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Domingo, 29 de julio de 2007

ENTREVISTAS > ADRIáN IAIES: DISCO TRIPLE Y REGRESO DE LUJO

Música del alma

Convirtió en standards canciones de Charly García y Fito Páez, toca con una elegancia y sobriedad celebradas casi unánimemente y, sobre todo, se hizo famoso por ser un pianista de jazz que tocaba tangos. Sin embargo, demasiado tanguero para los fundamentalistas del jazz, demasiado jazzista para los sectarios del tango y demasiado exitoso para ambos, es el perfecto hombre de ninguna parte en la música argentina. Ahora, tras cinco años sin grabar, Adrián Iaies se encerró en un estudio con el legendario sonidista Carlos Melero (que trabajó con nombres como Piazzolla, Duke Ellington y Stan Getz) y grabó un disco triple de solos, dúos y tríos memorables. Y esto es sólo el comienzo.

 Por Diego Fischerman

En uno de esos extraños conciertos comentados que a veces tienen lugar en Buenos Aires, actuó Adrián Iaies. El crítico musical encargado de la presentación, jugándole más en contra que otra cosa, se dedicó a argumentar que con el tango no podía hacerse cualquier cosa. Que era imprescindible “el respeto” por el carácter original. Más allá de lo poco flexible que pudiera parecer esta aseveración, es interesante bucear en ella. Porque por un lado aparece el malentendido –o no– acerca de Iaies como pianista de tango. Pero, por otro, allí se manifiesta con claridad cómo un género se piensa a sí mismo. Dónde sitúa su identidad. Podrá argumentarse que ésas son cosas que les interesan a los críticos –o a algunos críticos– y no a quien escucha música, pero las cosas no son tan sencillas.

Quien escucha lo hace desde un cierto pacto –aunque sea inconsciente– acerca de lo que lo que va a suceder y, aunque no se dé cuenta, no escucha de la misma manera –no espera las mismas cosas– cuando escucha clases diferentes de música. En un concierto lírico se da por sentado cierto tipo de voz que sería rechazado en un recital de blues, el sonido del violín de Grappeli no estaría bien para tocar Brahms pero el de Oistrakh sería totalmente inadecuado para el Quinteto del Hot Club de Francia. Todo género –y todo público– reclama alguna clase de respeto por ciertos principios que le son esenciales. Ese crítico que presentó a Iaies, entonces, aunque tal vez con un exceso de conservadurismo, lo que estaba haciendo era decir que, en el tango, la esencia está en sus materiales. En esos tangos donde el límite de la osadía, para los intérpretes, debería estar siempre en la sujeción a su carácter original.

En el jazz, por supuesto, la naturaleza del problema es otra: los materiales son casi irrelevantes y lo que constituye la esencia de ese lenguaje es la manera en que cada músico los transforma. Iaies, por lo tanto, podría ser reivindicado por ambos campos. Como pianista de tango porque toca tangos (que es lo importante para el tango) y como pianista de jazz por cómo desarrolla sus materiales (que es lo importante para el jazz). Tratándose de un país como la Argentina, no obstante, lo esperable sería otra cosa. Y, en efecto, no faltó el crítico, esta vez “especializado en jazz” y sin ninguna duda acerca de que Iaies era un pianista de jazz, que le criticó lo espurio de sus materiales cuando presentó en el Centro Cultural Rojas sus versiones –más bien verdaderas reescrituras– de temas de Charly García, tal vez ignorando que el jazz siempre recurrió “a una que sepamos todos” como una manera de proyectar la figura (los solos, el desarrollo) sobre un fondo sin variación (ese saber colectivo al que se denomina “standards”). Si a esto se agrega un pecado mayor, el de haber tenido éxito y ser conocido incluso por los no expertos, la fórmula resulta infalible: demasiado tanguero para los fundamentalistas del jazz, demasiado jazzista para los sectarios del tango y demasiado exitoso para ambos, Adrián Iaies es el perfecto hombre de ninguna parte.

