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Domingo, 17 de diciembre de 2006

DISEñO > LA RELACIóN ENTRE EL DISEñO Y EL ARTE

La belleza de los objetos

El siglo XX ha visto, entre tantas cosas, el fin de la belleza tal como Occidente la conoció durante siglos. ¿Cómo establecer la belleza de un cuadro o un objeto? ¿Quién la determina: el artista, el público o el crítico? Con estas preguntas en mente, Gustavo Nielsen propone una respuesta: la creación como forma de atravesar el caos.

 Por Gustavo Nielsen

Adolf Loos, arquitecto moderno y escritor vienés de hace más de un siglo, en una nota aparecida en el periódico Neue Freie el 19 de junio de 1898, decía: “Por belleza entendemos la más alta perfección. Por eso es completamente imposible que algo no práctico pueda ser bello. La primera condición para que un objeto aspire al calificativo de bello es que no vaya contra la conveniencia. Sin embargo, el objeto práctico por sí solo no es bello. Hace falta algo más. La gente del Cinquecento es la que se ha expresado con más precisión. Dijeron: solamente es bello un objeto al que no se le pueda, sin perjudicarle, agregar o quitar nada. Esa sería la más perfecta, la definitiva armonía”.

¿Palabra santa de un diablo del movimiento moderno?

A lo sumo, palabra interesante, aunque un tanto desactualizada por los que vinieron después. El mingitorio de Duchamp, por ejemplo. O la nave bella de Barbarella, en la película de Jane Fonda. Era una nave con todos los comandos cubiertos inútilmente de pieles, donde la Diosa Intergaláctica se sentía de primera. O esa tacita de café de los dadaístas, revestida en pelo humano. Cosas tan inútiles como la literatura misma.

Una vez escuché una conferencia de Milton Glaser, un diseñador gráfico estadounidense, en la que hablaba del célebre cuadro Mediodía en el parque del puntillista Seurat. Primera diapositiva: el cuadro solo. A Glaser le había parecido siempre que a ese cuadro tan bello le sobraba un lugar: la porción de pasto que está rodeada por la señora parada de la derecha (lleva un pulóver negro y un paraguas del mismo color), el perrito en primer plano y las chicas sentadas un poco más atrás. Siempre había observado que ese lugar estaba desocupado. El mismo pasto de ahí muestra una zona más clara, como si fuera la sombra de algo que no está. Un día le traen a su estudio el encargo de un aviso publicitario para vender una novedosa máquina de cortar césped. Entonces la puso en ese lugar. Segunda diapositiva. Todos nos reímos. A partir de esa charla ya no pude ver ese cuadro, que por muchas razones consideraba perfecto, sin percibir el vacío de la falta de cortadora. ¿No sigue siendo bello el cuadro de Seurat? Sí, claro. Pero ahora, siglo XXI, es más bella, por ingeniosa, la intervención de Glaser.

Gustavo Nielsen en un BKF, en la ilustracion que el mismo Nielsen hizo para su nota.

Aquí y ahora no se puede hablar de belleza como en 1890, donde había una bandera para pelear. Y la bandera era la promoción del moderno, del arte industrial contra el arte de los yeseros y ebanistas. Entonces había que erradicar el ornamento recibido, heredado, promovido por el academicismo que tardaba en morir. Loos dice, en otra nota para el mismo periódico: “¡Qué difícil es encontrar un picaporte sin ornamento! Nos han salido callos Renacimiento, Barroco y Rococó en los últimos dos decenios de picaportes”. Y habla de uno en particular que es el único que se puede ir a ver en la Viena de esos días, y al que siempre va a visitar cuando se encuentra más o menos cerca de él. Pero le aconseja al lector que no vaya, porque podría creer que le está tomando el pelo, de tan discreto que es ese picaporte. “Dios querría que no hubiera ornamentos”, sigue diciendo Loos. “Nunca se aconsejará esto lo suficiente. En una época en la que cada picaporte, cada marco de cuadro, cada tintero, cada pala de carbón, cada sacacorchos grita loas al pasado, la modestia de ese simple picaporte merece doble protección.”

Hoy no hay nada por qué pelear. Por eso no se puede definir la belleza, o es muy difícil. Los críticos que nos tenían que ayudar en la tarea están abocados a vender a sus amigos. La globalización únicamente nos pide Grandes Personalidades para salvar al mundo. Y cada belleza es un algo particular muy difícil de acotar. El Gugghenheim de Bilbao, por ejemplo, de Frank Ghery, o cualquiera de los puentes de Calatrava, ¿se pueden medir por el mismo patrón de belleza? ¿Cuál es bello y cuál no? Es arbitrario. Tanto o más que estas notas que escribo sobre libros y diseño.

El diseño como narracion

Como no hay patrones o índices para considerar una belleza global, ni hay críticos a disposición, puedo ir a lo que tengo más a mano y definir lo que me interesa y lo que no. Si no hay bellezas generales, es hora de que pongamos en la mesa las bellezas particulares.

Los únicos objetos o edificios de la actualidad que me parecen interesantes son los que no se quedan en la superficialidad, los que son más que una forma o una piel. Hay que poder abrir las superficies; romperlas. Por eso es tan detestable el naturalismo. Es la pintura que todo el mundo ve, sólo por tener ojos. Una obra de arte necesita profundidad, y a la profundidad hay que entrarle por algún resquicio, quiebre o agujero.

