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Domingo, 10 de diciembre de 2006

ARTE

¿Cuánto vale un Stalin?

¿Por qué Christie’s no quiso vender un cuadro de Stalin? ¿Y Hitler? ¿Y Mao? ¿Y Nerón? El periodista inglés A. A. Gill se sumergió en las alcantarillas del arte contemporáneo y salió enchastrado pero con una respuesta.

 Por A. A. Gill

Hace unos años, en un remate de esos en que los recién casados y los estudiantes buscan muebles, compré un óleo de Stalin. Típicamente ruso. Copia de una foto oficial: hombros y cabeza vistiendo un sencillo uniforme del Ejército Rojo. Debe haber estado pintado después de la guerra, a comienzos de los ’50. Supongo que para una oficina de Aeroflot o una embajada. Lo tuve en mi escritorio un tiempo largo, hasta que me mudé con mi mujer. En esta relación hay lugar para un solo demagogo, me dijo. Y entonces llamé a Christie’s para vender al Tío Joe.

Me atendió una chica muy amable (en Christie’s son todas chicas muy amables, incluso los hombres). ¿Podrían vender mi Stalin en el remate semanal de arte del siglo XIX y XX? Sí, suponía que no habría problema. Me dijo que calculaba un piso de 1500 dólares. Pero un par de semanas después recibí un llamado. Lamentablemente, no iba a poder vender el cuadro. Podían, sí, recomendarme Rosebery’s, una casa de subastas más chica que seguramente estaría interesada. ¿Pero no podíamos darle una oportunidad a Stalin? Al final de cuentas, ¿qué le había hecho de malo Christie’s?

“Es nuestra política”, me dijo la chica, muy amable pero con un tono acerado. “No vendemos a Stalin”. ¿No venden a Stalin? “No.” Entonces llamé a la oficina de prensa. “No, señor, tenemos la política de no vender a Stalin. Ni a Hitler”, agregó, como si fuera un atenuante. “No vendemos ni a Hitler ni memorabilia nazi”.

Está bien: no venden ni a Stalin ni a Hitler. ¿Qué hay de Mao? ¿Hay un piso para el número de víctimas? ¿Ocho millones? ¿Diez? ¿Y qué hay de Napoleón, Idi Amin, Genghis Khan, Nerón? ¿Osama bin Laden todavía es un amateur?

“Será mejor que hable con mi jefe, señor.”
“Hola. ¿Puedo ayudarlo?” Una voz agradable.
¿Por qué no venden a Stalin?
“No vendemos ni a Stalin ni a Hitler.”
“¿Pero venderían un Mao si estuviera hecho por Andy Warhol?”
“No. Sí. Bueno, ése es un buen argumento, señor.”

Junto con este buen argumento, decenas de pensamientos gritaban en mi cabeza exigiendo atención. Primero, cuán patéticamente tímida, frágil y poco convincente es la corrección política de una casa de subastas que le ha bajado el martillo a lotes de miles de pintores inmorales, estatuas de jardines robados, botines de la explotación y el genocidio. Iconos de culturas colapsadas arrancadas de sus hogares de origen. Las grandes casas de subastas han ofrecido el juicio de los tres monos de Salomón: no ver ni escuchar, no decir nada, cobrando su porcentaje como mediadores a ambas partes.

Después, estaba el placer de que algo tan banal y anticuado como un óleo sobre tela despertara sentimientos tales que empujaran a los liberales del arte a la censura. Que ahí, en el corazón del templo más alto, más blanco y marmóreo de la civilización co-mercial, acechando bajo el barniz y los susurros de la estética y la erudición, anide un temor prehistórico a la imagen de un monstruo muerto. Como una pintura en la caverna de un chamán. El monstruo todavía está cargado del suficiente horror prestado como para que hombres cultos teman sus consecuencias.

Y pensaba, también, en cómo hubiese disfrutado esto Stalin. En cómo hubiera amado la sombra de su poder evocando esta prohibición y tanto miedo. Y fue por eso, más que nada, que me senté frente al cuadro, bajo su mirada gélida, y decidí que el hijo de puta no podía ganar. Así que armé un plan. Hice un llamado. Y después volví a hablar con Christie’s.

Mire, ¿se acuerda de Stalin?
“Sí”, me dijo el experto en arte de posguerra y contemporáneo. Se lo escuchaba Bueno, entonces sabrá que no lo venden por ser quien es.
“Sí.”
Bueno, ¿y qué pasaría si Damien Hirst le pintara una nariz de payaso y después lo firmara?
“¿Damien Hirst? ¿El Damien Hirst?”
El mismo.
“¿Lo haría?”
Estaría encantado de hacerlo.
“¿Y podríamos probar que fue él?”
Sacaría fotos.
“Lo llamo enseguida.”
Uno, dos, tres... diez minutos después: “Estaríamos encantados de vender su Damien Hirst”.
Mi Stalin.
“Además, necesitaríamos reubicarlo en otro lote. Y, por supuesto, deberíamos revisar la base de la subasta.”
Por supuesto. Sería horrible menospreciar a Stalin.

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El cuadro de Stalin en las calles de Londres, de vuelta a la casa de Gill tras el primer rechazo de Christie’s. Pero el final de la historia es hilarante.
 
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