Tanta incomodidad, sin embargo, le quedaba cómoda. Porque le gusta tocar esas piezas, porque disfruta hacerlo de esa manera y porque a mucha gente le da placer escucharlo cuando lo hace. Es por eso que ahora, cuando hasta los más impenitentes empezaban a acostumbrarse, decidió hacer exactamente lo contrario. El, que hasta 2002 había sacado siete discos en apenas cuatro años, no había vuelto a entrar a un estudio para registrar material nuevo hasta ahora –su cd anterior, Tango reflection trio, de 2005, había sido grabado en vivo en La Trastienda–. Y su reentrada es un álbum triple y, por añadidura, de jazz tan puro como sólo puede serlo aquello que es anunciado por el rigurosísimo blanco y negro de la portada, en sus títulos comenta con cierta ironía la tradición del género (“Algún día nunca llega”, “Autumn in Saavedra”) y que se plasma, entre otras cosas, en una extraordinaria suite en homenaje a John Lewis, uno de los pianistas más sutiles e imaginativos del jazz. Alguien, por otra parte, valorado por el público general (fue el fundador del famosísimo Modern Jazz Quartet) y subestimado por supuestos especialistas, por motivos simétricamente incorrectos. Unos y otros decidían quedarse en la diáfana superficie –ese toque perlado, las frases sin una pizca de sobreenfatización, el rechazo de la grandilocuencia– sin entender cuánto había, en esa elegancia, de impugnación al lugar común y, sobre todo, sin internarse en las oscuridades que reinaban por debajo.

Foto: Nora Lezano

A Iaies lo seducen las declaraciones de principios. Un título como Round Midnight y otros tangos (su disco de 2002) lo era, sin duda. Un homenaje a Lewis también tiene algo de desafiante. Habla de una vuelta al jazz. Pero también habla de la idea de abstracción, de “música pura”, y de un cierto concepto de la modernidad que no pasa por los iconos más evidentes (Davis, Coltrane, Ornette Coleman) sino por ese negro refinado y gourmet que encontró para la revolución un sonido sin exapruptos ni sobreactuaciones. A Iaies lo seduce, eventualmente, el riesgo: situarse en lugares inesperados y, también, hacer con su música que el oyente se descoloque un poco. Que no todo esté fijado de antemano. Al fin y al cabo, de eso se trata el jazz. “En este disco busqué tocar con músicos con los que no había grabado nunca, temas que jamás hubiera hecho con ellos e, incluso, estudios en los que no hubiera registrado nada con anterioridad y donde el sonido de un piano conocido pudiera llevarme a una región ya transitada”, dice el músico a Radar. Unodostres. Solo y bien acompañado, que se presentará en vivo en La Trastienda los próximos jueves 2 y 9 de agosto a las 21, es, desde ya, una superproducción. En el primer cd Iaies toca solo, en el segundo en diferentes dúos –con Ricardo Cavalli en saxo tenor y clarinete, Juan Cruz de Urquiza en trompeta, Miguel Tarzia en guitarra eléctrica, Pepi Taveira en batería y Mariano Otero en contrabajo–, y en el tercero con distintos tríos –Otero o Arturo Puertas en contrabajo y Urquiza, Cavalli, Tarzia o Taveira completando el grupo–. El último tema es la excepción. Como en los viejos folletines, con el apropiado título de “Indicios”, allí aparecen juntos Iaies, Cavalli, Urquiza y Otero, anunciando lo que vendrá: un nuevo triple con cuartetos, quintetos y sextetos. Podría tratarse de un proyecto megalomaníaco. O de una mera acumulación. No es así. La caja –exquisitamente presentada y de calidad sonora infrecuente–, escuchada en conjunto, no sólo tiene una gran coherencia sino que funciona con eficacia. Que el precio de venta tampoco sea exagerado –aproximadamente $55– es otro dato de mesura.

