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Domingo, 6 de abril de 2008

NOTA DE TAPA

Buenos muchachos

A fines del 2006, los Rolling Stones dieron dos shows de esos que no tocan hace años: un lugar chico (el Beacon Theatre de Nueva York), un público selecto (hasta el matrimonio Clinton), una serie de invitados jóvenes y notables (Christina Aguilera, Jack White, Buddy Guy) y un repertorio especial. El propósito: dar un recital memorable para Martin Scorsese, que había armado un dream team de camarógrafos (cuatro ganadores de Oscar, otros tantos nominados) con la intención de registrar de la mejor manera a la banda que viene reverenciando en sus películas desde hace casi cuarenta años. Antes del estreno de Shine a Light, Radar recorre los épicos, ambiciosos y desastrosos intentos anteriores por filmar a los Stones, indaga en los entretelones de este acierto y escucha lo que el mismo Richards tiene para decir al respecto.

 Por Martín Pérez

“Creo que ésta debe ser la primera película de Scorsese en que no se escucha ‘Gimme Shelter’”, asegura Mick Jagger en prácticamente cada entrevista que realiza sobre la flamante Shine a Light. A veces, después de la broma, explica que son tres las películas de gangsters del director neoyorquino en las que apareció el tema en cuestión: Buenos muchachos (1990), Casino (1995), y Los infiltrados (2006). Sentado a su lado en la multitudinaria conferencia del estreno mundial de su documental sobre los Stones, realizada en el Festival de Berlín, Scorsese incluso dudó antes de la enumeración del cantante del grupo, como si nunca hubiese hecho la cuenta. Un olvido que habla más de las obsesiones contables de Jagger que del fanatismo del venerado director de El toro salvaje por los Rolling Stones. “Me gusta la provocación de su música, la rabia y la frustración de algunas de sus expresiones, y el tema de sus canciones. ‘Gimme Shelter’ es un ejemplo obvio de lo que digo: hoy es aún más un himno de nuestro tiempo”, explicó Scorsese en un reportaje para la BBC. Y agregó: “Dejame contarte sobre cómo terminó en Los infiltrados: una noche estaba volviendo a casa después del rodaje en Nueva York, en medio del tráfico de la calle 57. Podía escuchar cómo la canción iba sonando cada vez más fuerte, desde un auto que se acercaba cada vez más al mío. Cuando finalmente pude verlo, al volante había un tipo con el pelo largo, que movía su cabeza gritando una y otra vez, siguiendo el estribillo: ‘Está sólo a un tiro de distancia’. Esto es Los infiltrados, me dije. Este es el tema de la película, y tiene que estar”.

Cuando el periodista británico Craig McLean le hizo la pregunta del millón (“¿Por qué los Stones y por qué ahora?”), Scorsese se rió y dudó antes de responder. “Nunca tuve un motivo para no hacerlo. Así que esa pregunta no se me cruzó jamás por la cabeza”, sentenció con candorosa sinceridad el director que asegura que, aunque sean británicos, los Stones son un grupo de Nueva York. Algo que dejó bien en claro desde la banda de sonido de su primera gran película, Calles salvajes (1973). Ese plano en el que un joven Robert DeNiro desciende las escaleras mientras suena “Jumpin’ Jack Flash” alcanza para entender tanto la película como a los Rolling Stones. Y a Nueva York, claro. Cuenta la leyenda que Scorsese se gastó una parte importante de su presupuesto para Calles salvajes pagando los derechos por las dos canciones de los Stones que suenan en ella: “Jumpin Jack Flash” y “Tell Me”. “¡Quería también ‘The Last Time’, pero no nos alcanzó el dinero!”, confirma el director, quien asegura que aquella película tiene una gran deuda con los Stones. No sólo por la música, sino por el tono y la actitud de su narrativa. “Entre 1963 y 1970, en los años de mi formación como cineasta, me encontré gravitando alrededor de la música de los Stones. Pero hasta su presentación en el Madison Square Garden en 1969, nunca los había visto en vivo. Así que toda la inspiración que puse en Calles salvajes, por ejemplo, tiene más que ver con escuchar Aftermath y prestar atención a las imágenes que me venían a la cabeza. Los escuchaba e imaginaba escenas de cine. Pero no en relación con alguna toma, sino que tomaba eventos e incidentes de mi vida y trataba de llevarlos al cine, meterlos dentro de una historia, una narrativa. Y me parece que esas canciones me inspiraron para hacerlo. Así que mi deuda con ellos es incalculable. En mi cabeza hice esta película cuarenta años atrás. Simplemente sucedió que recién pude filmarla ahora.”

