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Domingo, 17 de diciembre de 2006

CRóNICAS > LA CáRCEL DE MUJERES POR MARTA DILLON

Detrás de las paredes

En sus comienzos como periodista, a Marta Dillon le dieron a elegir entre las secciones Espectáculos y Policiales. Eligió, obviamente, la última, y en 1989 visitó una cárcel por primera vez. Entonces comenzó su interés por ese mundo de encierro. Pero el verdadero disparador de Corazones cautivos (Aguilar), su último libro, fue una visita a la cárcel de mujeres de Ezeiza. Allí encontró, en mujeres aisladas, separadas de sus familias y del mundo exterior, voces que le contaron sus intimidades, sueños, miserias, temores y ansiedades.

 Por Claudio Zeiger

“Aunque yo les cuente, no imaginarían lo que acá se siente/ se siente la angustia de la soledad tremenda/ el pánico enorme de tanta violencia/ y el miedo terrible que nos da el encierro/ esos hombres impolutos, rectos/ miran desde afuera y no lo de adentro/ en verdad no miran, son ciegos que juzgan/ condenan y piensan que no hay castigo digno de los presos...”

Estos versos, encabalgados entre la denuncia de la gauchesca y el lirismo romántico, los escribió Nélida en la cárcel. Eran los últimos días del juicio por el asesinato de su marido. Hablan de miedo y encierro: su miedo y su encierro en la Unidad 3, la más antigua de las dos cárceles de mujeres de Ezeiza, cárcel “tan aislada que desde el primer puesto de control hasta el ingreso del edificio es necesario recorrer 700 metros a pie”, según observa Marta Dillon. Tan alejada, que “sería imposible escuchar desde afuera los gritos de las presas”.

Historias, entonces, de encierro y miedo, ahogadas en ese silencio estrepitoso tras las rejas. Circulación de la palabra entre puertas blindadas y cuartos tabicados, palabras escritas –en poemas y cartas, mensajes clandestinos que van de pabellón a pabellón, de cárcel de mujeres a cárcel de varones– y habladas, entre susurros o a los gritos, entre lágrimas. Mujeres cautivas, corazones cautivos. Tal es la materia del último libro de Marta Dillon, periodista especializada en temas de mujeres, cronista y sensible narradora de la vida cotidiana.

Quien se observó vivir en Convivir con virus, ahora, en Corazones cautivos (la vida en la cárcel de mujeres) observa cómo viven otras mujeres, y lo narra en un seductor juego adentro/ afuera. Hay que tener distancia para contar. Pero la distancia no puede significar congelado profesionalismo. Esa parece ser la primera lección, y el primer aprendizaje. Hay que estar ahí. Pero también hay que estar afuera para poder contarlo. Las paredes no hablan: hay que hacerlas hablar.

Las mujeres hablan. Hay que saber escucharlas.

Nadie está libre

Cuenta Dillon que visitó una cárcel por primera vez en 1989, cuando se replicaban motines en todo el país, aun antes de que empezaran las marchas de protesta callejera por los indultos. Y esa visita coincidía con sus inicios en el periodismo.

“El interés tenía un sesgo personal al comienzo –dice–. Buena parte de mi vida me la pasé tratando de averiguar sobre el cautiverio de mi madre. Los presos comunes salían a protestar por el indulto. Enseguida me di cuenta de que era un mundo con reglas propias y valores diferentes, y que en verdad no lo son tanto. Después de estos años, en la cárcel de mujeres, retomo esa idea de que la cárcel es como un laboratorio de la sociedad. Lo paradójico es cómo se reproduce lo mejor, como los lazos solidarios, pero sobre todo lo peor, y surge lo más masculino de las mujeres para obtener un poder.”

