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Domingo, 11 de noviembre de 2007

HITOS > EL GRITO: JAZZ, SANDRO Y DICTADURA

Quien quiera oír que oiga

Prácticamente todos han escuchado la música de Jorge López Ruiz: a fines de los ’60, era en gran parte responsable de los arreglos y composiciones en los discos de Sandro, Leonardo Favio y Piero. Sin embargo, ese trabajo lo consiguió con otro mucho menos conocido: El grito, uno de los discos fundamentales del jazz argentino, y prohibido por dos dictaduras. Su reedición, producto de la aparición casual de las matrices de grabación, es una excusa perfecta para hablar con este músico legendario, que estudió por estímulo de Piazzolla, compuso por consejo de Jauretche y fusionó cuando nadie lo hacía el jazz con el folklore.

 Por Diego Fischerman

“Pibe, ¿todavía no aprendiste que todo esto que decís, la gente mañana ya se lo olvidó? ¿Por qué no lo escribís?”, cuenta Jorge López Ruiz que le dijo Arturo Jauretche después de un programa de televisión, conducido por Roberto Galán y Amadeo Rolón, en el que habían estado juntos. Era en 1967. López Ruiz hablaba en contra de Onganía y, ante la pregunta de Jauretche contestó que él era músico. “Ya sé; digo que lo escribas en música”, fue la respuesta. De ahí salió El grito, un disco histórico del jazz argentino y uno de los pocos, dentro de ese género, que tuvieron el privilegio de estar prohibidos por esa dictadura militar y por la siguiente. El otro disco también fue de López Ruiz y llegó después: Bronca Buenos Aires, un “concierto para recitante, solistas, coro y orquesta de jazz” con textos de José Tcherkaski –en ese entonces letrista de Piero–, escrito a raíz del Cordobazo.

El grito, una “suite para orquesta de jazz”, había sido compuesta para un grupo de quince músicos. Entre ellos estaban el trompetista Gustavo Bergalli, los trombonistas Luis Casalla y Christian Kellens, los saxofonistas Mario Cosentino y Arturo Schneider, el legendario baterista Pichi Mazzei y el pianista Rubén López Fürst. Un ejemplar del LP original, durante su breve período de existencia, fue comprado, en un viaje a Buenos Aires, por Willie Conover, director de The Voice of America, y se dedicó durante un tiempo a pasarlo por radio en todo el mundo. López Ruiz lo escuchó en Yugoslavia, “un país lamentable, donde no había nada que hacer”, estando de gira con Piero, de quien era arreglador. En el hotel le habían prestado “una Zenith, que tenía onda corta y ahí, en Radio Moscú, estaba El grito”. Fue uno de los escasos signos de supervivencia del disco prohibido. La obra estuvo desaparecida hasta ahora, en que el encuentro casual de las matrices de grabación derivó en la reedición a cargo de Acqua Records, que ya había publicado en CD Bronca Buenos Aires.

López Ruiz era, en los ’60, una de las figuras centrales de lo que todavía se llamaba jazz moderno. Había estudiado música por consejo de Piazzolla. Tocaba regularmente con Lalo Schifrin, el Gato Barbieri y con todos los músicos y cantantes extranjeros que llegaban a Buenos Aires, entre ellos Tony Bennett. Y, curiosamente, ese disco político y “anticomercial” le sirvió para convertirse en el músico comercial más buscado. En el ambiente de los sellos discográficos, alguien capaz de arreglar y conducir una orquesta de estrellas del jazz no era frecuente y López Ruiz se convirtió en el arreglador de Sandro y, más adelante, de Leonardo Favio y de Piero, y en el director musical de infinidad de grabaciones realizadas entre 1967 y 1970. “Para mí lo más importante era la familia. Quería tener una mujer, quería tener hijos. Cuando ellos eran chicos, si yo hubiera hecho la vida que hacía antes, no hubieran tenido lo que yo quería que tuvieran. En esa época yo hacía cualquier cosa, grababa con cualquiera. Todo el dinero que gané con eso, me lo gasté cuando me fui a Estados Unidos con mi familia, durante la última dictadura, para que mis hijos estudiaran como la gente. Una cosa es el artista y otra cosa es el profesional. Eso no era arte: era puro oficio. Los arreglos que hacía para Sandro no me producían nada. No sentía nada con ellos. Es más, ni siquiera me gustaban. Aprendí ese oficio con Lucio Milena, que era un tipo con una habilidad comercial única. En los arreglos para Sandro, que eran para cuarenta músicos, yo no podía nada mío. Los escribía media hora antes de la grabación en el café de la esquina. Eran una tontería musical; siempre lo fueron. Y en el año ‘70, después de haber hecho, ese año, 167 grabaciones de esa clase y de estar agotado y haber perdido la posibilidad de escribir música por placer, me prometí no grabar nunca más con un cantante, Y, desde ese momento, no volví a hacerlo.”

Músico de cine, precursor de las mezclas entre jazz y folklore, con el disco Viejas raíces, copartícipe de la fundación del sello Trova, junto a Alfredo Radoszynski, donde grabaron Piazzolla, Vinicius de Moraes y Les Luthiers, López Ruiz dice que, así como “en lo que hacía para los cantantes no ponía nada mío, en mi música siempre hice lo que quise. No puedo hacer música si algo no me conmueve. Y lo que sale, en general, no se ajusta a lo que se supone que debo hacer. Cuando todos esperaban que siguiera haciendo jazz empecé a trabajar con raíces folklóricas; después me dediqué a lo que se llama ‘música contemporánea’. Y ahora, además de componer, para despuntar el vicio, toco temas clásicos del jazz junto a un pianista extraordinario, Manuel Fraga, y al baterista Germán Boco”.

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