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Domingo, 5 de agosto de 2007

BERGMAN, FIN > POR LEONARDO MOLEDO

Cuando huye el día el alma vuelve a Dios

 Por Leonardo Moledo

Fue la primera película de Bergman que vi, fue así como conocí a Bergman y su mundo. El nombre original, si no me equivoco, era Fresas salvajes y no el nombre local Cuando huye el día y aunque sólo recuerdo vagamente que transcurre en un solo día, durante el viaje que Victor Borg (Victor Sjöstrom), un profesor de medicina, emprende para recibir su jubileo después de 50 años de ejercicio de la medicina, hay algunas escenas que son no imborrables sino formantes, constituyentes del pensamiento y la cultura.

En especial la primera. Victor Borg sale a una calle desierta, a pleno sol; de la fachada de un comercio cuelga un reloj sin manecillas, la atmósfera es la de los cuadros de De Chirico; hay una especie de muñeco gordo, casi redondo; apenas el profesor lo toca, se derrumba y se deshace en hilos de sangre; casi simultáneamente, se escuchan los cascos de un caballo que dobla la esquina e irrumpe, arrastrando un coche fúnebre sin cochero y se detiene cerca de Victor; creo que el cajón se cae y se abre, y Victor se ve a sí mismo adentro. Toca su cadáver y éste lo aferra y empieza a tirar hacia adentro; el profesor se resiste y durante el forcejeo se despierta.

Es uno de los tantos sueños y relatos de juventud que jalonan la película (en uno de ellos, recuerdo ahora, Victor, de 20 años, está con su novia en un campo de fresas salvajes, y es allí donde, me parece, se recitan las dos líneas que titulan esta nota). Y acompañan al profesor Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Gunnar Björnstrand con el añadido de Max von Sydow, el equipo que siguió a Bergman a través de casi toda su obra cinematográfica.

Pero lo que me importa es esa primera escena, de una simbología, si se quiere, fácil: el tiempo (el reloj sin manecillas), la atracción de la muerte que lo acecha (el cadáver tratando de arrastrarlo hacia el ataúd), casi icónica, y en cierto modo sin demasiada importancia (aunque todavía oigo con claridad los cascos del caballo sobre la calle vacía). Pero icónico o no, el conjunto construye a la perfección una atmósfera metafísica que después impregnará otras películas como El séptimo sello, La fuente de la doncella, El silencio, Detrás de un vidrio oscuro y tantas otras: Bergman arma aquí y pesca a la perfección la textura sencilla y suave de la pesadilla, la trama de un mundo que no necesita de la oscuridad para ser oscuro y final, el terror ante la nada y su falta de significado. Después de verla ya no volvemos a ser los mismos porque nos mete en un mundo que se infiltrará más tarde en nuestros propios sueños, pesadillas y recuerdos y del cual no podremos escapar aunque bien nos gustaría.

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Cuando huye el día (1957)
 
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