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Domingo, 12 de noviembre de 2006

TEATRO > ESCUELA DE CONDUCCIóN, LA NUEVA OBRA DE TEATRO DOCUMENTAL DE VIVI TELLAS

Coche a la vista

Después de incursionar en ámbitos privados como la historia familiar (Mi mamá y mi tía), la vocación de saber (Tres filósofos con bigotes) y la relación médico-paciente (Cozarinksy y su médico), Vivi Tellas lleva su experimento de “teatro documental” al ámbito social: las escuelas de manejo. (Y hasta revela indiscreciones de cómo manejan los famosos.)

 Por Alan Pauls

Siempre me pregunté por qué algunos taxistas colgaban un zapatito de niño del espejo retrovisor de sus taxis. Entendía los rosarios, los chupetes, las vírgenes, las pelotitas de fútbol. El zapato, no. En los momentos más lúcidos veía ese lugar común de la ambientación automotriz argentina como el síntoma de una depravación endémica, capaz de combinar en una fórmula tierna una dosis de fetichismo, otra de pedofilia y un sentido de familia intachable. “Me encantan los chicos.” Pero además ¿por qué uno? ¿Por qué siempre un zapato y no dos? Un zapato es siempre el zapato que quedó, el que encontraron en la escena del accidente o del crimen, lejos, muy lejos del cuerpo del desgraciado que dos minutos antes lo calzaba con orgullo. ¿Por qué algunos taxistas nos condenaban a contemplar la evidencia oscilante de su pasión por el resto erótico de una tragedia?

El zapatito colgante es uno de los emblemas que Vivi Tellas eligió para conceptualizar el Mundo Auto, materia prima de Escuela de conducción, la nueva obra de teatro documental que estrena el sábado 18. Al final de la función, aprovechando la “minuta rutera” que se ofrece gratis al público (milanesa en trozos, tortilla de papas, mortadela, dulce de batata, Hesperidina con soda, cerveza, gaseosas), cualquier espectador con un mínimo de pulsión forense podrá examinar de cerca la cosa: un zapato guillermina marrón como para una nena de dos años, ligeramente deforme, como esculpido por años de sol pegando contra el parabrisas, que cuelga del techo, a manera de recordatorio siniestro, en medio de la escena, de cualquier escena de la obra, y proyecta la sombra de su silueta de ahorcado contra la pared blanca del fondo. Es un objeto de una iconicidad límpida, neta, casi insoportable. La intimidad, la inocencia, la domesticidad, la manía por el detalle, la escala, la semioticidad equívoca: todos los valores del Mundo Auto confluyen, encarnan y se embalsaman en ese zapatito igual que la Historia Natural en una osamenta o un fósil. Tellas tiene su explicación para la génesis de esa joya de la decoración de interiores sobre ruedas: “Los chicos siempre pierden los zapatos en los autos. Cuando bajan, con el apuro y los forcejeos, los padres no se dan cuenta y el zapatito queda ahí, hasta que los taxistas lo encuentran en el piso y lo cuelgan del espejo. Por las dudas”.

El teatro documental que inventó y practica desde hace cuatro años funciona un poco igual, como la sucursal de una oficina de objetos extraviados. Cada una a su modo, las tres obras que produjo hasta ahora, llamadas genéricamente “archivos”, pueden ser vistas como museos en vivo de sensibilidades, culturas, formas de relación y de vida inactuales, amenazadas o en vías de extinción. En Mi mamá y mi tía era la intensidad endogámica de un minigineceo sefaradí; en Tres filósofos con bigotes (que termina hoy a las 20 en el Camarín de las Musas, convertida en una obra de culto después de tres años de funciones ininterrumpidas), era la transmisión del saber filosófico y el pensar como vocación vital, ciento por ciento masculina; en Cozarinsky y su médico, la complicidad fraterna como una cultura de clase old fashioned, hecha de deudas, sobreentendidos y chismes. La cuarta, Escuela de conducción, nació de un curso que Tellas tomó en el ACA en 2004 (“Nunca di el examen: me di cuenta de que manejar es demasiada responsabilidad y, al mismo tiempo, ya había detectado la teatralidad que había en esa ciudad en miniatura, en los simuladores de manejo...”) y exhuma protocolos y mitologías de la cultura del automóvil en el contexto de una gran ciudad contemporánea como Buenos Aires. Es quizás el mundo más social, más común, más compartido de todos los que Tellas abordó hasta el momento. Pero, como sucede con el icono del zapatito colgante, que es a la vez reconocible y enigmático, pertinente y lírico, justo y tortuoso, todo lo que en él nos resulta familiar, cercano, incluso estereotipado, se vuelve extraño y perturbador cuando se lo somete a las reglas del archivo.

