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Domingo, 13 de octubre de 2002

VIAJES

Oriente 2002

Munido de una cámara pocket y un block de notas, Alejandro Ros, diseñador de Radar, partió rumbo a China y Japón. Estos son los resultados.

TOKIO Aquí las calles no tienen nombre, pero la gente llega igual. l En Shibuya, una de las mejores zonas comerciales, pantallas gigantes como arte abstracto. Carteles luminosos tridimensionales, en constante mutación de color, cubren el frente de los edificios. Hace un par de años se puso de moda, entre las mujeres de esta zona, broncearse, teñirse el pelo de rubio y llevarlo largo, como “chetas” salvajes. También hicieron furor las plataformas altísimas, prohibidas después de que una mujer que quería accionar el freno de su coche muriera por resbalar con la suela. Se sorprenden si alguien manifiesta deseo por ver el Monte Fuji. Para escapar del ritmo urbano, basta entrar a los parques o al Jardín Imperial: el orden y la belleza tradicionales en su paisajismo. l Sorpresa: no se ve tanta gente. No hay aglomeraciones que agobien. Tal vez un orden en el movimiento urbano. Los subtes pasan cada dos minutos, las líneas llegan a todas partes y se viaja de un modo confortable, con aire acondicionado. Arriba hay taxis con asientos protegidos con fundas de encaje blanco, choferes con guantes también blancos, puertas automáticas que no hay que tocar porque se descomponen –lo cual irrita al chofer– y pantallas que van mostrando el trayecto que se está recorriendo... Pero el tránsito es complicado y todo termina en un embotellamiento. Bares temáticos para clientelas muy específicas se anuncian en los carteles colocados en el frente de edificios de entre 8 y 12 pisos. Puede haber hasta 3 o 4 por piso. l Todo el mundo en Tokio parece tener su celular. Los modelos son ultralivianos, y todo el mundo los personaliza colgándoles cascabeles o muñequitos, o protegiéndolos con estuches con formas de animales o diseños de animal print. Como los usan para mandar e-mails, no hay ni locutorios ni cibercafés. Pronóstico del tiempo, noticias, lugares para ir a bailar, carteleras de cine: todo se consulta por el celular mientras se camina, se viaja en subte o se descansa en las plazas. Los teléfonos suenan con variadísimas melodías, incluido nuestro Himno Nacional, que fue elegido por un joven local. Corte de pelo: 50 dólares. Melones, también a 50 dólares. Lo mismo cuesta una noche en un hotel-cápsula. En la Bahía de Tokio hay una réplica exacta de la Estatua de la Libertad. La Torre de Tokio es igual a la Tour Eiffel, pero diez metros más alta y roja. No se aceptan propinas.

KYOTO Fue la capital de Japón hasta 1868. l La impresión de esta ciudad según la mirada de un ciclista: el Sendero de la Filosofía bajo las copas de los arces que comienzan a enrojecer y a lo largo del río –río que, como en los viejos poemas, uno cruza humedeciendo sus mangas. l En el castillo de Nijo, los pisos suenan como el canto del ruiseñor. En el barrio de Gion, una geisha –una sola– con sus pasos cortos y rápidos, como un destello de luz. Sábado a las 11 de la mañana: teatro Noh. Algunos siguen el texto sin mirar la obra, otros cabecean o se duermen. El drama, que antiguamente se representaba al aire libre, ahora se desarrolla bajo una estructura techada, dentro del teatro. Algunas salas tienen butacas; otras, tatami. Durante la función, la luz de la sala continúa encendida. Muchas señoras con kimono. El Jardín de Piedras del Templo Ryoanji es más pequeño de lo imaginado: sólo diez metros por treinta. Se dice que las 15 piedras nunca pueden verse todas, que siempre falta una. Un monje refuta esa leyenda: “El zen nunca es tan simple”, dice. La repostería entendida como una orfebrería sensible. Sentarse en las tradicionales casas de dulces: una taza de té verde batido en el momento; una pequeña masita blanca rellena con dulce de poroto aduki y grabada a fuego. Un ritual. Los destellos del Pabellón de Oro, el Kinkakuji. Entender al que lo incendió...

PEKINERA una ciudad baja y pobre (hutons: villas) sobre la que alguien ahora está construyendo Nueva York. Una mezcla entre Las Vegas y El Cairo. El paraíso de las marcas falsas: un par de zapatos Prada por 40 dólares. Si dicen que vale 40, se puede regatear hasta 10. Los discos son todos piratas: el nuevo de Eminem por 1 dólar 20. Hay sólo treinta cibercafés en toda la ciudad. Internet está controlada por el Estado. La Ciudad Prohibida está abierta al público. La descascarada pintura roja de los pabellones. Las grandes explanadas. La imponente aridez. Extraños atardeceres en medio de la niebla smog. Un sol redondo y naranja asoma entre edificios enormes techados como pagodas. Un perfil chino. En la puerta del Hard Rock Café un cartel advierte: NO SE PERMITEN DROGAS NI ARMAS NUCLEARES. En el Templo del Cielo, en el Pabellón de la Abstinencia... nadie. Un Buda de jade blanco en Beihai Park. Una pagoda también blanca. Un carrito tirado por un chino en bicicleta. Dos chinos caminan hacia atrás, como ejercitándose. Un chino de pelo largo y lacio y suelto canta con voz de mujer una ópera china en un túnel cerca de un lago. Edificios absurdos. Carreteras espaciosas. Hoteles gigantescos. Luces de neón. Brochettes de escorpión y langosta, souvenirs maoístas, tés de rosas, crisantemo o jazmín. Para subir a la muralla china hay carritos multicolores. Como de montaña rusa, pero sin vértigo. Festival de la Luna. Lago. Cena con velas en botes donde alguien toca música en la proa. Velas lanzadas al agua que se deslizan flotando. Una luna gigante.

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