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Domingo, 27 de abril de 2008

MúSICA > POR QUé LOS INTELECTUALES ARGENTINOS NO ESCRIBEN SOBRE ELLA

Oíd mortales

A lo largo de los últimos 150 años, los escritores e intelectuales argentinos han reflexionado, comentado y escrito sobre casi todas las artes: pintura, teatro, cine, literatura. Sin embargo, la música parece haberlos dejado incomprensiblemente mudos. A propósito de la edición de los ensayos sobre música de Paul Groussac, Diego Fischerman indaga en este fenómeno que no se repite en otros países.

 Por Diego Fischerman

A Borges le habían pedido que diera una conferencia sobre “la poesía alemana en los tiempos de Bach” y comenzó hablando de un viajero holandés, citado por Kipling, que en sus cuadernos de viaje había dedicado un capítulo a las serpientes en Islandia. Su contenido, decía, era escueto. “Serpientes en Islandia: no hay”, glosaba, para advertir su tentación de referirse en los mismos términos al tema de la conferencia. La Biblioteca Nacional, aquella en la que Borges y Paul Groussac trabajaron, presentará en la Feria del Libro, el próximo 5 de mayo, un volumen con textos de este último titulado Paradojas sobre música. Esos escritos forman parte de una colección que incluye otro libro de Groussac ya publicado –Críticas sobre música– y uno dedicado a Nuevas estéticas en la música contemporánea argentina, con textos de compositores compilados por el musicólogo Pablo Fessel. La colección, coordinada por Ezequiel Grimson, se refiere, en palabras del director de la Biblioteca, Horacio González, “a la incógnita de las relaciones que viven dentro de todo lenguaje”. O, en palabras de Borges, a las serpientes en Islandia.

En su prólogo a los libros de la colección González dice que “ni la pintura podrá preguntarse por la poesía ni los medios de la escritura podrán acreditarse ante la música”. Es cierto; todas las relaciones entre lenguajes son conflictivas. Pero las que se establecen con la música lo son mucho más. Será por eso que, como las serpientes islandesas, los textos de los intelectuales argentinos acerca de las músicas de sus tiempos brillan por su ausencia. Quienes reflexionaron acerca del teatro, las artes plásticas, el cine y la literatura, se abstuvieron de pensar –o de expresar ese pensamiento– en la música. El sentido común atribuye al saber musical un secreto inaccesible, identificado, en general, con el conocimiento de la lectoescritura o las técnicas compositivas. Personas que escuchan música con asiduidad y que, obviamente, en ese disfrute ponen en juego alguna clase de saber –no podría ser de otro modo–, cada vez que opinan sobre alguna música amada u odiada comienzan invariablemente diciendo: “Yo no sé nada de música pero...”. Es, en todo caso, la misma clase de noción que alimenta frases como “escribió más de cien canciones sin saber nada de música”. ¿Podría ser cierta esa afirmación? ¿Podrían crearse canciones sin saber música o de lo que se trata es de no conocer la lectoescritura de la música de tradición europea, identificada con la música en su conjunto?

Lo extraño, en todo caso, es que esa suerte de enigma que conlleva la música –¿qué palabras son capaces de nombrarla?– intimidara a personajes tan poco intimidables como David Viñas o, incluso, a la melómana Victoria Ocampo, que llegó a ser miembro del directorio del Teatro Colón, en 1933. y a ocupar el lugar de la recitante en Persephone de Stravinsky, que fue amiga de este compositor y de Juan José Castro y que frecuentó a Juan Carlos Paz y Alberto Ginastera, pero a quien jamás se le ocurrió que ese mundo pudiera juntarse con el de Sur. No hubo encargos a estos compositores, ni sugerencias de componer en colaboración con José Bianco o su hermana Silvina ni pedidos para que Adolfo Bioy Casares o el propio Borges pensaran el libreto de alguna ópera. La música no entraba en el menú de la reflexión teórica de los intelectuales y aún no lo hace. Por lo menos en Argentina. Eso no significa que no se haya escrito nada. Está el Paganini de Martínez Estrada, por ejemplo, donde el escritor imita el estilo de los críticos de música, o los tratados de argentinidad pergeñados alrededor del tango. Pero donde Brasil ostenta infinidad de publicaciones acerca del tropicalismo, la bossa nova o la obra de Heitor Villa-Lobos, en muchos casos escritas por sus propios protagonistas –como en el caso de Caetano Veloso, que además polemizó con Roberto Schwarz, uno de los intelectuales más importantes de ese país–, y hasta Chile y Uruguay exhiben una producción respetable en ese ámbito, en la Argentina lo escrito sobre música se cuenta con muchos menos dedos de los que tiene una mano. Ginastera fue objeto de un estudio de Pola Suárez Urtubey hoy inconseguible y de un ensayo publicado recientemente por la argentina Antonieta Sottile, pero en Francia y en francés. Están los libros de Sergio Pujol sobre el jazz argentino, sobre el rock y la dictadura y sobre María Elena Walsh, La invención musical, las indagaciones de Federico Monjeau sobre cuestiones de forma, historia y representación, y están las menciones a la esencialidad porteña del tango, de Martínez Estrada y Scalabrini Ortiz, el libro sobre esos mismos tópicos escrito por Ernesto Sabato –que no se iba a perder esa oportunidad– y poco más. No hay libros sobre el estilo de Troilo, sobre las orquestaciones de Galván o sobre Salgán o Pugliese o Di Sarli. No existen, tampoco, trabajos sobre Luis Alberto Spinetta o sobre el nuevo folklore de los ’60 o sobre Atahualpa, que trasciendan las biografías más o menos puntillosas y los anecdotarios.

Si la ocupación del espacio es una prueba del grado de existencia, es claro que la música no forma parte de la ensayística argentina. En las mesas y estanterías de las librerías dedicadas a los ensayos, los hay sobre cine, teatro y artes plásticas. Pero los que se refieren a la música se relegan a lugares más secretos, en primeros estantes de bibliotecas profundas, junto a los cancioneros y libros técnicos. El ensayo sobre música, eventualmente, instala la posibilidad de pensar la música como hecho cultural y no como mera aplicación de un oficio. En el libro compilado por Fessel son los propios compositores –entre ellos, Marcelo Delgado, Pablo Ortiz, Germán Cancián, Carlos Mastropietro, Martín Liut, Santiago Santero, Oscar Strasnoy, José Halac y Fabián Panisello– quienes reflexionan sobre su obra. En los de Groussac, y en particular en sus críticas de ópera escritas en La Nación y Sud América en 1884 y 1886, se trata de miradas que ponen en escena, además de una recepción –y de un mapa de época donde Meyerbeer es todavía más importante que Verdi y donde aún importaban los argumentos, entonces novedosos y a tono con los estilos literarios en boga–, un sentido del humor y una acidez que hoy no puede menos que extrañarse. Como cuando habla de un barítono, el señor Verdini, y dice que “si tuviese más voz y más talento, sería un tanto pasable”.

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