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Domingo, 16 de julio de 2006

TERRITORIOS > LA PLAYA SEGúN ALAN PAULS

El libro de arena

¿Por qué cada verano millones de turistas vuelven una y otra vez a la playa? ¿Qué dejan atrás al irse y qué vuelven a buscar cada año? ¿Qué les pasa en los meses fríos a los balnearios? Como carta de presentación de la colección In Situ de Editorial Sudamericana, La vida descalzo, de Alan Pauls, traza una cartografía geográfica, artística e imaginaria de ese lugar milenario que es a la vez principio y fin.

 Por Alan Pauls

Las playas más puras nunca son más puras que la arena que las constituye, y la arena es cualquier cosa menos pura. Está hecha de desechos: sobras de rocas, arrecifes, corales, huesos, conchas, valvas, caracoles, pescados, plancton. A esa impureza ancestral, uno solo de cuyos granos, examinado en su tamaño, su forma, su textura o su composición por un sedimentólogo moderadamente sagaz, permitiría reconstruir el lugar del que procede y el tiempo y los procesos que lo llevaron hasta una costa determinada (se calcula, por ejemplo, que la arena de Miami tiene 13 mil años de edad), Villa Gesell agregaba otra, ya no geológica sino cultural, y más de uno dirá inconfundiblemente argentina, que hacía coexistir dunas con mermeladas de rododendro, Land Rovers de la guerra descalabrados con canciones de protesta calcadas de Georges Brassens, calles de tierra y plumeros con sandalias de cuero trenzado, playas tan anchas que a pleno sol era imposible cruzarlas descalzo con bares hip como La Jirafa Roja, carnes de jabalí con cielos azules que duraban impasibles semanas enteras, centros de perdición infantil como el Combo Park –con sus mesas de ping pong, sus metegoles de hierro, sus flippers, sus canchas de bowling automáticas y sobre todo su sistema de cospeles, primera moneda de uso infantil y primera noción general de equivalencia económica, que los chicos compraban por su cuenta a empleados apenas uno o dos años más grandes que ellos, siempre malhumorados– con cantautores sensibles (“Era la tarde/ la tarde cuando el sol caía/ la tarde cuando fuiste mía/ la tarde en que te vi, mi amor”), hoteles residenciales regenteados por familias croatas con chicas a go-gó, ancianas alemanas que ya entonces –corrían los sangrientos ’70– reivindicaban los derechos del animal con rockeros de pecho hundido y costillas marcadas, duchas a la intemperie con varietés noctámbulos como La mandarina a pedal o Nacha de noche. Y si esa incongruencia pudo ser posible, si hoy es, digan lo que digan sus detractores –en primer lugar los gesellinos de la primera hora, esos profesionales del desconsuelo–, lo más parecido a un estilo Gesell, es porque no hay geografía más en blanco, más dócil, más susceptible de reescrituras arbitrarias que la geografía de la playa. Puede, pues, que no haya hoy en todo Villa Gesell un solo lugar digno de llamarse virgen. Puede que el paraíso Gesell, como todos, sea un paraíso perdido. Pero nadie que vaya a Gesell –no importa si invocando los goces de la naturaleza o los de la cultura– podrá negar después, una vez que ha vuelto, que lo que le dio verdadero sentido a su viaje, aun cuando la revelación sólo durara un instante, fue precisamente algo del orden de lo perdido. No sé por qué, buscando qué mito de origen, va a la montaña la gente que acostumbra ir a la montaña. Sé que los que vamos a la playa –a Villa Gesell como a Cabo Polonio, a Punta del Este como a Mar del Plata, a Florianópolis como a Mar del Sur, a Cozumel como a Goa–, vamos siempre más o menos tras lo mismo: las huellas de lo que era el mundo antes de que la mano del hombre decidiera reescribirlo.

