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Domingo, 18 de mayo de 2008

FAN > UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU OBRA DE TEATRO PREFERIDA

La mejor de las pasadas

 Por Ruben Szuchmacher

Fue por el año 1980. Y aunque estábamos en plena dictadura, algunos de nosotros acudíamos enloquecidos a cualquier manifestación artística que nos recordara la idea de la libertad. Digamos que no nos dábamos mucha cuenta del horror. Eso vino después. Digo, darse cuenta de la dimensión exacta de ese horror. Sabíamos lo que pasaba, pero no podíamos ponerle palabras. Para nombrar las cosas, entonces, estaban las obras de teatro o de danza, las películas, las músicas. Sigue habiendo discusiones sobre esto y está muy bien, y aunque éste no es el lugar para seguir la polémica, igual me prendo, porque, sobre este tema, la gente de nuestra edad está hablando siempre.

Decía que fue por esos años que llegó la información de que en el Teatro General San Martín se presentaba una compañía alemana llamada Tanz Theater Wuppertal. Algo había leído en una revistita que circulaba por los Institutos Goethe y que contaba sobre las experiencias renovadoras del teatro-danza. Era difícil saber exactamente de qué se trataba porque la moda de lo alemán no se había instalado. Pero ahí fuimos, seguros de que veríamos algo que valdría la pena.

Si mal no recuerdo, la compañía presentó dos programas: uno con la obra Kontakt Hof (Patio de Contacto), con la típica sucesión de números que ha caracterizado a muchas de las obras de Bausch: esas rondas maravillosas, con músicas populares diversas, mientras los intérpretes hacen juegos de brazos sumamente difíciles e inquietantes. En el otro programa, además de la increíble Consagración de la Primavera, se presentó Café Müller, del año 1978, o sea que cuando se vio en Buenos Aires, la obra llevaba tan sólo dos años de creada.

Allí hay imágenes inolvidables: la propia Pina Bausch, tan alta y delgada como una deidad, envuelta en una túnica blanca, bailando la música de Purcell, con los ojos cerrados, alejada de lo que sucede en la escena, estrellándose literalmente contra una pared lateral; la desesperación de Malou Airaudo y Dominique Mercy dominados por Jan Minarik, y sus juegos de interminables repeticiones. Además Meryl Tankard, con peluca pelirroja y con tacos circulando como perdida por la escena. Pero de entre los personajes de la obra, hay uno que no olvidé jamás. La escena está llena de sillas de bar y Jean-Laurent Sasportes las va corriendo enloquecidamente para que Malou no se las lleve por delante durante una parte importante de la obra. Un acto simple: correr sillas con cierta energía para que otro no se haga daño. Y he aquí lo que me pasó aquella vez, mi primera vez, viendo Café Müller, en el San Martín, en el año 1980: hasta la mitad de la obra, trataba de capturar la estructura, el modo en que estaba hecha, es decir, me puse en técnico que trata de saber (y no gozar) cómo está hecha una pieza. Pero la obra me jugó una mala pasada –la mejor de las pasadas–, porque exactamente a la mitad de la coreografía, en medio de una secuencia donde ese bailarín vestido de traje de calle corría sillas, y Purcell ululaba en el fondo, los taquitos de la pelirroja sonaban insistentes y la Bausch volvía una vez más a darse con la cabeza en la pared, en medio de todo eso, sin poder contenerme, comencé a llorar intensamente, a llorar algo que no sabía qué era, a llorar todo el desgarro posible. Nunca supe exactamente qué fue lo que pasó en ese momento. Nunca lo pude reconstruir. Y tampoco era importante, si se trata de arte. Lo que sé es que esa obra me marcó para siempre, porque me agarró desprevenido, porque me hizo ir a un lugar que ni siquiera imaginaba.

Tuve que volver otro día para poder ver la obra en su totalidad. Hoy gracias a los videos y los dvd puedo volver a ver las imágenes de aquella versión, la original, que recomiendo calurosamente. Para los que no tengan acceso a aquellas imágenes se deberán contentar con ver un fragmento de la obra en Hable con ella, de Pedro Almodóvar, en la que se ve una secuencia de Café Müller, con los mismos bailarines: Malou, Jean-Laurent, Pina... pero más viejos, mucho más viejos. Como yo.

Actor y director teatral, Rubén Szuchmacher estrena Hijos del Sol de Máximo Gorki, en Elkafka Espacio Teatral, el 28 de mayo.

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Pina Bausch es quien revive el espíritu de la danza alemana al crear el teatro-danza. De su mano y del trabajo de sus bailarines han surgido piezas tan emblemáticas como Café Müller (1978), Bandoneón (1987) y muchas otras, discutidas y admiradas en todo el mundo. Por su trabajo, la danza tradicional vinculada al ballet clásico fue transformada mediante una nueva estética de movimiento corporal donde no impera ya el valor de la métrica, el ritmo, los saltos y pasos previamente establecidos. Se recupera el movimiento libre, una interacción más dinámica con el espacio y la posibilidad de la autoexpresión corporal.
Al finalizar la década de los ’60, Pina Bausch obtiene cada vez más reconocimiento como coreógrafa. La relación entre hombres y mujeres y las debilidades de ambos géneros como víctimas y victimarios son un tema recurrente de sus piezas, a lo largo de toda su carrera. Temas existenciales, como la vida y la muerte, a través de imágenes visionarias y de una fuerza arcaica inusual para la época fueron su marca registrada.
 
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