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Domingo, 24 de diciembre de 2006

PERSONAJES > LA TRANSFORMACIóN DE ALEC BALDWIN

Cuestión de peso

Pasó de ser un galán sin mucha envergadura y la pareja de Kim Basinger a convertirse en uno de los actores más poderosos de Hollywood, como demuestra en sus breves pero potentes apariciones en Los infiltrados, de Scorsese, o The Cooler, donde su interpretación de un mafioso le valió una nominación al Oscar. Furioso opositor de la administración Bush, bocón y ex estudiante de ciencia política, anula a todos los demás en la pantalla. Con ustedes, el gran Alec Baldwin.

 Por Mariano Kairuz

Hay razones de peso para creer que en los próximos años Alec Baldwin va a ser uno de los actores más valiosos de Hollywood. Razones de mucho peso: en algún momento a fines de los ’90, cuando rondaba los 40 años, Baldwin abandonó (o fue abandonado por) parte de su convencional galanura, la pinta con la que se acreditó como la pareja de Kim Basinger –las ardorosas escenas sexuales de fiascos tales como La fuga, repletas de detalles que pretendían decir: “Es una película pero nosotros lo hacemos de verdad”– y empezó a engordar. Todo, pero esa jeta hinchada y enrojecida, esa papada y la voz rasposa, cada vez más aguardentosa (la que narró Los excéntricos Tenenbaum), fueron acompañando una transformación, la aparición de personajes cada vez más enérgicos, temibles y avasallantes. Su nueva, voluminosa humanidad es la que está a la vista desde por lo menos State & Main (en la que interpretó a un actor veterano con debilidad por jóvenes starlets), en The Cooler (Golpe de suerte), donde interpretó a un temible mafioso que le valió una nominación al Oscar, y en una serie de cretinos irresistibles más o menos parecidos entre sí en varias comedias. Pero la confirmación definitiva de que su talento y energía se expandieron a la par de su masa corporal está ahora mismo en los cines de todo el mundo, en sus breves escenas salpicadas a lo largo de Los infiltrados: en su tiroteo de insultos con los otros agentes de la policía bostoniana, o en ese momento en que, tras santiguar a Matt Damon, sonríe y sumerge su cabezota a punto de estallar en un bowl de agua helada. Un monstruo entre monstruos –Jack Nicholson, Wahlberg, Martin Sheen, Matt Damon, Ray Winstone, Di Caprio– más que evolucionar de aquel eficiente galancete de veinte años atrás parece habérselo engullido vivo.

Bajas calorías

Baldwin nació en 1958 en Massapequa, Long Island, Nueva York, en una familia liberal (“a lo clan Kennedy”, suele decir) de sangre irlandesa y francocanadiense. Estudió ciencia política, carrera que él sigue jurando que se tomaba bien en serio hasta que perdió unas elecciones académicas y lo abandonó una novia, no necesariamente en ese orden. Llegó a la actuación por recomendación de un amigo y para la segunda mitad de los ’80 ya tenía en su haber unos cuantos personajes secundarios notables, tales como el del telepredicador Jimmy Swaggart, en Bolas de fuego, la biopic de Jerry Lee Lewis. Poco después, los productores ya lo barajaban para el Batman de Burton, perdía a manos de Ray Liotta un papel en Buenos muchachos, se perdió por poco el de Henry Miller en Henry & June, y el de El fugitivo, que quedó en manos de Harrison Ford. Todo indicaba que su primer protagónico –el agente Jack Ryan en La caza al Octubre Rojo– lo lanzaría al estrellato sin pasaje de vuelta, pero algo pasó justo después. Sus conflictos con la producción de Esa rubia debilidad, un desastre producido por la Disney, le dejaron una reputación de estrellita difícil ante los ejecutivos de los estudios. Su pareja con Basinger fue una versión casi clase B de lo que representaron en su momento Madonna y Sean Penn, con alguna bravuconada e incidente con paparazzis incluidos. Por Kim, decía en las entrevistas, se había vuelto vegetariano. Ahora que llevan varios años separados, es de suponer que habrá abandonado la alimentación a base de lechuguitas: su imagen en pantalla es la de un carnívoro irrefrenable y, después de todo –siempre lo dijo– su máximo referente es Marlon Brando; eran sus pesados pasos los que quería seguir. Y fue el personaje de Stanley Kowalski, primero en el teatro y a mediados de los ’90 en una remake para televisión de Un tranvía llamado Deseo, el que le valió a Baldwin sus nominaciones para los premios Tony y Emmy, que quizás abrieron la percepción que muchos productores y directores tenían hasta entonces de él.

Plegaria para un peso pesado

Los ’90 habrán sido para Baldwin el tiempo para masificarse, para pasar de ser una estrella a ser un agujero negro densísimo capaz de absorberlo todo, incluso de continuar a veces con su temprana vocación política. Su vozarrón siguió apareciendo por todos lados, cargándose a la mitad de la clase política de su país. Todavía le piden explicaciones por haber sugerido, casi ocho años atrás, que un triunfo electoral de George W. Bush sería una muy buena razón para irse del país. Días antes del “impeachment” a Clinton, se ganó uno de sus mayores escándalos diciendo en televisión que “si viviéramos en otro país a (el veterano legislador republicano) Henry Hyde lo apedrearíamos a muerte e iríamos a su casa para matar a su esposa e hijos”. Recientemente llamó “terrorista” a Dick Cheney, y le auspició un juicio político para el 2008 (“con él y esta administración tal vez se vaya la imagen destructiva de Norteamérica, no como policía global sino como policía corrupta”). Buena parte de sus opiniones pueden leerse regularmente en el blog de The Huffington Post (http://www.huffingtonpost.com/alec-baldwin/).

Ahora el gordo (dicho esto con el mayor de los respetos y la admiración) está nominado al Globo de Oro, no por su grotesca enormidad en Los infiltrados, sino por su participación en la sitcom 30 Rock, donde interpreta a un ejecutivo televisivo macizo y de apariencia intimidante pero simpático y más o menos inofensivo. Se lo merece –y la televisión lo premia porque no la abandonó a pesar de su creciente status–, pero ya le queda chico. Que le den el Oscar. Hay razones de peso.

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