Antes, pero quizá también después. Porque la playa, espacio escatológico por excelencia, reúne en su fisonomía de tabula rasa los valores de una era primitiva, previa a la historia, y todos los rasgos de un escenario póstumo, que una catástrofe natural o el zarpazo de una fuerza aniquiladora habrían reducido a lo más elemental: un paisaje de restos y escombros microscópicos. La playa es a la vez lo que estuvo antes y lo que vino después, el principio y el fin, lo todavía intacto y lo ya arrasado, la promesa y la nostalgia. De ahí que “virginidad”, idea demasiado fechada, demasiado irreversible, no sea la palabra más conveniente para describir el anzuelo imaginario con el que sigue buscando capturarnos. Tal vez sea mejor hablar de desnudez. La playa, como el desierto, es un espacio desnudo, y es ese despojamiento radical –antes que un mayor o menor índice de primitivismo o de “naturaleza”– lo que la distingue de la selva u otros emblemas canónicos de la virginidad. La diferencia no es tanto natural como estética, o incluso de régimen de significación; que la playa –es decir, esencialmente, un territorio compuesto de mar, costa y arena– sea minimalista no significa que sea muda, ni siquiera que sea lacónica: la playa murmura y habla, sólo que en ella fondo y figura, soporte y trazo, parecen indistinguibles, como si estuvieran hechos de un mismo material y compartieran una misma naturaleza. Fruto de una acción inmaterial, la que ejercen sobre el mar y la arena las fuerzas del viento, el sol y las nubes, los trastornos de luz, de forma y de color, el aumento o la disminución del oleaje, los cambios de dirección en el movimiento del agua y todos los signos típicos de la playa tienen algo trucado, un cierto carácter de ilusión óptica, como si lo que los produjera no fuera algún agente exterior, como la tiza que traza la línea sobre la pizarra, sino el mismo plano del mar o de la arena al plegarse sobre sí mismos.

Esa desnudez, que los sarpullidos aislados de vegetación no hacen más que reforzar, tiene un correlato moral casi instantáneo. Espacio lampiño y raso, atravesado de pliegues pero libre de dobleces, la playa es un lugar franco, transparente, abierto al cielo “como una boca o una herida”, como decía Camus de Argel y de las ciudades que dan el mar. “Gozarla es conocerla.” Todo está ahí, desplegado, explícito: lo que se ve es lo que hay. Estamos en el imperio de lo visible; no hay dobles fondos donde esconderse, ni margen para secretos. Los enigmas no caben en la lógica de la playa. Si la arena y el mar a pleno sol pueden servir de escenario para un crimen, no será sin duda el crimen encriptado del género policial, que reclama un investigador que lo descifre, sino el crimen idiota, insensato, absolutamente exterior –el que comete Meursault en El extranjero, por ejemplo–, que sólo exige un espectador capaz de contemplarlo perplejo. “Africa favorece extrañamente la reflexión”, escribe desde una playa tunecina el protagonista de El temblor de la falsificación de Patricia Highsmith. “Es como estar de pie desnudo contra una pared blanca bajo la deslumbrante luz del sol. Nada queda oculto bajo esta brillante luz.”

Quizá nadie en el cine haya trabajado tan sutil y radicalmente esa condición hipervisible de la playa como François Ozon en la primera media hora de Bajo la arena. Después de despedirse de su marido, que ha decidido pegarse un baño en el mar, Charlotte Rampling se tiende al sol y se queda dormida. Al rato despierta –imposible saber cuánto tiempo ha pasado– y, un poco aturdida, lo busca barriendo la costa con los ojos. Ve exactamente lo mismo que antes, es decir: todo, menos a su marido. Revisa el mar, vuelve a escrutar la playa: es como si la arena o el agua se lo hubieran tragado. Pero no hay rastros del hombre en el mar, y debajo de la arena no hay nada. (Los franceses lo saben mejor que nadie: después del grito de guerra de Mayo del ’68, Sous les pavés la plage!, la arena, promesa de fuga y de felicidad, siempre es más bien lo que está debajo de alguna otra cosa.) El título del film de Ozon es apenas una ironía o una metáfora, y la posibilidad que ambas figuras enmascaran es sin duda mucho más perturbadora que la insinuación de una latencia o un ocultamiento. Nadie se esconde en la playa, parece decir Ozon (que en este punto comparte una intuición profunda con el Michelangelo Antonioni de La aventura); pero más de uno podría desaparecer.

