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Domingo, 6 de enero de 2008

PERSONAJES > EL LIBRO DE ORO DE ISIDORO

Isidoro y los cañones de Quinterno

Padrino del cacique patagónico Patoruzú, sobrino del coronel Cañones, farrero impenitente, timador, chanta, fanfarrón, macanudo, díscolo, vividor, infalible compañero de juergas, pretendiente de Cachorra en permanente fuga del matrimonio, y eterno protegido del mayordomo Jaime, Isidoro Cañones es uno de los personajes más icónicos que han dado la historieta y la literatura argentinas sobre la clase alta. Sin embargo, también es uno más de una larga estirpe de creaciones del primer dibujante verdaderamente grande de este país: Dante Quinterno. Con la edición del Libro de Oro de Isidoro como excusa, Juan Sasturain recorre vida y obra del Disney argentino.

 Por Juan Sasturain

Cuando el mítico Dante Quinterno murió, en 2003, la noticia llegó tarde o al menos enrarecida. Es que tenía 93 años y, como suele suceder en casos como el suyo, mucha gente, incluso la que sabía que era “el de Patoruzú”, suponía que estaba muerto hacía tiempo. Sin cara y sin voz (casi no dio reportajes, ni se dejó fotografiar por largos años), estaba alejado del que había sido su obsesivo universo de creación y trabajo. El notable dibujante era al final, y por propia decisión, una marca editorial (como Columba), luego de haber sido durante mucho tiempo para la historia del humor, la historieta y la industria gráfica argentina un creador insoslayable.

El caso de Quinterno es interesantísimo. Singular y ejemplar a la vez. Su vida profesional se confunde, coincide, casi exactamente durante tres décadas (1925-1955) con lo mejor de la historia de la historieta y el humor gráfico local. Es el primer grande, definitivamente. Y lo que enseguida salta a la vista del curioso investigador es la extraordinaria precocidad, el talento artístico (notable dibujante, gran narrador) y la visión (la voluntad constructiva, comercial y empresaria).

Quinterno nació antes del Centenario (es de 1909, un año menor que Frondizi, dos que Homero Manzi) y a los catorce ya era un dibujante excelente que publicaba en las revistas. Creció, apurado adolescente, y se formó en la Buenos Aires de laburantes y bohemios que describe el tango, que emocionan el fútbol y el boxeo, que pinta el sainete, que nombran los poetas de Borges a Tuñón. Es el país y la ciudad que vive el postrer apogeo económico del esquema de los ganados y las mieses, antes de la crisis política y económica del año ’30.

Se sabe que el pibe Quinterno aprendió y se formó junto al famosísimo Mono Taborda y que, tras la temprana muerte de éste, ayudó a Arturo Lanteri, otro consagrado. Pero el chico los superó de inmediato: a partir de los dieciséis impuso sus propios personajes porteños, plenos de observaciones costumbristas –Panitruco, Don Fermín, Manolo Quaranta–; antes de los veinte ya era un profesional exitoso que empezaba a tallar en los grandes diarios con sus arribistas –Don Gil Contento y Julián de Monte Pío– y apenas cinco años después era el dueño de la pluma mayor y la pelota. Quinterno tiene todas las características del pionero, del tipo emprendedor de frontera que descubre un espacio y lo llena con ambición, trabajo y creatividad. Es alguien que se inventa a sí mismo, generando una obra (en todos los sentidos) y que desde el principio es consciente de sus potencialidades.

Su creación absoluta, el personaje de Patoruzú (que nace, crece, muta y se muda nerviosamente de uno a otro de los diarios más dinámicos de la época –Crítica, La Razón, El Mundo– hasta constituirse en un auténtico fenómeno de popularidad), está en la base de todo. Después, una vez obtenidos, no sin pelear, los plenos derechos de propiedad intelectual y explotación comercial de marca y personaje, Quinterno se independiza y comienza a construir lo que será su vigoroso imperio al fundar, alrededor del indio, revista, editorial y sindicato propios (“sindicato” en el sentido del syndicate norteamericano: agencia propietaria y distribuidora universal de sus historietas y personajes).

