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Domingo, 3 de noviembre de 2002

CLáSICOS

Filmar mata

Se estrenó en Londres en 1960. Acusada por los ingleses de vulgar y sensacionalista, cayó en un olvido indecente del que sólo la rescataría, casi diez años después, el olfato de la crítica francesa. Consagrada ya como una obra de culto, piedra de toque del terror contemporáneo, Peeping Tom –la historia de un cinemaníaco que mata mujeres con su cámara y las filma muriendo– se exhibirá en impecable copia 35 mm en un ciclo de clásicos del Malba, donde probará que Brian De Palma no nació de un repollo.

 Por Horacio Bernades

Cuando se estrenó, hace más de cuarenta años, el establishment de la crítica inglesa la vapuleó, sepultándola instantáneamente bajo los cargos de “vulgaridad”, “sensacionalismo”, “explotación”, “mal gusto” y otro montón de atropellos contra la moral y las buenas costumbres artísticas. La crítica francesa, como suele ocurrir, fue la que la reivindicó años después. De pronto, como por arte de magia, una película “de asesino loco” llamada Peeping Tom saltaba de los albañales del cine al mismísimo Parnaso de la cinefilia. Consagración bastante lógica, puesto que el peeping tom del título –expresión inglesa equivalente a voyeur– no es otra cosa que un loco por el cine, en el sentido más enfermizo y letal de la palabra. Así, la película permite que cada espectador –y sobre todo ese espectador en grado mórbido al que damos el nombre de cinéfilo– se mire en ella como en un espejo ligeramente deformante.
Hace un rato largo que esta película sobre un cinemaníaco que goza con el dolor ajeno está considerada no sólo la obra más border de Michael Powell (1905-1990) sino una de las matrices del terror cinematográfico moderno. Junto con Psicosis, estrenada casi al mismo tiempo, en 1960, Peeping Tom estableció el modelo definitivo para un subgénero que dio lo mejor de sí y cayó luego en la bastardización general a la que el cine contemporáneo suele condenar a sus criaturas: la película de psycho killers, asesinos psicóticos o como quiera llamárselos. En la Argentina, y a diferencia de su prima hermana producida del otro lado del Atlántico, la suerte de Peeping Tom parece haber quedado atada al destino que los críticos de su tiempo quisieron darle: el olvido, la negación, el destierro. Estrenada con el título Tres rostros para el miedo, sobrevivió en cartel casi tan poco como en su patria, donde desapareció para siempre después de un par de semanas. Como una piedra maldita, el hundimiento de Peeping Tom arrastró a las profundidades el buen nombre y honor de su director, hasta entonces respetadísimo.
Viendo que la herejía le granjeaba un rechazo generalizado, Powell -autor, junto con su socio Emeric Pressburger, de obras tan eminentes como A Matter of Life and Death (1946), Narciso negro (1947) y Las zapatillas rojas (1948)– se vio obligado a exiliarse en Australia, un territorio al que el imperio británico solía enviar a los ladrones, asesinos e indeseables en general que alborotaban las leyes del suyo. Más tarde, Powell conocería otra cárcel de máxima seguridad: la televisión. De ese destino de proscripto lo rescatarían, ya en los ochenta, dos lejanos hijos adoptivos: primero, Francis Ford Coppola, que se lo llevó como docente a su escuela de cine en California; enseguida Martin Scorsese, que lo tomó como asesor de lujo y hasta terminó casándolo con su célebre montajista y brazo derecho de toda la vida, Thelma Schoonmaker. Casi al mismo tiempo, Brian De Palma, tercer integrante de la Santísima Trinidad Cinéfila del cine estadounidense de los setenta, se dedicaba a vampirizar a Powell -sobre todo a Peeping Tom–, extrayéndole casi tanta sangre como la que supo extraerle a Hitchcock.
El film de Powell nunca volvió a reestrenarse en la Argentina; ni siquiera se lo vio en esas báquicas retrospectivas de la sala Lugones, alguna de las cuales, sin embargo, permitió redescubrir otras obras de su autor; fue excluida de la programación de los canales de cable y recién editada en video hace muy poco, en España, donde lleva su título de estreno: El fotógrafo del pánico. Ese prolongado ostracismo lo colocó durante varias décadas en ese selecto grupo de películas que, envueltas en un aura mítica, circulan de mano en mano, casi clandestinamente, como si fuera material sacrílego. Es hora de sacar a la luz toda esa gloriosa infamia.