En esos comienzos en el periodismo, en el diario Sur, Dillon tuvo una breve oportunidad de elegir entre las secciones Espectáculos o Policiales. “Obviamente, elegí Policiales”, dice ahora riendo, como quien ya no se sorprende de su irresistible atracción por el desastre. “En verdad era la posibilidad de hacer lo que quería, hacer crónicas, y responder a mi desafío de los veinte años: ¿Cómo hago para vivir de escribir? Hacer notas, salir a la calle a buscar historias. Las noticias policiales siempre tienen un sesgo dramático y protagonistas anónimos que a pesar de ser don nadies encierran grandes historias. Sea el victimario o la víctima, la situación es límite. Pero esas historias tienen puntos de contacto con lo que en el fondo le puede pasar a cualquiera. Creo que lo más fascinante es ese borde: ¿quién puede afirmar que nunca puede encontrarse en una situación límite que lo deposite en la cárcel?”

En aquellos comienzos, sin embargo, Dillon reconoce que la fascinaba lo que sucedía afuera de la cárcel, alrededor de la cárcel. Otra vez: las mujeres.

“Los familiares, que abrumadoramente son las mujeres, hacen horas de cola para entrar a ver, dos horas con suerte, a sus hombres. Y están las mujeres que entablan relaciones exclusivamente con hombres que están presos, porque tiene el atractivo de que ellas se convierten en lo más importante del mundo para ellos. Y todo está teñido de un clima excepcional, un romanticismo a ultranza por donde circulan las palabras que son importantísimas para sostener relaciones donde el contacto físico es fugaz.”

Pero el mundo de la cárcel no se encuentra aislado de la sociedad “normal”. Puede ser un micromundo, pero su contexto inevitablemente es también su punto de referencia. En ese sentido, hay algo contradictorio, o por lo menos bastante llamativo, en el hecho de que de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, se pida cárcel para todos los delitos y sujetos: para el pobre y para el militar, para el pibe chorro y para el violador, para el corrupto y para el transgresor, a todos, la sociedad le tiene destinado el grito de batalla: ¡que se pudra en la cárcel! ¿Reflejo impensado? ¿Signo de los tiempos violentos, de las exclusiones tajantes?

Dillon cree que la respuesta más sencilla sería en principio “el miedo al otro. La cárcel trae la ilusión de poder aislar al elemento foráneo, a los malos de los buenos, al otro de uno. La izquierda también comete ese error cuando denuncia que a un preso político lo quieren mezclar con los comunes, como si éstos fueran la lacra. Creo que en líneas generales falta reflexionar sobre las formas en que castiga una sociedad. En el modo en que se castiga, o se quiere castigar, se ve el miedo que tiene la gente, en definitiva, miedo a sí misma, a esa parte de uno que puede llegar a estar en esa situación. Y eso hace que no haya ideología para pedir cárcel. Es algo más profundo. Las únicas ONG que se ocupan de los presos comunes son organizaciones de caridad, religiosas. La universidad ha hecho algo, tal vez por el ansia de ver qué sucede en el laboratorio social que es la cárcel. Pero al menos producen alguna forma de intercambio, más allá de dejarles bolsas de comida”.

También hay algo que tiene que ver con los orígenes de la cárcel en nuestro país.

“Nace como una institución positivista para reemplazar el castigo corporal. Hay como un origen políticamente correcto, pero este origen de reemplazar la tortura y el azote por la reeducación, una vez aparecido, jamás se cuestionó. Al empezar a construirse cárceles en Argentina, se hacen grandes proyectos desde la criminología y también de la arquitectura. Todo para varones. A las mujeres las mandaban a un convento, y esto fue así hasta los años ‘70. No hay castigo sino una reeducación, que viene a ser como una misión divina a cargo de monjas.”

Entre mujeres solas

Años después de aquella visita fundante a la cárcel, un lugar de “artes y oficios” dentro del penal de Ezeiza fue el sitio más adecuado para escuchar (“no había lugar para preguntas pero sí para la escucha”) las historias de diferentes mujeres presas: jóvenes, mayores, de diferentes clases sociales (aunque abrumadoramente pobres), autoras de diferentes delitos. En verdad, lo que reconstruye Corazones cautivos son historias de vida, donde más allá de las diferencias, impera un mismo desamparo, una pesadumbre de género, una pringosa pobreza que, más que como coartadas, asoman como una espada inexorable.