No ocultarse, pues, porque escabullirse del ojo solar es imposible, sino hacerse humo y perderse son las dos únicas posibilidades de contrariar el régimen evidente de la playa. O tal vez, quién sabe, de llevarlo hasta las últimas consecuencias. Porque, ¿no es justamente la desnudez manifiesta que lo rodea –esa profusión de cuerpos uniformados por la falta de ropa– lo que lleva al niño, a todo niño, a perderse en la playa? La escena es tan clásica como quemarse las plantas de los pies con la arena abrasada del mediodía o agacharse en la orilla, forenses aficionados, para dar vuelta con un palo una agua viva moribunda o el cadáver de un cangrejo. Si en la playa, democratizados por la desnudez en masa, todos los cuerpos terminan siendo parecidos, a la altura del niño, que es la altura de la confianza y la vulnerabilidad, todos son doblemente idénticos: cualquier mano adulta que sorprendamos colgando en el aire junto a nuestra cabeza puede ser la de nuestro padre (vello en el dorso, reloj, un cigarrillo) o nuestra madre (uñas pintadas, anteojos), y cualquiera, también, puede ser la mano de cualquiera. De golpe nos descubrimos de pie, un poco vacilantes, en medio de un frondoso bosque de piernas y trajes de baño, y las cabezas, caras, ojos, voces, todo lo que podría representar una identidad y sosegarnos, ha quedado allá en lo alto, demasiado lejos, tanto, casi, como el sol, que cada tanto, cuando alzamos los ojos, asoma detrás del ala del sombrero que lo eclipsaba y nos enceguece (y la cara bajo el sombrero se hunde en la sombra y ya no nos dice nada), y entonces, asaltados por un leve soplo de pánico, deslizamos nuestra mano en el hueco de la que tenemos más cerca (sin pensar, porque la mano que tenemos más cerca no puede no ser la mano de alguien cercano). Y en cierto momento algo se activa en el cuerpo de al lado, el cuerpo adulto, y nos ponemos a caminar despacio, como mecidos por el ritmo de una conversación de la que sólo nos llegan unas esquirlas confusas, y al cabo de unos pasos giramos apenas con disimulo, con una curiosidad avergonzada, y por encima del hombro, ese montecito huesudo donde el sol ya ha empezado a descargar su malevolencia, vemos cómo todo se va alejando lenta, irreversiblemente –todo: lo que reconocemos, la carpa, la sombrilla, el balde y la pala, ese medio cuerpo tumbado en la reposera a rayas, y lo que nos es completamente desconocido pero que, por el simple hecho de estar en el mismo sitio donde estuvimos nosotros unos minutos atrás, nos parece, ahora que lo perdemos, lo más íntimo del mundo–, hasta que cinco o diez minutos más tarde, no hace falta mucho más, algo en los ecos de la conversación que nos arrullaba nos alarma, quizás una voz que nos golpea de pronto con su ominosa novedad, quizás el hecho de que la conversación ya ha vivido una vida demasiado larga, demasiado independiente de nosotros, y es entonces cuando decidimos alzar la vista y –coincidencia fatal en la que el mundo entero parece quedar en suspenso– esos ojos adultos que se posan extrañados sobre nosotros nos hielan la sangre.

Dudo que las recompensas del ritual posterior, con su cortejo de aplausos, sus caravanas espontáneas, sus quince angustiosos minutos de fama y su fulminante milagro de ascenso social, por el que somos rescatados de los inadvertidos zócalos del mundo y entronizados, monarcas menesterosos, sobre los hombros del mismo crápula cuya engañosa proximidad nos indujo a perdernos, perfecto desconocido convertido de buenas a primeras en nuestra única posibilidad de salvación, consiguieran hacer olvidar el vértigo atroz de esa fracción de segundo. La experiencia, sin embargo, nunca era del todo inútil. Por lo pronto servía para perturbar una de las premisas más estrictas de la playa contemporánea –el anonimato colectivo–, inoculándole la bacteria dramática que más ajena le resulta, un papel protagónico, que la narrativa playera sólo parecía tolerar en la figura de los bañeros, y eso en circunstancias muy específicas, extremas, de vida o muerte. (Me temo que en la playa hay sólo dos caminos para singularizarse: ser un héroe o ser una víctima. Yo intenté alguna vez un tercero –ser un idiota– y fracasé. Estaba con un amigo en Mar del Plata, en Punta Mogotes, jugando en la arena dura con una de esas pelotas inflables que la brisa más tímida vapulea como quiere. Acalorados, no sé quién de los dos propuso mudarnos al mar con la pelota. A los cuatro minutos la pelota flotaba sin control rumbo al horizonte, hacia ese Otro Lado del Mar que de chico todos los adultos, no sé si para disparar mi imaginación o para aterrarme, llamaban genéricamente “Africa”, y mi amigo y yo, sorprendidos por la jugarreta súbita que el fondo arenoso acababa de hacerles a nuestros pies, gritábamos, tragábamos agua, tosíamos, nos deshacíamos en brazadas inútiles, hasta que por fin, ya en el límite, arriados, supongo, por una olita misericordiosa, porque librados a nuestra propia idoneidad de nadadores no habríamos permanecido a flote ni veinte segundos y por otra parte nadie se había acercado a socorrernos, encontramos el camino de regreso a la orilla, tierra firme pero humillante, donde esperaba una pareja de bañeros parados frente al mar, las manos cruzadas a la espalda, los silbatos intactos colgándoles del cuello, tan crueles que mientras pasábamos a su lado exhaustos, arrastrándonos como podíamos sobre nuestras pobres piernas acalambradas, en vez de confortarnos o reconvenirnos, se limitaron a mantener la vista fija en el horizonte y uno, sonriendo, señaló con un dedo la pelota que ya se perdía a lo lejos.)

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