Es que el joven Quinterno, formado mirando a los autores de la época dorada norteamericana –del hierático McManus de “Bringing up Father” (modelo en “Panitruco”), al principio, a la modernidad dinámica de Dirks, Rube Goldberg y De Beck, y sobre todo Segar, después–, tiene un modelo definitivo y superador de todos, que va más allá de las afinidades de trazo: Walt Disney.

Si hay que buscarle un paralelo, Quinterno es nuestro Disney. Pero se recorta sobre ese modelo, no sólo porque el ritmo y el clima de las primeras aventuras disparatadas de Patoruzú (como “El águila de oro”) le deben mucho a Floyd Gottfredson, el genial responsable de Mickey de esos años, sino por los gestos que van más allá de la imaginación gráfica, que hacen a su concepción integral del negocio. Por algo a principios de los ’30 –un muchacho aún– viaja a Estados Unidos en peregrinación iniciática y visita la factoría de los dibujados sueños animados. Quiere saber de qué se trata y cómo se hace. Y diseña su modelo de desarrollo creativo y comercial a partir de ahí. Así, de Disney, el incipiente autor-empresario aprende la necesidad y los beneficios de saber derivar, trabajar en equipo, armar una máquina productora bajo su férreo control, donde haya espacio para la expresión libre y donde la creatividad individual confluya bajo una sola firma constituida en marca. Casi desde el principio y a lo largo de décadas, tanto Patoruzú e Isidoro, como Upa y Patoruzito después, serán el resultado del trabajo conjunto de dibujantes y guionistas formalmente anónimos, ilustres conocidos desconocidos: su hermana Laura Quinterno, el gran Tulio Lovato y Mirco Repetto, entre otros.

Por otra parte, el mensuario luego quincenario y finalmente semanario Patoruzú inaugura un tipo de revista para la que Quinterno abre sabiamente el juego. Así convoca a múltiples colaboradores e inventa una fórmula original concebida para un lector más amplio: “para la familia”. Patoruzú instaura una manera de combinar el humor gráfico y escrito con la actualidad opinada, y durará tres décadas. Nada menos.

Quinterno fue maestro y su revista, escuela de campeones. Desde Patoruzú dio espacio y alas a Ferro, Blotta padre, el primer Divito, el primer Mazzone, Poch, Toño Gallo, Ianiro, Battaglia... Cada uno con sus personajes y su estilo. Algunos –Divito, Ianiro, Mazzone– se fueron y crecieron en la competencia. Otros, como Ferro o Battaglia, siguieron muchos años con él. Esa Patoruzú se constituyó en institución y el glorioso Libro de Oro era el moño que, junto con el pan dulce y la sidra, cerraba el año en paz.

Claro que la consolidación editorial no era todo. Había una asignatura pendiente. Porque Disney significa, además, el cine de animación. Y esos años son los de la explosión, los del salto de calidad técnica y pretensión del invento: los primeros largos, la animación realista de Blancanieves, de Pinocho, de Fantasía.

Los quince minutos de fama y de Upa en apuros que Quinterno conseguirá laboriosamente poner en pantalla recién en 1942 (una década después de aquella primera visita a los estudios) son todo lo que consigue plasmar de su sueño de celuloide. El suyo, destino sudamericano, será un reino de papel. Su revista será un clásico de exportación, el sindicato venderá por y para todos los medios de habla hispana al cacique e incluso intentará la incursión en el mercado norteamericano.

De todos modos, impresiona la modernidad y el ímpetu del proyecto de Quinterno en esas primeras dos décadas de trabajo. Patoruzú y compañía saltan de la revista y la tira, a la radio, a los muñequitos, a los disfraces, a la publicidad... No hay espacios vacíos donde no pueda entrar su personaje.

Y es entonces que redobla la apuesta: lanza Patoruzito, semanario puro de historietas, en 1945. Y lo hace en un momento clave, cuando le ha nacido competencia pícara con Rico Tipo, cuando ha decidido poner las barbas opinadoras en remojo ante las dificultades de la politizada Cascabel y cuando la novísima Editorial Abril le abre un frente infantil con los personajes de Disney, nada menos.