“Partí de unas crónicas carcelarias que había hecho. Lo primero que noté, y que salta a la vista, es que en diez años la población carcelaria de varones creció un 100 por ciento, y la de mujeres un 400 por ciento, algo relacionado directamente a la ley de drogas. Sabía que en el mismo lapso, las mujeres jefas de hogar habían aumentado al doble, de un 15 al 30 por ciento. Me pregunté por esa relación. Al principio tenía historias de diferentes cárceles del interior, pero me di cuenta de que en un libro iban a quedar muy separadas unas de otras. La verdad es que lo que me interesaba era ver cómo sobrevivir a esa combinación de encierro y aislamiento. Entonces necesitaba una unidad de lugar. Ahí me decidí por Ezeiza, que es la cárcel más grande del país, donde encontré una variedad de historias, clases, edades y delitos que conformaban un colectivo.”

El armado de este libro llevó bastante tiempo, innumerables visitas a las cárceles, conversaciones, tiempos muertos, requisas penitenciarias, información sobre experiencia carcelaria y cuestiones de género. Dillon confiesa que de no haberse abocado al periodismo de género, las presas probablemente hubieran seguido siendo invisibles incluso para ella.

Por eso, la pregunta ahora tiene que ver con aquello que vendría a ser a su criterio lo más determinante, lo que marca a fuego la relación entre la cárcel y las mujeres.

“El impulso disciplinador del sistema –dice–. En la supuesta reeducación, toda la acción primitiva está orientada a que cumplan con el rol de las mujeres. Desde la oferta educativa en la cárcel, que son todos talleres de bricolaje, estilo Utilísima, o para las calificaciones donde se toman en cuenta los comportamientos en los roles clásicos, de esposa y madre. Y quizá lo más fuerte y que lo formularía como pregunta: ¿qué es lo que pierden las mujeres cuando pierden la libertad? Cuando una mujer cae presa, generalmente la familia se desintegra, no hay otra persona que aglutine, salvo quizás una abuela, alguien que pueda sostener el rol de la madre. Lentamente las mujeres adentro de la cárcel se van desvinculando de sus hijos. Y ése es un clásico castigo de género.”

Pero hay otro gran tema femenino en la cárcel, casi ausente en los cautiverios de varones, por cierto, algo que bien mirado puede ser un escape, un alivio o un refuerzo de aquellos géneros populares que suelen tener como destinatario un público femenino: las historias de amor.

“El amor vuelve más soportable el encierro, y tiene una fuerte gravitación en la cárcel de mujeres. No sólo es el amor de pareja, también se generan lazos de familias enteras que se disuelven unas en otras, con los parientes, las visitas. Son lazos de protección física, un ámbito donde hablar o compartir elementos importantes, como la heladera o la televisión. A veces, afuera, las mujeres viven formas de cautiverio. En el encierro, a solas, o en pequeños lazos afectivos, pueden hacerse cargo de sus propias vidas, tienen la oportunidad de pensarse de nuevo a ellas mismas.”

De una forma u otra, Corazones cautivos encierra historias de amor que, como la vida misma, no le temen al trazo grueso, la lágrima fácil, la canción desesperada. Amores diversos, desiguales, amores-trampa y amores-tabla de salvación. Porque en definitiva, de salvación y redención tratan estas crónicas. Y de esperanza, en ésta u otra vida. Como lo expresa Nélida, la mujer que escribía en cautiverio a la espera de esa sentencia que finalmente le cayó por la cabeza en forma de ocho años a la sombra:

“Todos estos muros no estarán secos/ porque se humedecen con lágrimas nuestras/ no se imaginan lo que es ser internas/ respirar cerrojos/ no ver las estrellas/ porque a las ventanas las tapan las rejas/ morimos cada día, presas/ El alma está libre, el cuerpo doliente/ Jesús tú has muerto entre delincuentes/ y eso es mi consuelo, porque allá en el cielo/ no va a importarte si un día estuvimos presas.”

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“¿Qué es lo que pierden las mujeres cuando pierden la libertad? Cuando una mujer cae presa, generalmente la familia se desintegra. Lentamente las mujeres adentro de la cárcel se van desvinculando de sus hijos. Y ése es un clásico castigo de género.”
 
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