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Domingo, 8 de octubre de 2006

CINE > CARA DE QUESO, O LA ADOLESCENCIA EN UN COUNTRY JUDíO

Mi vida sin un goy

En su debut cinematográfico, Ariel Winograd quiso contar su propia historia: la de un chico de 13 años, judío, que pasa el verano en un country con otras cien familias también judías. Situación que él describe como una suerte de nuevo y voluntario ghetto. Así, Cara de Queso se suma a las miradas sobre el judaísmo en el cine argentino, pero desde un rincón diferente.

 Por Julieta Goldman

“Durante el Holocausto nos ponían en ghettos y nuestros padres, ya de grandes, hicieron lo mismo”, dice en off la voz de un chico de trece años, casi al final de la película, a modo de conclusión resignada. Y de esa conclusión surgió Cara de Queso, opera prima de ficción del joven director Ariel Winograd, que a modo de homenaje a los años ‘90, a ser judío y sus tradiciones, y a los muchos años que pasó en un country, escribió esta historia basada en su propia biografía, una película coral, de conflictos familiares. Se estrena el próximo jueves 12 de octubre y no por casualidad sino por elección: la de describir a la raza judía.

La película es el retrato de la vida en El Ciervo, un country judío muy lejos de Israel, en los años ‘90 menemistas, donde más de cien familias pasan sus vacaciones. Ariel, apodado infelizmente “Cara de Queso”, descubre el mundo de los adultos a través de sus propias vivencias, las de su familia (Mercedes Morán, María Vaner, Juan Manuel Tenuta, Martín Piroyanksy y Carlos Kaspar) y las de sus amigos (Julieta Zylberberg y Nahuel Pérez Bizcayart, entre otros), y va descubriendo las miserias humanas, los dominantes y dominados, la corrupción, la desesperanza, la mentira, la injusticia. En tono de comedia se despliega un relato que incluye los mitos clásicos del judaísmo, poniéndolos en cuestión, alejándose con una mirada cínica del retrato típico del folklore judío.

Cara de Queso no pretende ser una película antijudía, pero sí mostrar otra parte del judaísmo que, como tema, ingresó en la Argentina durante los últimos años y se instaló con bastante gracia y presencia en diferentes encarnaciones. El disco cool y bien recibido del cantante de reggae jasídico Matisyahu, judío ortodoxo de Nueva York que retoma en sus letras fragmentos de la Torah y que fue editado en la Argentina el pasado mes de mayo es un ejemplo. El proyecto comunitario YOK (“Judaísmo a tu manera”), financiado por entidades judías locales e internacionales, auspició un segmento en la muestra del Bafici: Algo judío. La misma entidad organizó en la plaza de Armenia y Costa Rica el evento Rosh Hashaná Urbano, semanas antes de que se festejara el año nuevo judío (número 5767), y las mesas que armaron con venta de comida típica quedaron vacías enseguida. Derecho de familia (última película de la trilogía judaica de Daniel Burman) será la representante argentina del Oscar como película extranjera. Y Judíos en el espacio, debut de Gabriel Lichtmann que estrenó el septiembre pasado, da lugar a una nueva representación de lo judío a través de una comedia triste que exhibe los vínculos de una familia tradicional que se reencuentra después de 16 años, en vísperas de Pesaj (Pascuas judías).

Para Winograd, el mito y la idea típica de que el referente de lo judío sea el barrio de Once es, básicamente, una cuestión de clichés. “Cara de Queso también tiene clichés, pero de otro tipo y, al ser diferentes de los ya clásicos, pasan a ser novedosos. Esta es la primera película de judíos en un country. Es otro tipo de ghetto. Ahí hay una mirada nueva, un mundo nuevo que muestra lo que puede pasar en un lugar como éste, con todos judíos, y no me estoy refiriendo al judío que está toda su vida hablando del Holocausto. En la época del Holocausto nos ponían en ghettos y nuestros padres, de grandes, hicieron lo mismo. Y eso es algo para pensar. Cuando finalizó el Holocausto, los judíos se empezaron a encerrar entre ellos, armando sus propios ghettos. Hubo esa necesidad. Para cubrirse, para estar juntos, para estar más seguros. Cuando yo iba al country éramos todos judíos. No había ningún católico”, explica el director de forma crítica frente a la opaca idea de aislamiento y reclusión que encierra el ser judío, que en un country privado es más visible aún.