Desde el logo original, y con la ilustración única de tapa colorida a la manera de Billiken, Patoruzito apunta para abajo en la escala de estaturas de la familia, y gana. Combina sabiamente los distintos tipos, tonos y tramas de relato. Del texto literario adaptado a la aventura moderna y al humor desaforado, unidos todos por el estereotipo narrativo del folletín: el “continuará”. Dibujo realista en Salinas (“Hernán, el Corsario”), Mottini, Breccia (“Vito Nervio”), Premiani y Lovato (“Rinkel, el ballenero”). Desafueros expresivos en el humor de Ferro y su “Langostino”, Battaglia y “Mangucho y Meneca” o “Don Pascual”. Es decir, los mejores. Compra a los syndicates “Rip Kirby”, “Captain Marvel”, “Rusty Riley”, pero no falta “Tucho, de canillita a campeón” y, con los gauchos de Roux o de Rapela, el apropiado color nacional. Para adolescentes y para los más chicos, Patoruzito es perfecta.

Luego nacen las Locuras. Es sabido que el personaje que cristaliza finalmente en Isidoro Cañones nació varias veces, conoció distintos nombres y avatares, como las deidades hindúes, hasta alcanzar su forma definitiva. Es algo propio de los muñecos de historieta irse haciendo en el tiempo, crecer y des-formarse por el autor pero, sobre todo, a partir la repercusión entre los lectores. Si Patoruzú nació formalmente tres veces, Isidoro siguió un proceso similar, paralelo y complementario. Lo notable es que al arquetipo porteño del atorrante, arribista y vividor, Quinterno lo pensó primero. Patoruzú (como Popeye, como Clemente) es el personaje ocasional que irrumpe como variable loca en la tira diaria, desde un papel secundario y ridículo y, desde ahí, se va apropiando del protagonismo, hasta quedarse finalmente con el cartel y el título.

El proceso es así: en un primer momento, el indio inocente, provinciano, estúpido y rico, que llega de punto a la historieta costumbrista para ser motivo de bromas y estafa por el equívoco porteño piola (Don Gil, Julián), se revela motor de situaciones por sí mismo y cambia el eje, el tono y la esencia misma de la historieta. Luego, devenido protagonista solitario y dueño de su tira, el indio encuentra y asume insólita y voluntariamente “un padrino” (aquel mismo porteño piola y vividor, olvidado y reciclado), pero aunque el vínculo desigual vuelve a ser el mismo, el contexto es otro: del costumbrismo urbano pasamos a la aventura cosmopolita, de la ciudad, al cielo y al mundo abiertos de la peripecia, donde el piola es, por lo menos, disfuncional y ridículo. En un tercer momento, una nueva contrafigura, el coronel Cañones, le vendrá a poner apellido, límites rígidos, sopapos y tiros por las patas a las impenitentes travesuras del “padrino” ahora devenido “sobrino” y potencial heredero, ante el regocijado acuerdo de Patoruzú. Frente al Coronel, que viene para quedarse, Isidoro se define otra vez por la ambición original (apropiarse de una fortuna cercana o, al menos, no dejar que otro u otra se la sople), pero tiene respecto de él una distancia inicial que no es el fraternal vínculo con Patoruzú.

El último avatar será la separación de ambas series de historias: vivir aventuras con Patoruzú en rol secundario y hacer “locuras” como personaje principal mientras vive con el Coronel. Padrino apadrinado o sobrino desheredable, Isidoro (Cañones) corporiza la infracción, la incorrección en el fondo amable y contenida por el orden inmutable que encarnan sus tutores.

Quinterno e Isidoro pertenecen a un mundo –el de su alevosa y gloriosa juventud– que ya hace mucho no es el nuestro. Vaya el recuerdo agradecido por ello.

Este texto está incluido como prólogo en el Libro de Oro de Isidoro, que editorial Norma distribuye por estos días en las librerías de Buenos Aires.

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