Aunque su celebrada incursión en los documentales musicales suene para sus fans más antiguos apenas a maquillaje que disimula cierta decadencia como director, un paso más en esa extraña danza en la que se lo reconoce cada vez más cuanto menos importantes son sus películas, justo es decir que Scorsese siempre tuvo una relación cercana con la música. Con el rock, más específicamente. No en vano su bautismo de fuego fue como director de segunda unidad en la legendaria Woodstock (1970), en la que se encargó incluso de la edición de uno de sus momentos más vibrantes: cuando Sly & The Family Stone interpretan “I Wanna Take You Higher”. Si bien en su momento pudo haber sido considerada como una mera nota al pie de su carrera, The Last Waltz (1978) aparece como un mojón importante de su filmografía a la luz de este presente que ya anuncia futuros documentales sobre George Harrison y Bob Marley. Pero ante la posibilidad de que Shine a Light quede atrapada en las comparaciones con aquel film sobre The Band y también con su celebrado documental sobre Dylan, No Direction Home, Scorsese se apura a desmarcarse. Para la película de Dylan, dice, nunca llegó a estar con él. Y le tomó dos años y medio armar el rompecabezas en la mesa de edición. The Last Waltz, por su parte, era una película que hablaba sobre el final de una era, una elegía. Shine a Light, en cambio, es sobre algo que todavía es presente.

Una de las cosas que ha confesado Scorsese es que, desde que surgió el proyecto, se obsesionó con la necesidad de contar una historia. “Tenía que haber una razón: el dulce y amargo punto final de The Last Waltz, el asesinato y la muerte del sueño hippie en Gimme Shelter (1970), la guerra del color y las clases en Newport que cuenta el documental Jazz on a Summer’s Day (1958), que tanto Jagger como Scorsese decían usar como modelo”, escribió Mitch Glazer, que ayudó al director cuando la idea elegida era vincular a los Stones con Nueva York. “Pero al final deseché toda idea narrativa”, confesó Scorsese, alejando los fantasmas de The Last Waltz. Y nunca quiso entrevistar a nadie, como para que nadie se confunda con No Direction Home. Porque, como asegura Scorsese, con el tiempo lo que menos importa de los Stones es lo que dicen. El asunto es la música.

Rodada durante dos shows realizados en el Teatro Beacon de Nueva York en septiembre del 2006, pero de los que Scorsese terminó usando sólo el material de la segunda noche, Shine a Light es un documento de los Stones convertidos en lo que eran sus maestros cuando ellos los devolvieron al centro de la escena. Scorsese tiene razón cuando dice que la música habla mejor que cualquier cosa que ellos tengan para decir. Por eso, asegura, incluyó las escasas imágenes de archivo que aparecen aquí y allá, entre tema y tema (sólo aparecen en medio de un tema para “Connection”, no casualmente uno de Richards). Para demostrar que poco importa lo que digan, la piedra sigue rodando. Acompañados por un verdadero seleccionado de los mejores directores de fotografía del momento –entre ellos hay cuatro ganadores del Oscar, con el agregado del legendario Albert Maysles (Gimme Shelter) y su cámara en mano–, dirigidos por Scorsese, los Stones son estrellas en medio de estrellas. Y tocan como tocan siempre. Pero con las cámaras tan cerca, es difícil no detenerse en los detalles. En cosas que no se han visto nunca. Al menos no tan de cerca. Desde nimiedades como que Ron Wood lleva en escena un reloj o esa sorprendente pancita del siempre esquelético Keith Richards, hasta la evidente dependencia de los no-Stones de su banda, desde el bajista Darryl Jones hasta la cantante Lisa Fischer. Charlie Watts llegó a decir que gracias a Scorsese pudo ver lo que nunca, ya que siempre estuvo ahí: a Mick Jagger en acción al frente de los Stones. Y sí, Jagger está siempre ahí, al frente. Moviéndose y, al mismo tiempo, mostrando que se mueve. Que aún puede hacerlo, y tiene pilas para rato.

