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Domingo, 26 de noviembre de 2006

TEATRO > DANIEL VERONESE Y LAS ADAPTACIONES DE CHEJOV

Unos muñecos rusos

Es un director y dramaturgo con dos vidas que parecen contradictorias: por un lado, creó El Periférico de Objetos y, por otro, adapta y dirige obras de Anton Chejov. ¿Qué atrajo a Daniel Veronese, un hacedor y manipulador de muñecos, hacia un teatro realista que desprecia la artificialidad y la construcción? Aquí lo explica, y además habla de sus experimentaciones con la escenografía y sobre su relación con el teatro y el público.

Por Margarita Hernandez

Como el padre de Pinocho, Daniel Veronese era carpintero, hasta que un día uno de sus objetos de madera comenzó a hablarle. La historia podría contarse así perfectamente, de hecho pasó algo bastante parecido. Hacia fines de los ochenta, Veronese vivía alejado del epicentro de la escena teatral. Tenía un puestito en Parque Centenario; hacía un tiempo que había decidido que además de utilitarios iba a construir objetos sin funcionalidad, marionetas, móviles para colgar, cosas que pudieran transmitirle algún tipo de belleza. En ese momento, cuando empezó a hacer y manipular marionetas, conoció a Ariel Bufano, el mítico creador del elenco de titiriteros del teatro San Martín, que lo inició en el mundo de los títeres. Así fue como se involucró completamente con esa disciplina, integró el staff del San Martín —que se creaba en ese entonces— y luego formó su propio grupo junto a Ana Alvarado y Emilio García Whebi, mixtura de teatro y muñecos, con una estética oscura e infantil: el Periférico de Objetos.

Casi quince años después de ese comienzo, Daniel Veronese se ha convertido en uno de los directores de teatro de actores más importantes de la Argentina, un dramaturgo con obras publicadas, y de ese teatro objetual que hizo —y sigue haciendo— con El Periférico, muy poco se ve en las obras que crea en solitario. Open House, Mujeres soñaron caballos, La forma que se despliega son algunos de los títulos que escribió y dirigió por fuera del grupo y que dejaron a la vista un universo propio, un autor aun en la diversidad y deformidad de los trabajos.

Casa de muñecos

Algo curioso: este año y por segunda vez consecutiva, Veronese pone en escena un texto de Anton Chejov. En el 2004 fue la adaptación de Las tres hermanas, que el director rebautizó Un hombre que se ahoga y este año Tío Vania, bajo el nombre Espía a una mujer que se mata (ambas fueron publicadas en el Teatro Completo que Adriana Hidalgo editó en 2005). Pero ¿por qué Chejov? Considerado uno de los padres del realismo-naturalismo en el teatro, este autor es el que le dio el sustento textual a Stanislavsky para concebir un modo de actuación diferente, el que dejó de lado los héroes románticos y las historias de trascendencia histórica o política, para anclar los conflictos en el seno del hogar burgués, en el tedio y la disconformidad de la Rusia pre-revolucionaria.

Y hay algo de la yunta Chejov-Veronese que resulta raro. ¿Qué fue lo que atrajo a Veronese, un hacedor y manipulador de objetos hacia un teatro que desprecia la artificialidad y la construcción? Porque además, ¿qué puede haber más alejado del naturalismo que un muñeco?

Para Veronese en principio hay una cuestión de admiración, casi como la que podría sentir cualquier director de teatro, y también una cierta afinidad: “Elijo a Chejov porque teatralmente me resulta potente para investigarlo, a pesar de que necesite reversionarlo cortando escenas, agrupando personajes, introduciendo otros; sigue siendo un tronco maravilloso como hecho creativo. Es una obra que me permite enfrentarme con cosas que pienso: esta necesidad interna, tan latente ahora como en la época de Chejov, de ir en busca de la verdad, la belleza, el bienestar. Pensar siempre que lo bueno está por venir, que lo que vivimos aún necesita ser transformado”.