LAS LATAS DEL SUBSUELO
Ahora se sabe: durante todo este tiempo, las diez latas con los negativos casi vírgenes de la obra más herética de Michael Powell juntaban polvo en una catacumba ubicada en la esquina de Salta y Moreno. En ese subsuelo aloja el Instituto de Cine y Artes Visuales su archivo fílmico, administrado desde hace tiempo por la gente de Filmoteca Buenos Aires y Aprocinain, asociaciones sin fines de lucro que bregan por la fundación de una cinemateca nacional. Como parte de la revisión que el conservacionista, cinéfilo y crítico cinematográfico Fernando Peña y su grupo de valientes vienen realizando desde hace más de un año, las preciadas latas aparecieron bajo el hispánico y engañoso título de Tres rostros para el miedo.
En los próximos días, el público porteño tendrá ocasión de participar de un verdadero acontecimiento: el reestreno cuasi oficial –35 mm, como debe ser, y copia flamante– de Peeping Tom. A partir del próximo viernes (ver detalle al pie) habrá siete ocasiones de verla en el auditorio del Malba, dentro del segundo ciclo “Clásicos de estreno” que la Filmoteca Buenos Aires y Aprocinain presentarán allí durante este mes. Para completar el banquete, Peña y los suyos acompañarán este manjar con otras delikatessen rescatadas de los sótanos oficiales: El delator, Hace un año en Marienbad, la no menos mítica Invasión de Hugo Santiago y Cuéntame tu vida, además de otros títulos que ya habían participado del primer ciclo; entre ellas, El ciudadano, El sheik, Gritos y susurros y Yojimbo. El valor de cada entrada ($ 4, con un 50 por ciento de descuento para estudiantes y jubilados) será destinado a la restauración de otras películas que aguardan turno en los sótanos de Salta y Moreno, y que irán engrosando posteriores ciclos en el Malba. Lo que se dice un círculo virtuoso.
EL CINEASTA ABSOLUTO
“¿Hay alguien contigo?”, le pregunta una chica a Mark Lewis, el protagonista de Peeping Tom. “Sólo mi cámara”, responde. El film de Powell es la historia de amor loco entre un hombre y su cámara, pero también la de un niño abusado y un adulto abusador. Hijo de un psicólogo dedicado a estudiar el miedo infantil, el pequeño Mark, de niño, fue el cobayo favorito de papá. Desde encerrarlo en una habitación hasta meterle una lagartija de sopetón en la cama, el doctor Lewis no se privó de nada, y registró cada expresión de miedo del pequeño con su camarita amateur. Por aquello de las leyes de la herencia, el Mark adulto no hará sino corregir, amplificar y mejorar los experimentos de su padre, asesinando muchachas a las que filma en el momento en que pasan a mejor vida, haciéndoles ver, mediante un oportuno sistema de espejos, la expresión de terror que tienen en ese instante terminal.
Apoteosis de lubricidad ocular, Peeping Tom –cuya primera imagen es, como en Vértigo, el plano detalle de un ojo– hace de su protagonista el escoptofílico más polimorfo que se haya visto en el cine. Mark Lewis diversifica y hace proliferar su pasión en todos los sentidos posibles. Voyeur profesional, por lo tanto aceptado socialmente, trabaja de día como fotógrafo de fotos “sucias” y de noche como foquista en la industria del cine, lo que confirma, de paso, la estrecha ligazón que existe entre el cine porno y el de terror gore. Cuando conoce a alguna chica digna de ser asustada, el héroe del film trabaja de cuentapropista.
Una vez cometido el crimen, Mark filma documentales sobre los hechos posteriores: los curiosos en la vereda, la llegada de la prensa, la investigación policial. Con todo eso arma luego una película casera y la revela en su laboratorio privado, ubicado, por supuesto, en su departamento, a pasitos de la cama, para proyectársela después de la cena. Como si todo eso no bastara, cuando no tiene otra cosa para ver, Mark desempolva las viejas filmaciones en las que lo aterraba su papá y las contempla una y otra vez. Cada vez que una chica lo invita a cenar, por si las moscas, el muchacho lleva su cámara de 16 mm con estilete incorporado.Pero Lewis –que, en uno de los chistes más festejables de la película, dice trabajar para un diario llamado El Observador– no es un simple aficionado; es un inventor de dispositivos ópticos que, adosados a su cámara, la convierten en arma letal y sistema de reflexión a la vez.
Obviamente, reflexión es aquí la palabra clave. Powell nunca tuvo problema en reconocerlo. “Es mi película más sincera”, le descerraja de entrada a su colega Bertrand Tavernier, por entonces dedicado al periodismo cinematográfico, en una célebre entrevista concedida en 1968 a la revista francesa Midi-Minuit Fantastique. “Me siento muy cerca del héroe, que es un director de cine absoluto, alguien que aborda la vida entera como director de cine. Y además es consciente y sufre por ello. Mark es un técnico de la emoción. Yo también soy un apasionado de la técnica, hasta el punto de que todo el tiempo estoy cortando y montando mentalmente cada escena que tiene lugar frente a mí, en la calle, en la vida. Todo eso me permite compartir su angustia.”

