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Domingo, 10 de febrero de 2008

PERSONAJES > J. G. BALLARD CUENTA SUS COMIENZOS EN LA LITERATURA

La lección de anatomía

J. G. Ballard es uno de los escritores más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX. Sus libros, rápidamente catalogados dentro de la ciencia ficción, han sido en realidad sutiles maneras de exponer los peligros evidentes pero invisibles que nos acechan en la vida contemporánea, escritos con una prosa sugestiva y atrapante que lo entronca con la tradición más sólida de la literatura inglesa. En este fragmento de Miracles of Life, sus memorias, recién publicadas en inglés, el autor de Crash, Noches de cocaína y El imperio del sol desanda 50 años de literatura y revela dónde empezó su vocación: en una sala de disección.

 Por J.G. Ballard

Pasé mis dos años en Cambridge estudiando Anatomía, Fisiología y Patología. La sala de disección era el centro gravitacional de todos los estudios médicos. Entrar en esa cámara extraña, de techo bajo, un espacio a medio camino entre un club nocturno y un baño, era una experiencia perturbadora. Los cadáveres, amarillo-verdosos por el formaldehído, estaban acostados boca arriba, desnudos, sus pieles cubiertas de cicatrices y contusiones, y parecían apenas humanos, como si recién los hubieran bajado de una crucifixión. Muchos estudiantes en mi grupo abandonaron, porque les resultaba imposible enfrentarse a la visión de sus primeros cuerpos muertos; yo no, pero a mí también la experiencia de la disección me desbordaba. Ahora, casi sesenta años después, todavía pienso que mis dos años de Anatomía estuvieron entre los más importantes de mi vida, y ayudaron a que moldeara una gran parte de mi imaginación.

Antes y durante la guerra, en Shanghai, había visto muchos cadáveres, algunos de muy cerca, y como todos los demás había neutralizado la respuesta emocional diciéndome: “Esto es macabro, pero es una parte triste de la vida”. Ahora, apenas unos años después, estaba diseccionando seres humanos muertos, apartando las capas de piel y grasa para alcanzar los músculos debajo, después separando éstos también para revelar los nervios y los vasos sanguíneos. De alguna manera les estaba haciendo la autopsia a todos esos chinos muertos que había visto al borde de los caminos. Estaba llevando adelante una especie de investigación emocional y hasta moral en mi propio pasado mientras descubría el vasto y misterioso mundo del cuerpo humano.

La mayoría de los cadáveres eran de médicos que los habían donado para disección. Había un cuerpo femenino, una mujer de mediana edad y mandíbula fuerte, cuya cabeza pelada brillaba bajo las luces. La mayoría de los estudiantes varones se mantenían a una distancia prudente. Ninguno de nosotros había visto una mujer desnuda de la edad de nuestras madres, viva o muerta, y había cierta autoridad en su rostro, quizá la de una ginecóloga experimentada, o una médica clínica. Ella me atraía, aunque no por los obvios motivos sexuales; sus senos se habían hundido en el tejido graso de su pecho, y muchos de los estudiantes creían que era un hombre. Pero a mí me intrigaban las pequeñas cicatrices en sus brazos, los callos en sus manos que probablemente cargaba desde la niñez, e intentaba reconstruir la vida que podía haber llevado, los largos años como estudiante de medicina, sus primeros romances, el casamiento, los hijos. Un día encontré su cabeza disectada en un armario entre las otras cabezas. Las capas de músculo expuestas en su rostro eran como las páginas de un libro antiguo, o un mazo de cartas esperando ser mezclado para otra vida.

Mis años en la sala de disección fueron importantes porque aunque me enseñaron que la muerte era el final, la imaginación y el espíritu humano podían triunfar por sobre nuestra propia disolución. Sin duda, toda mi ficción es una disección de una grave patología que presencié en Shanghai y más tarde en el mundo de posguerra: desde la amenaza de la guerra nuclear hasta el asesinato del presidente Kennedy, desde la muerte de mi esposa hasta la violencia que subyace a la cultura del entretenimiento de las últimas dos décadas del siglo XX. O quizá fue que mis dos años en la sala de disección fueron un modo inconsciente de mantener con vida a Shanghai por otros medios. En todo caso, para el momento en que completé mi curso de Anatomía ya había terminado mi tiempo en Cambridge. Me había proveído de una gran cantidad de recuerdos, de misteriosos sentimientos por los doctores muertos que habían venido a ayudarme, y me había dado una vasta base de metáforas anatómicas que aparecerían en toda mi ficción.

