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Domingo, 11 de mayo de 2008

ARTE > LOS ESCLAVOS DE MIGUEL ANGEL

Al rescate de Los Esclavos

El papa Julio II encargó a Miguel Angel un mausoleo que inmortalizara en mármol la inmortal memoria de su paso por esta Tierra. De las 40 piezas planeadas, sólo a siete Miguel Angel dio por terminadas. Sin embargo, durante siglos, intelectuales, artistas y académicos coincidieron en considerar esas piezas inconclusas. Alicia Plante aventura otra hipótesis: no sólo están terminadas, sino que son una genial metáfora de la liberación del Hombre en pleno Renacimiento de esa institución que lo sojuzgó durante mil años: la misma Iglesia que le comisionó el trabajo.

 Por Alicia Plante

Sus contemporáneos nombraban el fuego que ardía en la sangre de Miguel Angel Buonarroti (1475-1564) con el término terribilitá, con el cual aludían al infinito vigor físico, a la pasión creativa y la intensidad emocional –por momentos rayana en la ferocidad– que lo llevaban, por ejemplo, a tratar al Papa con una familiaridad que ni el Rey de Francia se permitía. Asimismo, se le atribuyó la intención de superar no sólo a los maestros griegos sino también a la Naturaleza que habría percibido como un límite para su espíritu. Desde ese temperamento tempestuoso y esas convicciones, todo su trabajo parece haber procurado la liberación de la forma, que según él, ya se encontraba dentro de la piedra.

Alrededor de 1513 Miguel Angel comenzó a trabajar en la escultura de una serie de seis piezas, Los Esclavos (I Prigioni). Estaban destinados a formar parte del imponente mausoleo encargado casi diez años antes por el papa Julio II con el fin de inmortalizar su transcurso por la tierra y de paso celebrar el triunfo de la Iglesia sobre enemigos y detractores. A causa de diferentes circunstancias, de las cuarenta piezas comisionadas por el Papa, a sólo siete –el Moisés y Los Esclavos– Miguel Angel las dio por terminadas.

Por otra parte, la insuficiente documentación disponible permitió que con Los Esclavos se cometiera un curioso error de interpretación y valoración, error que subsiste, y por el cual la mayor parte de los historiadores y críticos de arte –todos quizás– las siguen considerando apenas esbozos.

Esta interpretación de los expertos se apoya seguramente en la existencia de varias obras de Miguel Angel que parecen haber quedado inconclusas, por ejemplo, las cabezas de dos de las cuatro figuras yacentes que aparecen en las tumbas laurencianas. En realidad sería igualmente válido e indemostrable sostener que el escultor eligió dejar algunos de sus trabajos, o al menos partes de los mismos, con un acabado rústico y sin pulimento alguno. Quizás la mayor evidencia del carácter intencional de este recurso expresivo sea el pequeño resto de mármol original, sin tallar ni pulir, que corona la cabeza del David. ¿Buscaba Miguel Angel mantener viva de ese modo la conexión con el lugar del cual el mármol había sido arrancado?, ¿cumplía esa interrupción de la tarea la función de dejarla latiendo con la madre tierra?, esa energía que continuaba palpitando como un cordón umbilical recién cortado ¿era un homenaje a la cantera, a la montaña, o subrayaba lo que había logrado el escultor, en qué había transformado su talento la obra de la Naturaleza?

No hay modo de saberlo: para rozar el costado psicológico, espiritual, tal vez esotérico del hombre, la entrecasa de su pensamiento, su poesía es el principal elemento y allí no hay claves que confirmen o desmientan las teorías. Ninguna. De todos modos, sería útil distinguir las piezas que Miguel Angel no dio por terminadas, las abandonadas –si acaso las hubo, aparte de la Pietá Rondanini, que quedó inconclusa por una tarea impostergable, la de morir– de las que lo parecen.

En el caso de Los Esclavos resulta absurdo entenderlas de ese modo, como proyectos frustrados, como borradores, y no reconocer el sentido y la evidente intención simbólica de la serie, sentido e intención reforzados, precisamente, por el hecho de que la piedra esté trabajada con tosquedad y dejada así, casi en bruto, con formas que se van definiendo progresivamente, cada figura más próxima que la anterior a la consumación alcanzada recién en la última. Desde esta interpretación de la serie cuestiono asimismo la caprichosa traducción del título original, I Prigioni, un nombre que corrobora la visión subversiva, revolucionaria del hombre medieval. El título Los Esclavos expresa otra cosa.

Mi desacuerdo con la categorización condescendiente de los expertos, un desacuerdo quizás poco humilde pero obstinado y cargado de derecho, se apoya en las circunstancias históricas en que Miguel Angel esculpe Los Esclavos, un momento de inflexión para Occidente, frente al cual el artista trabaja y produce esta serie de esculturas porque es hombre de su época: Miguel Angel está “en situación”.