Del atentado a la Embajada de Israel, en marzo de 1992, no hay mención alguna. “¿Cuándo fue el atentado?”, pregunta Winograd. Y por primera vez cae en la cuenta de que ni reparó en semejante monstruosidad. “Quería que todo se desarrollara en el verano del ‘93 o del ‘94. Decidí que fuera verano a partir de El milagro argentino, cuando el noticiero titula así la llegada del presidente. Me pareció que lo que había que puntualizar era el menemismo, el auto, la pilcha y todo lo que estaba más a flor de piel con el ‘tiremos la plata’. Pero no puse nada relacionado con la embajada. Nunca se me pasó por la cabeza incluirlo. No aportaba a la historia, que es una historia chiquita: una familia que va a un country, clase media. Es una historia de cuatro chicos autodefinidos como outsiders, voluntariamente incapaces de sumarse a las actividades deportivas como cualquier chico normal, y que son molestados y burlados por el resto.”

¿Por qué creés que hay referencias a la temática de lo judío como algo cómico, y no ocurre lo mismo con los gallegos o los japoneses?

–Tiene que ver con cierta universalidad. Eso ocurre hasta que no aparezca un gallego que haga humor con lo gallego. Porque Nanni Moretti se caga de risa de los italianos. Si en vez de Winograd yo hubiera sido Pérez y hubiera hecho una película en un country católico, creo que sería la misma, sólo que en vez de goy o potz se hubieran usado otras palabras. Carlos Bermejo, uno de los actores de la película, me contó que cuando era chico iba a un country del Opus Dei y lo llamaban “Cara de Pija”. Hasta que un día creció y los cagó a trompadas a los pibes. Y no lo jodieron más. Y me dijo: “Esto que a vos te pasó en un country judío, a mí me pasó en un country conservador católico”. Los trece años es una edad complicada y compleja para todo el mundo. Ese es el eje de Cara de Queso.

¿Creés que la película deja a alguien afuera?

–Lo que puede pasar con aquel que no vivió una etapa de country en la adolescencia es que no se va a sentir identificado tan directamente, pero sí verá una película con situaciones de comedia que son comunes. Para mi generación, que sí vivió todo esto, termina siendo una película egoísta, con ese plus de conocimiento. De todos modos, no deja afuera a nadie. A pesar de las risas y lo cómico, la película es dura. Hay un karma con el tema de lo judío, de buscarle el problema al no problema. Hay una escena con el abuelo Mollo (Juan Manuel Tenuta) donde estaba la posibilidad de que mostrara el tatuaje con el número de inscripción en los campos de concentración. Pero elegí no hacerlo. Me parecía mucho. Hice la película que quise, me permití un montón de cosas. Abrí mi baulera de recuerdos y fotos. Hay mucha ropa que es mía, que me prestó mi mamá, mi tía. Hubo que contarles a los actores anécdotas del country, contarles cómo es ser judío y no morir en el intento en dos semanas, y también cómo es eso de que esté bien visto que todos los judíos vayan al mismo country.

¿Podría decirse que sos el único director (judío) de tu edad que encara el tema de lo judío?

–Generacionalmente sí. De mi camada es la primera película que sale. Hablo de mi generación FUC (Universidad del Cine), que en sí misma es como un ghetto. Mi camada es la que veía cómo se hizo el nuevo cine independiente. Lo mirábamos y era algo nuevo. Ahora, para no quedar pegado como director judío, como Burman o Lichtmann, estoy empezando a escribir otra película completamente diferente. A ésta la veo como algo experimental, autobiográfico, y es un proceso que tiene su vida. No me interesa hacer una carrera de director judío. Me hago cargo de mi judaísmo por completo. Pero no tengo esa identidad del súper judío. Sí va saliendo lentamente. Es que soy de una generación de judíos renegators.

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Ariel Winograd (izq.) y parte del elenco.
Imagen: Pablo Mehanna
 
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