Es lo mismo que pasa en los viajes. Uno puede ir de turista por el mundo, cotejando la apariencia de las ciudades, hasta el día en que encuentra la llave: un accidente, un amor, un equívoco. Y el viaje pasa a ser una serie interminable de descubrimientos, de cajas chinas por abrir. Cada suceso nuevo, cada paseo, nos permitirá bajar más a la profundidad de esa ciudad; a cada paso se irán destapando nuevos velos. No sé si la voluntad está en entender una ciudad o en meterse, con el propósito intacto de generar una nueva idea.

El exprimidor de Stark, BKF y Sillon van der Rohe

“El que lleva consigo sus manías, sus hábitos y sus obsesiones no viaja, se desplaza” (Alexandra David-Neel, viajera francesa de principios de siglo XIX). Alexandra sabía viajar, no hay duda. Tiene, ante el episodio, la mirada de un niño, repleta de ganas de conocer y probar.

Cuando se habla de los libros, se puede hablar, hablar con más razón, afirmado en el concepto de comunicación: es un buen tema y además está bien contado. Pero ¿qué pasa con el diseño? ¿Cómo evaluarlo?

El exprimidor de Phillipe Stark es una araña de aluminio que genera comparaciones y nuevas ideas; cómo usarlo, para qué sirve. Siempre uno está preguntándose algo cuando se detiene ante la forma de ese exprimidor. ¿Intentaron exprimir un pomelo en esa cosa? ¿O será solamente un lindo adorno?

Odio los objetos, lugares, películas y textos que no provocan. Provocar preguntas, cuestiones, parece ser el motivo del arte. Lo demás serán ejercicios. Meras prácticas.

Y no estoy hablando de películas “para pensar”, ni mucho menos (mi madre siempre dividió al cine en películas “de amor”, “de pelea” o “para pensar”). Sí de películas emocionantes, motivadoras, capaces de actuar como disparadores en los demás.

Para convertirlos en los próximos vagones del eterno tren de la creatividad.

El caos y las cosas

Un libro y una silla son objetos dispares, diferentes. Sin embargo, ambos están enraizados en la necesidad de contar. La idea que tengo acerca del diseño es la de organizar el desorden mediante la narración. Esas dos palabras, desorden y narración, son las que considero más importantes a la hora de inventar. Ya sea un cuento o un espacio, la narración es el camino. El desorden es el lugar del que se parte, y es también el lugar al que se llega.

El desorden de partida es un caos detonante. Puede ser algo que hayamos leído, soñado, recreado en la memoria: otro objeto, otro espacio, otra novela. Puede ser una flor, una ciudad, un tango, un dolor, una forma de bailar. Lo que sea, siempre que sirva de disparador. Es un caos amoroso, de entrega. En esta primera instancia participa todo nuestro ser, las ganas que tengamos de contar y la disponibilidad de tiempo y recursos.

Una vez le preguntaron a Little Richard si sabía de dónde provenían sus canciones. El contestó: “Si lo supiera, viviría allí”. La idea de vivir en el lugar madre de toda la creación es al mismo tiempo amable y alienante. ¿Se imaginaba Little Richard un lugar paradisíaco o una ciudad atiborrada de carteles y ruido? No lo sabemos. Lo que sí nos podemos imaginar es que es un lugar amoroso, el sitio al que queremos ir. Como vivir en un edificio en donde todos los vecinos te amen.

El desorden de llegada lo causamos en los demás, con el objeto diseñado. Nuestro objeto, nuestro espacio, nuestro cuento, de ahora en más emocionará, sensibilizará, hará reír, dormir o enojarse. Puro caos. De diferentes maneras, en distintas personas. La narración soltada al mundo ya no será la nuestra. Y ellos nos vendrán a decir (o no) qué les pareció. El desorden de llegada es un caos interpretativo.

¿Cómo unimos principio y final? Narrando, siempre narrando. La narración que jamás se detiene forma la memoria del arte.

En mi definición, arte y diseño, esa dupla tan cuestionada, van siempre de la mano. El diseño de una copa es la construcción de la necesidad de tomar agua, más el deseo de tomarla de cierta manera distintiva. O sea: el relato de la necesidad de tomar agua con cierta elegancia.

La elegancia está representada por distintas cosas, según las culturas, las personas, las épocas. Para la época en la que nació el plástico, tener vasos de acrílico representaba el lujo de la modernidad. La cuñada de Mi tío, la película de Jacques Tati, estaba orgullosa de su vajilla irrompible. Esa misma vajilla hoy tal vez sólo represente modernidad y abundancia a las promotoras de Tupperware. Mi abuela, que tenía copas talladas de cristal, no hubiera disfrutado de ese lujo.

Sentarse en el sillón Barcelona de Mies van der Rohe es una experiencia absolutamente distinta a sentarse en una silla BKF. Nos relajaremos diferente, nos repatingaremos de otras maneras. Personalmente, prefiero la maravilla de Bonet, Kurchan y Ferrari Hardoy.

Que necesitamos relatar lo que somos mediante el diseño lo demuestra la cantidad de vasos diferentes que existen. La necesidad de beber agua estuvo satisfecha con el primer cuenco.

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