LA VIDA POR EL ARTE
La identificación entre el cineasta y su criatura está en la base de dos fenómenos que le dan a Peeping Tom su carácter más inquietante. Haciendo del asesino un artista (y no cualquiera sino uno de los que son capaces de dar la vida por el arte), Powell lo convierte en la principal víctima de la película. No hay que olvidar que Mark Lewis es esclavo del mandato paterno. Por otro lado, Powell pone al espectador en el lugar del cómplice; no sólo cómplice de los crímenes del héroe sino -peor aún– del deseo voyeurista que lo lleva a cometerlos.
Powell construye esta identificación mediante una doble manipulación: del punto de vista (que es el de Lewis salvo durante los crímenes, cuando tiende a repartirse entre el del asesino y el de la víctima) y de la puesta en escena. En efecto, si algo definió siempre el estilo del director de Narciso negro fue su carácter orgíastico. Esto suele ponerse de manifiesto tanto en su uso distintivo de tonos saturados, que revelan la deuda del realizador para con el expresionismo abstracto (en Peeping Tom las paredes son amarillas y las puertas verde esmeralda, y por todas partes hay estallidos de rojo sangre), como en el frenético barroquismo de los decorados, que lo lleva a abarrotar cada plano de formas, figuras y volúmenes.
El efecto que genera en el espectador también es doble. Por un lado, el ojo, inevitablemente atraído por esa promiscuidad de formas y colores, termina zambulléndose en ella; por otro, esa misma sobrecarga provoca una sensación de asfixia, la misma que siente el héroe. El resultado podría definirse como “lascivia incomodante”, una definición que bien podría extenderse a Psicosis y a la obra entera de Brian De Palma. Para completar la puesta en abismo, el director se reservó un papel en la película. No es difícil adivinar cuál: el del padre del protagonista, que aparece en las filmaciones familiares indicándole al pequeño Mark –como un director a su actor– dónde debe pararse y cómo moverse. Y quién otro podía hacer del pequeño Mark en esas home movies en blanco y negro sino el propio hijo de Powell.
“¿Usted aterrorizó a su hijo durante el rodaje?”, le pregunta Tavernier, ligeramente sibilino. Powell responde como un criminal capturado: “¡Sí, pero él confiaba en mí! Para alguien que se pasó la vida dirigiendo películas, Peeping Tom era un tema bastante delicado, y me pareció mejor que la cosa quedara en familia”.

LA CRIA DE MARK
Basta confrontar la fecha de estreno de Peeping Tom con la de Psicosis para sentir un leve mareo. El 16 de mayo de 1960 se estrenó la película de Michael Powell; el 16 de junio la de Hitchcock. Ambas sustraen el terror de la esfera mítico-intemporal que hasta entonces había cultivado el cine clásico y lo vuelven contemporáneo y material. Además,su carácter fundacional respecto del cine de miedo moderno reside en que, por primera vez y para siempre, ponen al espectador no en el ojo de la víctima sino en el del monstruo-voyeur, al que, a su vez, convierten en víctima. ¿Alguien tiene alguna duda de que el verdadero villano de Psicosis no es Norman sino la señora Bates?
Pero entre Hitchcock y Powell hay una diferencia. Todos saben hasta qué punto el realizador de Psicosis fue citado, reciclado, esquilmado y plagiado en la historia del cine. Del legado de Powell, sin embargo, casi no hay registro. Aquí van algunos botones de muestra, todos referidos a Peeping Tom. Como ya se ha dicho, su influencia en la obra de Brian De Palma es imposible de cuantificar. Empezando por el tema del voyeurismo y la escoptofilia, absolutamente centrales para el cineasta de Doble de cuerpo, que desde sus primeras películas multiplica hasta el delirio los dispositivos y las aventuras de la pulsión visual. En Hermanas diabólicas, un personaje va a un programa de televisión llamado “Peeping Tom”, donde aparece una referencia a ciertos experimentos infantiles-familiares que dieron por resultado una psycho-killer. En Vestida para matar, el más loco de todos es, como en la película de Powell, el psicólogo. En Demente, más literalmente que en ninguna otra, el esquizofrénico protagonista fue sometido por su padre a sádicos experimentos de tortura, vigilancia y filmación.
En Henry, retrato de un asesino, ¿acaso el protagonista y su mejor amigo no filman sus crímenes para mirarlos después por la tele, tomando cerveza y comiendo papas fritas? ¿Y el héroe de Matador de Almodóvar, que goza proyectándose escenas de asesinatos en casa? En El viaje de Felicia, de Atom Egoyan, ¿qué hace el psycho Bob Hoskins si no revisar viejas filmaciones familiares en las que su mamá lo somete a torturas psicológicas? ¿Y qué hay del asesino loco de la reciente Camino a la perdición, que fotografía a sus víctimas y fija para siempre sus expresiones aterradas? Mark Lewis y su alter ego Michael Powell no ignoraban hasta qué punto serían canibalizados por sus sucesores. De ahí que en la película uno profetice por boca del otro: “Todo lo que filmo, lo pierdo”.

Peeping Tom se proyectará en el Malba
(Av. Figueroa Alcorta 3415)
viernes 8 de noviembre a las 20.15
domingo 10 a las 22
viernes 15 a las 22
sábado 16 a las 14
viernes 22 a las 16
sábado 23 a las 22.15
domingo 1º de diciembre a las 18.

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