En comparación, la vida del college parecía algo leve y folklórico. Me gustaba ir al río, jugar al tenis, escribir cuentos, emborracharme con las enfermeras de Addenbrooke, que generosamente me daban una educación que no podía compararse con la de ninguna sala de disección.

Eran jóvenes muy interesantes, algunas con vidas muy descontroladas (siempre había jeringas en el cajón de la mesa de luz).

Como todos los demás, yo iba a ver muchas películas. Me gustaban los thrillers duros norteamericanos, su expresiva fotografía en blanco y negro y su atmósfera introvertida, sus historias de alienación y traición emocional. Ya sentía la emergencia de una nueva cultura popular que jugaba con la latente psicopatía del público, y que de hecho necesitaba provocar esa psicopatía para funcionar. El compromiso voluntario de la propia psicopatía del público es casi una definición del modernismo en su conjunto. Pero esto era negado enfáticamente por F. R. Leavis y su noción de la novela como una crítica moral de la vida. Fui a una de sus clases y recuerdo haberle dicho al estudiante inglés que me llevó: “Es más importante ir a T-Men –un clásico film noir–”. Sonó ridículo en ese momento, pero mucho menos ahora.

Varsity, el periódico semanal de los estudiantes, organizó un premio anual de cuento, y mi contribución, un esfuerzo estilo Hemingway llamado “El violento mediodía”, ganó un primer premio en 1951. Le dije a mi padre que quería abandonar la medicina y convertirme en escritor. Se quedó desolado, especialmente porque yo no tenía idea de cómo llevar esto a cabo. Decidió que yo debería estudiar literatura inglesa, la peor preparación posible para la carrera de un escritor, cosa que probablemente él sospechaba. Me las arreglé para conseguir un lugar en la Universidad de Londres, en el Queen Mary College, y empecé a estudiar en octubre de 1951.

Disfruté ese año allí. Viajé en el subterráneo con gente que iba a trabajar, y casi podía imaginarme que tenía un oficio. También me gustaba la mezcla social de estudiantes. Venían de todos los ambientes posibles, con diferentes formas de encarar las cosas. Eran todos inteligentes, cosa que no podía decirse de los estudiantes de Cambridge, y ya tenían ideas originales sobre el mundo. Cuando les mencioné que había nacido en China y que había estado en un internado durante la guerra, lo tomaron de la misma forma que hubieran reaccionado si les hubiera dicho que había nacido en un pesquero del Mar del Norte, o en un faro.

El curso era interesante, pero no había lugar allí para la ficción moderna, y al fin del primer año decidí abandonar. Mis intentos de escribir una nueva novela experimental fueron un completo fracaso. Necesitaba alejarme de las instituciones académicas y necesitaba liberarme de toda dependencia financiera con mis padres, un sentimiento que, estoy seguro, ellos compartían. Se oponían fuertemente a mis esperanzas de convertirme en un escritor profesional, y yo encontraba esa hostilidad desgastante.

Mi problema era que no encontraba una forma que me satisficiera. Volar me seguía interesando, y empecé a prestarles atención a los anuncios de comisiones de corto plazo en la RAF. El entrenamiento para volar se hacía en Canadá, y eso agregaba atracción. Un cambio de escena, del gris y populoso Londres a las vastos espacios de Canadá, me daría tiempo para pensar y, con suerte, estimularía mi imaginación. Tenía sólo 23 años, pero mi carrera como novelista no daba signos de comenzar.

En el otoño de 1954 pasamos un mes en una base de la RCAF cerca de Londres, Ontario, cerca de las cataratas del Niágara. Todos estábamos ansiosos de abrazar el american way of life. Llegamos a nuestra base de entrenamiento en Moose Jaw, Saskatchewan, cuando caía la primera nevada, y creo que seguía cayendo cuando me fui la siguiente primavera. Un desierto de hielo y nieve no era la mejor ubicación para una escuela de vuelo. Durante largos períodos no teníamos nada que hacer salvo quedarnos sentados en las salas de vuelo, leyendo revistas y viendo la nieve caer en las pistas enterradas. De vez en cuando un alce saltaba el alambrado perimetral y se alejaba galopando en la niebla. En este cómodo despropósito, virtualmente un hotel cuatro estrellas, me sentaba junto a la ventana y veía cómo el viento helado se llevaba a la nieve en posición horizontal.