Una comprensión cabal de las determinaciones sociales y psicológicas de la hora –suponiendo que fuera posible– seguramente demandaría un punto de partida más remoto y un análisis más profundo. Pero el riesgo es sentir que nunca se retrocedió o ahondó lo suficiente. Por otra parte, parecería que se puede avanzar en una comprensión no pretenciosa de lo que estaba en juego en la eclosión renacentista italiana sencillamente desde ahí, desde el umbral del proceso.

Y entonces resulta interesantísimo observar y comparar el modo en que pintaban el cuerpo artistas de enorme talla, como Cimabue (1240-1302), Giotto (1267-1337) y aun Masaccio (1401-1428), que se siguió caracterizando por una cierta fijeza que remite al control ejercido por el Poder sobre los rumbos sociales de la época. Esas figuras de tierna belleza, en las cuales la tensión vital aparece en los ojos pero no en el cuerpo, en esos seres sin músculos, en esos hombres que parecen desconocer el deseo y todavía no se atreven a recorrer la región ilimitada del pensamiento, están presentes como una herencia sin escapatoria los mil años de sometimiento a los dictados de la Iglesia, los diez siglos de oscurantismo en los que las relaciones de poder y su estructura de control estuvieron diseñadas para señalar el cuerpo como sede del pecado y la mente como área de peligro, ya que en ella podían cernirse amenazas al dominio en su convenida y conveniente distribución.

Recién con el Renacimiento –término que, significativamente, desde una alusión a lo estético remite al período histórico que comienza en torno al siglo XV–, el hombre vuelve la mirada atrás, a la antigüedad y el modelo humano legado principalmente por Grecia, y como portador de inteligencia se aventura en los parajes del pensamiento, endereza la espalda y destroza las reglas. Gradualmente pero sin entumecimientos, ese sujeto ya no dejará nunca más de buscar explicaciones porque ejerce la duda: un descubrimiento que abre la puerta de la modernidad y se convierte en una conquista, en un derecho. Por su intermedio pasará a erguirse, libre, y a reemplazar la imagen incuestionable de Dios como eje sin alternativas de la cultura por una imagen del hombre como ser libre en ejercicio de una espiritualidad diferente, que no lo somete ni lo amenaza.

En realidad la progresión de un Esclavo a otro resulta muy evidente. Como lo es su relación con los cambios que caracterizaron el Renacimiento, su intención de ilustrar esa construcción de sí mismo que el hombre realiza con enorme esfuerzo, el que requiere enfrentar y desprenderse de una tradición de diez siglos, defendida a lo largo de mil años por la institución más poderosa y durable de la historia de Occidente: la Iglesia Católica.

Una institución peligrosa, cruel, y a la vez protectora y paternalista, un Gran Hermano que, frente al imperativo de un control confiable de los grupos sociales y los individuos que los conforman –tan proclives a la reunión y el intercambio de ideas primero, y luego al fortalecimiento de la identidad en las conclusiones colectivas, a menudo conducentes a la rebeldía y la sedición– solucionaba la falta de tecnología de punta con la eficacia de la confesión frecuente y los estímulos a la delación. Todo lo cual, casualmente, coincidía a la perfección con las necesidades estructurales del espectro económico-político del medioevo feudal.

En el corazón de Florencia, a lo largo de un amplio corredor de la Galería de la Academia, tres de los seis Prigioni se alinean contra los muros como si escoltaran humildemente nuestro avance deslumbrado hacia el David –-4,34 m de imponente estatura total–, ubicado en una rotonda al fondo. Hasta la iluminación hipnótica que se derrama sobre su soberbia figura parece invitarnos a caminar mirando al frente, los ojos cautivos de este símbolo de la belleza y la inteligencia humanas.

La progresión desde el primer Esclavo, tosco, angustioso, en lucha por arrancar la cabeza, las manos y el sexo –las tres herramientas fundantes de la creatividad– del ahogo de la piedra, hasta el último (París, Museo del Louvre), sería claramente reconocible para una mirada fresca, no predeterminada por la interpretación académica. Por otra parte, es significativo que los tres primeros Esclavos, con sus cuerpos encallecidos y brutalizados por una larga historia de trabajo y esfuerzo, aparenten más edad que los últimos (en el segundo y el tercero asoman cabezas barbadas y envejecidas, visiblemente rejuvenecidas en las figuras siguientes). Este hecho es coherente con la idea de la progresión, que ve en el último Esclavo una consumación, un “recién nacido”, una acabada representación del hombre moderno, aún aletargado por la pesada siesta de mil años pero ya superada su procedencia, de pie, investido de la belleza que le confiere el estremecimiento casi tangible del deseo. Simultáneamente, este hombre joven e inexperto es símbolo del nuevo ideal político republicano, y de ese modo, la serie ilustra el proceso renacentista de transformación de la cultura medieval de una manera inmediata que no comunican con tanta elocuencia historiadores ni filósofos.

Y entonces el Prigione, el único, que el formón y la maza de un hombre terrible acompañaron amorosamente desde el sometimiento hasta la libertad, podría incluso ser considerado, un poco locamente, un antecedente portentoso y remoto de la historieta como concepto contemporáneo de la imagen fija en transformación.

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