Ir en busca de la verdad, para Veronese significa diversas cosas. Hasta se podría pensar como una búsqueda naturalista, ir hacia la verdad en la escena, que la escena represente fielmente, verdaderamente, lo que está fuera de ella. Aunque él ponga sus reparos: “Yo creo que el teatro necesita una mirada poética de la realidad, que sea reconocible, pero que sea una realidad degradada o transformada. Cuando escribo o dirijo necesito sintetizar e iluminar ciertas zonas de la realidad; creo que ésta no siempre es interesante, aunque pueda ser muy dramática”.

Buscar una síntesis

Dejando de lado la cuestión histórica y a Chejov como exponente del naturalismo, hay otros elementos en Veronese que empujan esa búsqueda de la verdad. Un ejemplo fue la elección de la escenografía para Espía de una mujer que se mata. Quienes vayan a ver la obra inadvertidos van a notar un sospechoso parecido entre el departamento ultra-sub-urbano donde se desarrollaba Mujeres soñaron caballos y la casa provinciana y rusa donde viven Sonia, Vania y María Vasilievna en Espía... Bueno, la escenografía es la misma. “Para qué voy a cambiar de coche si éste me lleva”, dice y se ríe: “Sucedió que me quedé sin producción en el medio del montaje de la obra. Yo contaba con un dinero y luego esa producción pasó para el año siguiente. Yo ya no podía esperar un año más, así que decidí hacerla en forma independiente. Al no tener dinero, se me ocurrió, casi de manera humorística, utilizar la escenografía de otro espectáculo mío que hasta el estreno de Espía... seguía en cartel. Pensé: esta escenografía está probada, es fuerte, funciona, ha recibido golpes y teatralidad”. Claro que, como suele suceder con las decisiones casuales, ésta resultó ser casi el leitmotiv del trabajo: “La cuestión comenzó a convertirse en una idea acerca de lo escenográfico que se emparentaba con algo que estoy trabajando desde hace un tiempo, que es la síntesis, la reducción”.

Todas las reseñas que describían Un hombre que se ahoga hacían hincapié en que los actores, en vez de tener vestuario, venían con su ropa de calle —algunos llegaban literalmente corriendo desde el San Martín, donde hacían otra obra— y que la iluminación, en vez de ser artificial, coloreada o blanquecina, fría o cálida, era la luz que entraba del exterior, a través de unos paneles transparentes que había colocado en el techo el iluminador Gonzalo Córdova. “Vengo pensando en la falta de luz, la falta de vestuario, la falta de sonido. La repetición de la escenografía en este caso es, en definitiva, minorizar la importancia de la escenografía. Y era un salto lindo para dar, me gustó. Pero cuando empezamos a ensayar sentí que no me iba a servir y a partir de esa escenografía armé otra, como una medida un poco cobarde frente a lo que me había propuesto. Un mes antes de estrenar, cuando ya había plantado la obra, decidí volver a la primera idea. Y por suerte. Lo único que cambié fue la puerta, porque después de seis años estaba hecha pomada. Es una pena porque está mucho más limpita respecto de cómo están las otras paredes”, cuenta.

Descubrir la relatividad

Opuesto. Así define Veronese su camino entre el trabajo con muñecos y el trabajo con cuerpos: “Si bien un actor es muy diferente que un títere, no quiero tampoco privilegiar uno sobre otro. El actor es perfecto para algunas cosas y el títere para otras. En este momento el actor me permite bucear en emociones más directas, más concretas, más terrenales, el objeto tiene más que ver con un universo visual que con la lógica de las palabras y del pensamiento, y en este momento elijo esto. Si bien las palabras en mis obras tienen un valor menor, la entidad de las palabras está absolutamente atrás, frente a lo que sucede en el escenario”.

