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Domingo, 11 de marzo de 2007

GRAN HERMANO SEGUN BAUDRILLARD

Gran Hermano, espejo de nuestra banalidad

 Por Jean Baudrillard

La violencia de la imagen o, mejor, la violencia de la información han hecho desaparecer lo real. Todo debe verse, todo debe ser visible y la imagen es, por excelencia, el lugar de esa visibilidad. Así, todo lo real debe convertirse en imagen, al precio de su desaparición. He allí la seducción y la fascinación de la imagen –cualquier cosa que haya en ella, ya ha desaparecido–, pero también su gran fuente de ambigüedad.

La imagen-reportaje, la imagen-mensaje y la imagen-testimonio hacen aparecer la realidad, incluso la más cruda, ante nuestra imaginación, pero haciendo desaparecer, al mismo tiempo, su sustancia real. Un poco como ocurre en el mito de Eurídice: cuando Orfeo se vuelve a verla, ella desaparece y retorna a los infiernos.

De este modo, el inmenso comercio de las imágenes demuestra una enorme indiferencia por el mundo real que termina no siendo más que una función inútil de él mismo, un ensamble de formas y eventos fantasmas que no están demasiado lejos de las sombras proyectadas sobre los muros de la caverna de Platón.

Un buen ejemplo de esta visibilidad forzada son las distintas versiones de Gran Hermano y todos los programas del mismo género, los reality-shows. Allí donde todo se da a ver, nos persuadimos de que ya no queda nada por ver. Son el espejo de la banalidad y el grado cero. En ellos contemplamos una socialización virtual, forzada, que manifiesta la desaparición del otro como ser social. El mito de Gran Hermano, la visibilidad policíaca total que plantea la novela 1984, se transfiere al propio público que resulta movilizado como voyeur y juez al mismo tiempo. Más allá del control, los sujetos involucrados dejan de ser víctimas de la imagen, se convierten inexorablemente ellos mismos en imagen: son visibles a cada instante, están sobreexpuestos al foco de la información y se los obliga todo el tiempo a producirse, a expresarse. Hacerse imagen implica exponer toda cotidianidad, todo infortunio, todo deseo, toda posibilidad, no guardar ningún secreto; hablar, hablar, comunicar incansablemente.

Tal es la violencia más profunda de la imagen: una violencia contra el ser singular y el secreto, y al mismo tiempo una violencia contra el lenguaje, que se ve reducido al papel de mero operador, perdiendo toda dimensión irónica, de juego y distancia e incluso su dimensión simbólica.

Sin embargo, junto a esta violencia de la imagen, es posible advertir también una violencia contra la imagen. Una operación como Gran Hermano hace visible una imagen de certeza de la realidad, una trasposición de la vida cotidiana, según el modelo dominante. ¿Un tipo de voyeurismo pornográfico? Para nada. No se trata de sexo aquí sino del espectáculo de la banalidad que constituye hoy día la verdadera obscenidad. En el momento mismo en que le resulta imposible ofrecer una imagen de los eventos del mundo, la televisión se dedica a “desocultar” la vida cotidiana, la banalidad existencial como el evento más escalofriante, la actualidad más violenta, el lugar mismo del crimen perfecto. Y la gente –yo, ustedes, cualquiera– queda aterrorizada y fascinada ante la indiferencia de este “nada que ver”, “nada que decir”, la indiferencia de lo mismo, de su propia existencia, asumiendo la banalidad como destino, como el nuevo rostro de la fatalidad.

El filósofo francés Jean Baudrillard falleció la semana pasada a los 77 años. Estas líneas, dedicadas a Gran hermano, fueron palabras pronunciadas el 19 de mayo de 2004, durante un coloquio en la École Normale Supérieure de París.

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