Toda la utilería de Escuela de conducción luce el mismo rigor, la misma precisión conceptual que asombran en ese zapatito huérfano: los cubreasientos almohadillados rojos, la mesa de picnic desplegable (un clásico de los domingos en Ezeiza, junto a la autopista), la guirnalda de luces de colores, los autitos de juguete, el sifón de soda, el cubrevolante terapéutico, los fósforos de cera. Como el mingitorio que Duchamp arrancó de una fábrica de sanitarios e implantó en una galería de arte, todas esas piezas acusan el impacto de la descontextualización que han sufrido, pero es justamente esa ablación, esa condición extirpada, la que intensifica su valor icónico, su representatividad, su poder de evocar mundos perdidos. En el teatro documental de Tellas, la utilería nunca se “integra” a un verosímil dramático; no hay lógica ficcional que la recupere y la naturalice. Los objetos están ahí, presentados, a la vez en vivo y citados, dotados de la misma inocencia y la misma fuerza desconcertante que tienen los tres intérpretes encargados de mostrarnos de qué están hechos, cómo funcionan, para qué sirven: Guido Valentinis y Carlos Toledo, profesores de la Escuela de Conducción del Automóvil Club Argentino, y Lili Segismondi, la única empleada de toda la escuela que no sabe manejar. Regla número uno del “archivo”: ninguno es actor (pero cada uno, por el tipo de trabajo que desempeña, mantiene una cierta relación con “un público”); regla número dos: todo lo que dicen o hacen en escena ha sido excavado del continuo de sus vidas; regla número tres: todo lo que son en escena sólo lo son en escena, porque es el efecto de lo que la escena (que no los conoce) hace con ellos, y de lo que ellos (que no la conocen) hacen con la escena. No son “personajes” porque no hay una ficción que los preexista y los respalde, pero sobre todo porque todo lo que les sucede les sucede siempre por primera vez y es un acontecimiento y –como todo acontecimiento– no tiene nombre hasta que sucede.

Pero Guido y Carlos y Lili son “personalidades”, que es el primer matiz de estetización al que acceden las vidas reales cuando una mirada artística las recorta para arrojarlas, entrecomilladas, a la arena de una visibilidad pública. Los dos hombres ilustran esa extraña antesala en la que se mueven al principio de la obra, cuando, sentados frente al público, mientras suena una zamba, miman en silencio la ceremonia de subirse al auto, cerrar la puerta, ponerse el cinturón de seguridad, verificar que la caja de cambios está en punto muerto, corregir los espejos, prender el motor, poner primera, retirar el pie del embrague... No actúan; demuestran; de ahí la elegancia despreocupada y pedagógica, como de cuadro sinóptico, que tienen al moverse, el timing con el que ligan los pasos de la acción en un continuo casi coreográfico. Valentinis es el pedagogo veterano, caballero juvenil, impaciente, algo colérico, que se ve con desagrado pontificando sobre el drama vial argentino en un programa de TV por cable y entona el hit “Volare”, mientras evoca no sin rencor el castillo del Friuli (hay evidencia en escena) que una antepasada noble donó a la Iglesia. Toledo, de bigote negro, es el responsable del simulador de la Escuela del ACA: un típico porteño rápido, ácido, siempre listo para el aparte y la sorna; vivió siete años “arriba de un auto” vendiendo fósforos, y una tarde debió desalojar el coche con su familia porque se le prendía fuego. Dice que desde que hace teatro su mujer volvió a prestarle atención (hay evidencia en escena). Con 32 años en el ACA (los últimos en el departamento Quejas), Segismondi es romántica y soñadora, pero algo de femme fatale delata cuando se pinta los labios ante los varones y pierde todo aplomo si oye que la llaman Chimundi, Sigmundi o Segismundi, tres de los alias con que la confunden a menudo; nunca manejó, y cuando Toledo baraja ante sus ojos un mazo de fotos de autos, ella los glosa con una reticencia coqueta, como si fueran candidatos matrimoniales.

Como suele suceder con todos los archivos de Vivi Tellas, los intérpretes empiezan la obra como náufragos, sueltos, caídos de otro mundo, y la terminan juntos, codo a codo, soldados por las leyes de una cofradía que se formó durante la hora diez que dura la obra y de la que son sin duda los únicos miembros en el mundo: la hermandad de los que un buen día se despertaron en el teatro. En el camino, según una lógica que alterna los zooms a la vida secreta de los autos con las epifanías de un romanticismo a la antigua, donde los hombres ofrecen pañuelos a las lágrimas de las damas y las damas se ruborizan, lo hicieron prácticamente todo: jugaron al truco, impartieron rudimentos de educación vial (¿quién tiene prioridad en una rotonda? ¿Y en una pendiente?), ejemplificaron los riesgos de una crisis alérgica al volante, vieron una estrella fugaz y pidieron tres deseos, bailaron “Love me”, el clásico ignorado del gran Michel Polnareff, a la luz de las guirnaldas, compartieron un picnic y despellejaron a las celebridades que les tocó conocer en la Escuela del ACA. Cuando empezaron eran jóvenes, tan jóvenes como los automóviles que ensamblan en la planta de Traffic (Jacques Tati), cuyas imágenes abren la obra; cuando terminan están bien cerca del público, ejecutando una pantomima de instrucciones viales, mientras en la pared-pantalla de atrás desfilan unos crash-tests aterradores, dignos de Cronenberg. Entre la infancia optimista de Tati y el desastre final a la Crash, el único que no cambia, testigo impávido, es el zapatito colgante, que ya lo había visto y profetizado todo.

Escuela de conducción, de Vivi Tellas,
El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.
Todos los sábados a las 21.30.
Reservas al 4862-0655

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Lili Segismondi, Carlos Toledo y Guido Valentinis.
 
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