El jazz trabaja con la memoria. En la forma clásica del género hay un tema que se toca al principio y que, además, es conocido por el músico y por quienes lo escuchan. Pero ése vuelve a sonar –y no siempre– recién al final. Los solos lo bordean, lo citan parcialmente, lo evocan o discuten con él. El jazz es eso: la proyección, contra el recuerdo de un tema, de todo lo que ese tema no es. Para Iaies, los tangos, o los temas de Serrat, Páez o García eran (“y volverán a serlo, en el momento menos pensado”, asegura), la manera de traducir a su propia vida (a su propia memoria) la naturaleza del jazz. En Unodostres no hay tangos pero, en realidad, nada ha cambiado. Aparecen, como homenaje o como cita, algunos standards de Monk, de John Lewis –por supuesto–, de Bud Powell y de Mood y Mellin –una fantástica recreación de “My One and Only Love” dedicada en secreto a un gran escritor argentino–. Allí, obviamente, las versiones se construyen no sólo contra el tema sino contra toda la serie de las distintas versiones anteriores, propias y ajenas. Y en ese sentido resulta claro, también, la elección de los temas propios. Porque algunos ya habían sido grabados por Iaies con otros instrumentistas y en otras instrumentaciones. Pero, sobre todo, porque varios aparecen en este triple más de una vez. También hay aquí una memoria –más corta, creada ad hoc– que permite construir la identidad de la versión de una pieza a partir de su contraste con otras. Y un dato más, aunque accesible sólo a quienes leen notación musical tradicional. El librito del álbum incluye dos partituras. “Lo que se toca es nota por nota lo que está escrito. Y, sin embargo, si alguien lo tocara sin haber escuchado antes la grabación, lo que sonaría sería distinto. La música nunca es sólo lo que está escrito. Pero viendo la partitura vemos la ausencia de ciertas cosas que escuchamos y, por lo tanto, las oímos mejor.”

La relación entre el solo y el tema para Iaies se amplía al músico y el repertorio. El es, para muchos, el pianista de jazz que toca tangos (que no es lo mismo que tocar tango). Y esta vez quiso “encontrar, o por lo menos buscar, una voz propia que no dependiera del repertorio”. En Unodostres tiene cabida, también, otra de sus pasiones postergadas: la composición. La tercera obsesión –como no podría ser de otra manera en un obsesivo– fue la homogeneidad. “No quise mezclar tangos con mi propia música; no quería que sonara disperso. Entonces fue que procuré ponerme a mí mismo en una situación tal que casi no quede ningún puente tendido con lo que hice antes”. Parte de esa distancia autoimpuesta tuvo que ver con la elección de un productor, Carlos Melero –que desde el sonido trabajó junto a músicos como Piazzolla, Duke Ellington o Stan Getz– y con la decisión de respetarlo. “El me decía, por ejemplo, que un tema había estado bien pero que le había faltado concisión y entonces yo volvía a grabarlo prestándole atención a concentrar más las ideas. Trabajar con un sabio es maravilloso. Como me decía el sonidista del estudio de Lito Vitale, donde grabamos parte del material, trabajar con él era como hacer un workshop. Por ejemplo, cuando grabábamos la batería, como se hace siempre, con un micrófono para cada casco, él se acercó y dijo: ‘No, esto está mal’. ¿Por qué?, nos preguntamos. ‘Escuchen’, dice. ‘Cuando toca con escobillas, la mano izquierda y la derecha no tienen el mismo sonido; ahí hay que poner dos micrófonos’.” Iaies habla, una y otra vez, de dejar un testimonio, de “una ilusión de trascendencia”. No es raro en alguien que estuvo, como él, tan cerca de la muerte. Su mujer falleció, jovencísima, hace cinco años. Ella y sus hijos son los dedicatarios de cada uno de sus discos. “Un recuerdo para la que aun no estando siempre estará”, concluye la última página del folleto del álbum. “Cuando Pepi o Cavalli vienen a casa a ensayar conmigo, yo les agradezco. Porque estos tipos, igual que yo y que todos, tienen una sola vida y están poniendo su tiempo y su experiencia en tocar mi música. Eso, es decir tenerlo presente, tiene que ver con la muerte. Yo sé que todo puede terminarse. Y sé que no hay tiempo para perder. Que hay que darse el gusto y dejar fijado en algún lado lo que uno hace”.

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