de Vaca interrumpió la práctica desenfrenada de la lujuria practicada por aquellos “adelantados” que, aprovechando las costumbres de los aborígenes de la zona (que les donaban a sus mujeres y niñas en prenda de paz), tuvieron cada uno 70 mujeres a su entera disposición.
Sabemos que todo ícono que se precie necesita componentes parejos de mito y realidad. La historia de este continente, y la de este país, participan de los mismos ingredientes (no hace falta remontarse hasta las Crónicas de Indias para comprobarlo; basta un caso mucho más cercano, como el alucinante peregrinaje del cadáver de Evita, para citar sólo un ejemplo). Y ahí es donde convergen las lecturas de Zimmerman durante sus viajes por el país, con las fotos que fue sacando y con el viraje estilístico que decidió hacer después. Los siete collages de La Serie del Yacaré (cuyos “motivos” son: La Madre Tierra, El Hambre, Los Sueños, El Trabajo, El Deseo, Los Gauchitos y el tríptico La Familia Se Agranda) pueden verse como escudos tanto como escapularios, o incluso tatuajes: una suerte de heráldica panteísta, y mestiza en todos los sentidos de la palabra (todo mestizaje, además de combinar lo aparentemente incompatible, es por definición un proceso en movimiento: inconcluso en tanto continúa). Si recordamos que heraldo es, según María Moliner, “aquel que tiene a su cargo anunciar públicamente un suceso importante”, se comenzará a entender el modo en que se combinan y superponen los propósitos de Zimmerman tal como se combinan y superponen sus diferentes fotos en estos collages.
En cuanto al leit-motif de la serie, el espíritu que la recorre deslizándose en silencio, desde el centro de la escena a sus márgenes en busca de sentido, también tiene su explicación. Y no sólo se debe al afán de Zimmerman de “reivindicar un bicho maravilloso, denostado como todo lo que viene del Litoral, que conocimos por el cine como el cocodrilo de Johnny Weismüller antes de verlo como el habitante primordial de los Esteros del Iberá”. Sino también porque ese bicho que, tal como señala el fotógrafo, ni siquiera tiene mito propio en este país, podría ser, bien mirado, el animal argentino por excelencia: anfibio que camina, cuadrúpedo que no quiere abandonar el agua, animal prehistórico y del futuro a la vez.

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