Así como los Rolling Stones son piedra que se mueve y así no junta musgo, Keith y Mick se han frotado siempre entre ellos, sacándose chispas, yin y yang en permanente ecuación. En las entrevistas promocionales de la película, Richards ha confesado que sí, los Stones estuvieron a punto de separarse. Pero también ha dicho que no sabe qué haría sin Jagger. Es posible experimentar similar ambivalencia ante el cantante de los Stones con sólo sentarse a ver Shine a Light. Por momentos, uno no puede evitar preguntarse por qué es que se mueve tanto ese hombre, llegando incluso a levantarse la remera para mostrar que ahí no hay panza. Pero con el correr del metraje, está claro también que sin Jagger hace rato que no habría Stones. No sólo por lo que hace en escena, sino al verlo en la sucesión de entrevistas en las que no dice casi nada, pero al mismo tiempo lo dice todo. Su cretinismo al mantenerse educadamente simpático ante una entrevistadora asiática que no tiene nada para decir, o la desfachatez con que, cuando le preguntan en una entrevista de fines de los años ’70 si se imagina tocando al llegar a los 60 años, no duda al responder que sí, por supuesto. Pero el mejor ejemplo de ese yin y yang lo da un revelador material de archivo de la televisión francesa, en el que con pantalla dividida les hacen las mismas preguntas a Jagger y Richards. Ante la pregunta de qué sienten cuando salen a escena ante miles de personas, Jagger es el rostro del espectáculo: “Pienso en que todos salgan satisfechos, y bla, bla, bla”. Richards dice su verdad: “Es entonces cuando me despierto”. Porque, claro, el juego de Jagger es el de no dormirse jamás.

Sobre la música que se escucha en Shine a Light, hay que decirlo de una vez: la guitarra de Ron Wood nunca sonó tan fuerte. Y, aunque es una lástima que quede inmortalizado con una panza que nunca estuvo ahí, los riffs de Richards suenan deshechos y al mismo tiempo perfectos. Todo muy bien con “Simpatía por el demonio”, pero en los Estados Unidos parece que Jagger es el gran diplomático, y no dice eso de pregunté quién mató a Kennedy, cuando después de todo sabemos que fuimos vos y yo. No suena “Gimme Shelter”, pero sí están todos los clásicos marca registrada Stone: “Jumping Jack Flash” al comienzo, “Start Me Up” y “Satisfaction” al final. Pero hasta canciones displicentemente hechas a un lado por la historia, como “Shattered”, terminan sonando como si fuesen clásicos. ¿La sorpresa? Dos, y son los momentos acústicos. “As Tears Goes By”, con Richards en la guitarra de doce cuerdas. Y “You Got The Silver”, con Keith en voz y sin guitarra detrás de la cual esconderse, y Ron en la slide. ¿Los invitados? Son tres: Jack White, que nunca deja de estar sorprendido. Christina Aguilera, de la que sería muy fácil hacer leña, pero hay que aceptar que aguanta muy bien el sacudón. Y por último Buddy Guy, cuya presencia regala el mejor momento musical de la noche: el oscuro y políticamente incorrecto “Champagne and Reefer” (traducible como “Champagne y porros”), que Jagger aprendió de Muddy Waters. Cuando la guitarra de Buddy reúne a las otras dos del grupo, las de Wood y Richards, en una especie de danza ritual en el centro del escenario, y a ese baile se le suma Jagger con su armónica, recordando –al que le hiciese falta– que como bluesman está a la altura de sus compañeros, de golpe todo encuentra su lugar. Es sólo blues, siempre lo fue. Pero nos gusta. Y cómo.

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