Con tanto tiempo en mis manos, escribí unos pocos cuentos e intenté conseguir material de lectura que me permitiera salir adelante. La mayoría de los libros en el garaje de autobuses eran thrillers populares e historias de detectives, pero había un tipo de ficción que ocupaba mucho espacio. Era la ciencia ficción, que disfrutaba de su boom de posguerra. Había leído poco del género, aparte de las historietas de Buck Rogers y Flash Gordon en la Shanghai de mi juventud. Después me daría cuenta de que la mayoría de los escritores profesionales de ciencia ficción, ingleses y norteamericanos, eran fans del género desde su preadolescencia, y muchos empezaban sus carreras escribiendo para fanzines. Yo fui uno de los pocos que llegaron a la ciencia ficción a una edad relativamente avanzada. Para mediados de los años ‘50 había unas 20 revistas de ciencia ficción mensuales en venta en Estados Unidos y Canadá, y las mejores estaban en los estantes de la base de Moose Jaw.

Empecé a devorarlas. Aquí había una forma de ficción que era sobre el presente, y con frecuencia tan ambigua y elíptica como Kafka. Reconocía un mundo dominado por la publicidad y el consumo, de un gobierno democrático que mutaba en uno de relaciones públicas. Este era un mundo de autos, oficinas, autopistas, aerolíneas y supermercados donde en realidad vivíamos, pero que estaba completamente ausente de casi toda la ficción seria. Ningún personaje de las novelas de Virginia Woolf le cargaba nafta al auto. Nadie en las novelas de Sartre o Thomas Mann pagaba por un corte de pelo. Nadie en las novelas de posguerra de Hemingway se preocupaba por los efectos de una exposición prolongada a la amenaza de la guerra nuclear.

La noción misma era risible, tan absurda entonces como ahora. Los escritores de la llamada ficción seria compartían una característica dominante –su ficción era primero y principalmente sobre ellos mismos–. El “yo” estaba en el corazón del modernismo, pero ahora tenía un poderoso rival, el mundo cotidiano, que era también una construcción psicológica e igual de propenso a impulsos misteriosos y con frecuencia psicopáticos. Fue este reino bastante siniestro, una sociedad de consumo que un día cualquiera podía despertarse para revivir a voluntad otro Auschwitz u otra Hiroshima, lo que la ciencia ficción estaba explorando.

Sobre todo, el género de la ciencia ficción tenía una enorme vitalidad. Sin un plan de acción, decidí que era el campo al que debía entrar. Aquí había una forma literaria que le daba valor a la originalidad y les daba latitud a sus escritores. Podía ver que tanto Canadá como Estados Unidos estaban cambiando rápidamente, y que ese cambio alcanzaría, con el tiempo, a Gran Bretaña. Quería interiorizar la ciencia ficción, buscar la patología que yacía bajo la sociedad de consumo, el paisaje de la televisión y la carrera por las armas nucleares, un vasto y virgen continente de posibilidades ficcionales. O eso pensaba, mirando el silencioso campo de vuelo con sus pistas vacías que se extendían hacia una blanca inmensidad nevada.

El escritor del presente mira el pasado

J. G. Ballard es el gran escritor del presente, el más lúcido y el más claramente preocupado por tomar nota de los grandes cambios culturales del siglo XX. El narrador de los aeropuertos y las autopistas, de la televisión como ventana, de los rascacielos, de la política y la ciudad; escribió sobre el automóvil como objeto de deseo sexual (Crash), las comunidades cerradas y la obsesión por la seguridad (Noches de cocaína), la rebelión de la clase media (Milenio negro) o la cultura de masas como delirio (La exhibición de atrocidades). Pocas veces escribió sobre sí mismo, salvo la célebre El imperio del sol y su continuación, La bondad de las mujeres. Ahora, a los 77 años y después de que le diagnosticaran un cáncer de próstata avanzado, se decidió a escribir sus memorias, llamadas Miracles of Life, que comienzan con su vida en Shanghai hasta los 15 años, su extraña adolescencia de posguerra en Inglaterra, la pérdida de su esposa –que falleció en 1964, madre de tres hijos– y su carrera como escritor. Este es el fragmento en el que recuerda su formación como autor de ciencia ficción, entre la disección de cadáveres y una base de aviación en el norte de Canadá. Para el resto, habrá que esperar la traducción. Con suerte, para este año.

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