Se podría decir, a vuelo de pájaro, que las obras del Periférico de Objetos, en esa búsqueda de tipo visual, exigían un espectador más intelectual. Y a partir de La forma que se despliega, Veronese ya no tiene miedo en mostrar emociones descarnadas, gente llorando a mares, hablar de pérdidas, de frustraciones, de amores no correspondidos. “Tío Vania era de las obras de Chejov que más me gustaba, por esto de novelón que tiene, celos, engaño, poder cultural versus económico, todo eso se juega. Tiene todos los ingredientes de una novela de la tarde. Hay un gran potencial en esas vidas, uno no termina de saber si amarlos u odiarlos. Me permite jugar con un plano bastante cercano a las emociones que se producen en la vida. Son personajes con muchas aristas, muchas posibilidades. Severakov es un viejo egocéntrico y acabado, es una persona que está en contra de lo nuevo, pero también dice que la verdad está en los sueños. Hay cosas muy contradictorias en su discurso; a mí se me aparecían muchos personajes conocidos en él. Creo que estas contradicciones, entre el pensar y el hacer, entre lo que se es para los otros y para uno, es un prisma que abre muchísimos matices. Reconocer esa relatividad en ellos me hace reconocerlo en la vida. En cuanto a emociones y teatro, todo es relativo”, define.

Un oleaje

Lo que más llama la atención de las adaptaciones que Veronese hace de Chejov es que a pesar de estar profundamente ancladas en textos de fin del siglo XIX, al verlas, no quedan dudas de que estamos frente a teatro contemporáneo. No hay fidelidad histórica, ni modernización pacata. Hay teatro potente. La particular traducción que Veronese hace de Chejov y su estilo —aun sin hacerlo de modo programático— consiste en traducirlo como una búsqueda de lo natural, por fuera de las convenciones anquilosadas del naturalismo. En sus palabras: “Yo busco que todo sea natural en este sentido: que el público entre naturalmente en una ilusión creada ahí. Ellos entran en una sala, ven una escenografía, alguien les dice que apaguen sus celulares, saben que están viendo teatro, no son engañados. Quiero que eso esté presente, no quiero penumbra y ensoñación. Quiero la imagen cruda y decir ‘bueno, acá empieza la obra’. El engaño en todo caso se produce en el momento en que se sumergen en esa ilusión que pretendemos. La ilusión de estar observando algo que no deberíamos estar observando, atravesada contrariamente con una escenografía fea, con puertas de utilería, con focos que se ven. Una especie de oleaje, una entrada en la ilusión y una salida de ella. Que la ensoñación se produzca por la actuación, por la exacta ubicación de la energía del actor en una actitud creíble, que haga verosímil que eso que está ahí y sabemos que es mentira, esté sucediendo. El público entra en ese juego, pero a la vez tiene la posibilidad de salir si quiere. Este oleaje es como uno de esos momentos de duermevela, cuando uno no está ni dormido ni despierto, ésa es la ilusión que a mí me interesa, ese juego entre la ilusión del drama y la realidad del escenario teatro”.

Lo contemporáneo de Veronese es exactamente eso. Hacer convivir en una obra la crudeza de la escena desnudada, con un texto de la más solemne tradición. Una convivencia forzosa en una puesta que deja la cabeza del espectador estallada de sentidos. Casi de tantos como los que flotan dentro del director. “Me pregunto en todas las obras qué es el teatro, qué es la actuación, qué es la dirección. En Chejov es una pregunta sobre qué es Chejov, qué permite Chejov o qué permite el público de Chejov. Siempre estamos preguntándonos qué es la vida y para qué hacemos teatro. Me lo pregunto todo el tiempo, por qué elegí esta profesión, para qué sirve, no lo tengo claro, lo hago porque es mi vida. Pero ¿qué sería de mí si me hubiese dedicado a otra cosa?”, se pregunta. ¿Qué hubiera sucedido si en vez de hacer hablar a sus muñecos hubiera dejado que siguieran hablándole a él? No podemos saberlo.

Espía de una mujer que se mata. Viernes y sábados a las 21, domingos a las 20 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960, Reservas: 4862-0655.

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“Aunque un actor es muy diferente a un títere, no quiero privilegiar uno sobre otro. El actor es perfecto para algunas cosas y el títere para otras. El actor me permite bucear en emociones más directas, más concretas, más terrenales, el objeto tiene más que ver con un universo visual que con la lógica de las palabras y del pensamiento”.
Imagen: Nora Lezano
 
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